lunes, 10 de marzo de 2008

Cambio De Género

Cambio De Género/Otto Oscar Milanese

Del Libro Inédito "Sobre Sueños Y Escrúpulos".


"Y al reposar sonó con recio golpe,
solemne, en el silencio
un golpe de atáud en tierra, es algo
perfectamente serio".
Antonio Machado.


Ramirez debía morir. Esta concluyente perspectiva trastornaba lo planeado entre ambos. No disponía de más salidas. Su proyectada muerte era una necesidad. La novela que escribía sobre su miserable vida de gigolo quedaría inconclusa. Ramirez estaba irremisiblemente condenado, y debía morir antes de que tuviera tiempo para relatarle los pormenores que precisaba su historia para alacanzar el final. Morirse no es tan pesimo paso, cuando es otro quien lo ha dado. Qué Ramirez tuviera que irse ahora, tenía visos de calamidad. Con él se iría al diablo todo lo que tácitamente habían acordado entre ambos. Tantas platicas de cafés ahora adquirían una connotación de inutilidad que le exasperaba. Pero no podía elegir. Y aún con la opción de elegir, hubiese sacrificado a Ramirez, sintiendo con ello, todo lo que siente al mirar el montón de papeles en donde su vida, la de Ramirez, se llevó tantas horas de él entre el haz de luz mortecina de la lámparita y el ascendente humo de un cigarrillo mal apagado en el cenicero.


No podía desligar a Ramirez de la temática. Por esto le odiaba. Porque no podía eliminarlo. En series televisadas suele ocurrir que un determinado actor se predispone con los directores o productores. Se le sugiere al guionista introducir en el libreto un inesperado accidente, y se prescinde del pugnaz actor por el resto de la serie. Pero no se trataba del guión de un drama para la TV. Era su novela. ¡La de él y la de Ramirez! Y si Ramirez desaparecía, con él se esfumaban las vivencias, los momentos que aún Ramirez no había tenido tiempo de contarle en las somnolientas horas grises de la cafetería en que solían reunirse. Sólo preservando a Ramirez, desgarbado y petulante, con sus desvaídos blue jeans, y lanzando sonoros escupitajos en la calzada del parque, o en el tugurio de las putas, a las afueras de la ciudad, podría asegurar el desarrollo de su novela. Improbable. Porque apenas ya lo intuía vivo. Hasta cuando Ramirez le hablaba, su acento lugubre le recordaba la caída de un ataud en tierra de cementerio.


¡Ahora lo sabía! ¡Jamás escribiría la novela! ¡La de Ramirez no! Ahora lo sabía, y ya Virginia habia llegado aterrorizada a la casa. Sus pasos inseguros y premurosos ascendieron la escalera hacia el segundo piso. Sin oir que él la llamaba. Sin desear oir que él repetía su nombre y subía de dos en dos los peldaños, tras de ella. No pudo evitar que Virginia echara cerrojos por dentro. Ella olvidó enclaustrar los sollozos que él le oía desde el corredor en brumas. Un cuarto de hora y mil pretextos después, Virginia le abrió la puerta. En vano se esforzaba en sonreir la mujer. La mezcla de miedo y furia que había estado estrujando contra las sabanas, se pintaba claramente en su semblante. No dijo nada. No preguntó nada. Removió con ternura insospechada la madeja de pelo rubio que el sudor pegaba a la frente de ella, y vió la inflamación, el círculo violaceo debajo del parpado derecho. Ahí comenzó a quedarse inconclusa la novela.


Navarro lo miró por encima de los platos con sobrantes de la cena; por encima de las conversaciones de los demás comensales, y le dijo "Estás equivocado, viejo. Virginia me dejó hace un siglo, ¿cómo es posible que no lo supieras?" Mira a Navarro distante, como si realmente, él, estuviera en otro lugar. La tarde se muere a pedazos y a desganas. "Todo muere", piensa, y ante sus ojos, hasta el emporcado trozo de calle que puede observar por encima de las mesas y de los hombros, parece morir tras los cristales, metiéndose cada vez más en una oscuridad compacta y cerrada. Navarro le ha dicho que ya no está de novio con Virginia, y se lo cree. Le basta mirarlo para creerle. Tan petimetre, tan hesitante, y tan que sabe él... ¡Claro, Virginia tenía que dejarlo! Pero ahora la voz de Navarro era un zumbido, molesto, pernicioso. Ahora la voz de Navarro estaba identificándose conel rencor que él mismo sentía, con el rencor que lo había llevado a buscarle en aquel restaurante. Con la voz de Navarro parece que ambos observan a Virginia. Las lágrimas de Virginia, la hematoma bajo el parpado. Sobre todo, con la voz de Navarro parecen apuñalar al dueño del nombre, que esa misma voz está a punto de hacer surgir, con acento de estilete. ¡Y la tierra cae secamente y a montones sobre una tapa de madera!


¡Restaba acordarlo, y lo acordaron! A lo peor, ahora, en algún momento del humo del cigarrillo que trepa por el haz de luz de la lámparita, dudó que Navarro tuviera agallas para efectuarlo. Él. Siempre tan formal y reservado, y tan dubitativo, y tan que sabe él. Siempre a la hora exacta para recoger a Virginia y llevarla al teatro. Lo dudó. Pero por vez primera, Navarro le había parecido un hombre cuando le dijo "Ocurrirá como lo hemos planeado. ¡Eso casi puedes escribirlo!" Y eso hacía precisamente. Lo escribía en la fecha y a la hora convenida, transformando y reduciendo la novela de Ramirez a un breve cuento.

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