lunes, 3 de marzo de 2008

La Cita/Otto Oscar Milanese

La Cita/Otto Oscar Milanese

Del Libro: A cóntarselo a Gloria y otros cuentos.

A Gloria Italia Milanese

El frescor de la ráfaga de brisa filtrándose por las entrecerradas salómonicas, lo tiró de la cama a primeras horas de la mañana.La boca le sabía a sueño pastoso,y continuó degustando el mismo sabor, aún luego del enjuague bucal. El chorro de agua fría sobre su desnudez acabó despabilándolo; sin embargo,persistía en él un apremio inconcreto de acudir a no sabía donde. ¿Lo soñó? Le parecieron exageradas sus vagas preocupaciones. Cuando pasó por la salita, rumbo al baño, el almanaque le ofreció una agradable confirmación muda: día sábado. Y en día sábado no asistía a la oficina. Ni siquiera saldría a la calle. Desde que terminara de verse con Adriana, sus días libres discurrían monótonos entre los rincones de su apartamento. Decidió no conferirle importancia a la sensación molesta que lo apremiaba a presentarse en otro lugar. ¿Lo soñó? ¡Eso era, lo había soñado! Y restos de incertidumbres, sombras de lancinante inquietud despertaron con él.


No logró evadir la sensación de que debía apersonarse en un lugar que no atinaba a recordar. Lo enfadaba convertir el apacible sábado hogareño en un exhasperante infierno. En el decurso de la semana planeó el día sábado, saboreando anticipadamente las aletargantes horas de ocio. Se pensó tantas veces tirado en el sofá, con el libro entre las manos, o escuchando música. Pero el sábado llegó de un modo insospechado, contrapuesto, invertido a la manera ideada. Todo debido a ese imbécil pensamiento; a ese inexplicable ramalazo de conciencia aguijonante. Pensó no recordar la concertación de una cita...,y sin embargo,la certeza de un compromiso olvidado lo abrumaba. Maldijo su desapego a programar una agenda. Poseía el criterio de que los días eran insobornables en su esencia, y que configuraban sus características de una irregular forma antojadiza. Como el día vivido ahora, por ejemplo. ¡Ah, tanto pensarlo! "Sí, señor, el inventario del señor Miranda está preparado", tanto vivirlo por adelantado, escapándose a ratos del cotidiano olor a oficinas. "Sí, señor, se expidió el acta de divorcio solicitada por la señora Montes", huyendo de los archivos, de los cartapacios, del escritorio atiborrado de papeles, y se presenta el día tan a su capricho, al capricho del sábado, brindándole instantes eclosionados para hilvanar fugaces dubitaciones; rastrojos de ideas malogradas antes de esclarecerse y definirse. Como si resbalara de una cavilación a otra, impelido por la extenuación de una jornada laboral acudiendo a su lentísima conclusión; mientras se reclina en la silla giratoria con las manos entrecruzadas tras la nuca, observando las agujillas del reloj con ojos abotargados. El sábado ya no es el sábado, porque se ha imaginado en la oficina: escribe cartas, corrige errores, estruja y lanza papeles al bote. ¡"Vaya manera de despertar"! Suspira. La oscura sensación de ir hacia un sitio no determinado está ahí, no lo abandona, subyace en el vacuo trasfondo de sus divagaciones.


Una cínica sonrisa desaprobatoria paralizó la mano aferrada al auricular. Lentamente colgó el teléfono; la carcajada brotó bajita y carrasposa "Eso has buscado en toda la mañana. En todo el sueño", pensó. Las arcadas le cercaron el cuerpo de convulsiones.¡"Un motivo para llamarla"! Contarle que despertó procurando rememorar en donde debía estar ese día; con certeza descartaba la posibilidad de haber contraído un compromiso con alguien, tan seguro estaba que... No, aún lo agobiaba la incertidumbre. Se desperto al sábado dispuesto a apersonarse en algún lado, pese a no intuir en donde ni comprender por qué. Adriana hubiese reido. De sobra la conocía. Hubiesen reido juntos, y acabarían reconciliándose en una apartada mesa de restaurante, frente a los restos del almuerzo, y a una botella de vino. "Aquí deseabas estar", le diría ella con socarrona voz melosa.


La risa lo abandonó de golpe. ¡No, no se trataba unicamente de encontrar un fútil motivo para llamar a Adriana! El malestar, la urgencia no se disfumaba. A lo peor si estaba citado con alguien para ese día. Debio haberse citado en la barra de Lucho, en alguna de esas noches que, entre alcóhol y relatando incoherentemente sus presumibles azañas, intentó de buena gana olvidar a Adriana. ¡Pero, si era así, por qué no mandarlo todo a la..!, y disfrutar del sábado apaticamente tirado en el sofá. ¡Eso! A la..., con el tipo o la fulana, y con el lugar en donde debía presentarse! Además, la otra persona, si es que realmente existía esa persona con la que creía estar citado, habría olvidado la palabra que él empeñara. No tomaría en serio a un borracho, y él, decididamente no se sentía comprometido a cumplir con una cita de la que no poseía detalles en absoluto, que le aseguraran su veracidad.


No soportó el enclaustramiento del apartamento. El sábado se fastidió de una manera terriblemente estúpida. Con esas tonterias de creer que debía acudir a algún lado. ¡¿Dislates!? Era tan improbable, que salió a la calle unicamente para respirar aire libre y ordenar sus ideas. La costumbre lo condujo hasta el estacionamiento en donde aparcaba su automovil. El ronquido del motor lo devolvió a la realidad: ¿A dónde iba? Fugázmente pensó apagar el coche, echarse las llaves en el bolsillo, y largarse nueva vez al apartamento, a vivir el sábado como habitualmente lo vivía desde la ruptura con Adriana. El coche rodaba fuera del estacionamiento. Reconoció los grises edificios, las plazas, las intersecciones, los letreros de neón. Hundió el pie en el acelerador... Se le ocurrió imaginar, que a lo peor, también Adriana había salido a la calle sin saber a donde iba..., y la visualizó durante el segundo de eternidad que se le echaba encima. Sólo supo que fue ella la que no respetó la luz roja, y ya no pudo saber mas: el aparatoso encontronazo de los dos coches, le impidió pensar que había cumplido con su cita.

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