martes, 4 de marzo de 2008

Caña Brava/Otto Oscar Milanese

Caña Brava/Otto Oscar Milanese


"Se acabó la caña,
se acabó el moler,
allá en Monte LLano’
se quemó un batey.
Voy a montar un molino
en la carretera,
pa’ moler mi caña
de veinte manera".

Ñico Lora/ Toño Abreu.

Cuentame un merengue.
Historias sugeridas del merengue.
Otto Oscar Milanese.

Merengue: Caña brava. (Homenaje a Ñico Lora, y Toño Abreu).


Consuelo divisó al hombre bajo el aguacero avanzando por la trocha, con el torso desnudo. El burro con los serones cargados de caña lo seguía mansamente.
- Güena taide, mujei_, saludó Diomedes, deteniéndose ante la desconchada puerta del bohío -, e’te temporai no tiene cara de que va acabai agora.
- ¡Anjá!- Exclamó la mujer -. Ansina mesmo parece; pero véngase pa’ acá adentro, que lo e’toy viendo to’ empapa’o y va cogé usté gripe.
Agora mesmo voa dí, mujei- dijo encaminándose con el burro a la parte trasera del bohío-. Na má déjeme desemparejai al burro y daile de comei.
Desde adentro salía a rafagas el aroma del café recién colado. Consuelo, con un descascarado jarro de asa, sacaba agua de una tinaja de barro colocada sobre una desmantelada mesita en un rincón de la terrosa sala del bohío. El hombre entró chorreando agua.
- ¡Virgen de Aitagracia - murmuró la mujer -, usté me va a enlodai to’ ei piso!- Tomó una silla de güano, y la reclinó contrala pared de tablas para sentarse en ella. Sin prestar atención, Diomedes entró al aposento, y regresó frotándose el cabello empapado con una descolorida toalla.
- ¡Jesú santísimo! - Exclamó Consuelo, mirando hacia la puerta abierta -.Usté no se ha fija’o como se ha pue’to ahí afuera, parece boca ‘e lobo. Mejoi será que le eche la aidaba a la pueita y que prendamos la jumeadora.
Encendió la mecha de la lámpara, y corrió a cerrar la puerta. Diomedes continuaba secándose el pelo, cuando su mujer le ofreció la humeante taza de café.
Tomó el platillo con la taza de café, y dijo:_ ¡Cónchole, Consuelo, yo creo que vamos de mai en peoi, po’que to’ ei mundo ta dijiendo que lo’ patrones quie’n quitai ei batey!
- ¡No ombe, Diomedes, ello’ no pue’n haceino’ una vaina así!
Vertió una porción del café en el platillo, y aguardó a que se enfriara-. Pero güeno, mujei, usté no ve que lo’ patrones pue’n hacei lo que quieran, que pa’ eso son lo’ jefe y tienen cuaito-. Sopló la aromática negrura del líquido antes de ingerirlo.
- ¿Pero cómo nos jaremos nojotros? Pa’ ‘onde vamo’ a dí nojotros, Diomedes?
Se abocó a la taza y sorbió con un chasquido el resto de café-. Nojotros, mujei, no vamos a dí pa’ parte. Po’que a e’te que usté ve aquí no lo saca naide de estas tierras.
Tras las últimas palabras del hombre, un golpe seco sonó en la puerta. Marido y mujer se miraron durante unos segundos.
- Eso tiene que habei si’o la lluvia -. Dijo la mujer, llenándose de un pavor inesperado. - No Consuelo, yo creo que tan llamando a la pueita.
Una, dos, tres veces más, el golpe se repitió idéntico. Consuelo, con el rostro acalorado por las llamas del fogón que había prendido en un rincón, comenzó a temblar._ No abra usté sin preguntai quien e’.
Diomedes se arrimó a la puerta: - ¿Quién e’?
- ¡Soy yo, Cayetano!_ Respondieron al otro lado de la puerta.
- ¡Virgen de Aitagracia, si e’ gente de lo’ patrones! - Dijo Diomedes,abriendo la puerta.
El furor del salvaje aguacero tropical, inundó los sentidos de Diomedes cuando abrió la puerta. La silueta de Cayetano estaba metida bajo la lluvia, en la oscuridad, detrás de ella, el cañaveral apenas se vislumbraba en la húmeda nocturnidad.
- Vengo de paite de los patrone’, Diomedes. Deben abandonai e’tas tierras antes de un mes -. Dijo Cayetano, la débil luz de la lámpara revelaba la serpenteante cicatríz ,desde el nacimiento del cuero cabelludo hasta el labio superior, que afeaba el rostro del hombre.
Diomedes se apoyaba en el marco de la puerta, y se rascaba detrás de la oreja. - ¿¡Ah caray, Cayetano, y po’que voa tenei yo que dirme de la tierra que me vio nacei, ombe?!
- Güeno, señoi, si usté no quiere dirse, eso e’ asunto suyo. Yo he cumpli’o con daile el reca’o que me encargó el patrón -. Dijo Cayetano, y se perdió bajo la lluvia, en la oscuridad.
Consuelo, pensativa, comenzó a soplar con un cartón las brasas del fogón. Diomedes tomó una vara de caña de un rincón y se plantó bajo el dintel de la puerta, frente a la lluvia, frente a la oscuridad, frente al cañaveral, y comenzó a pelar la caña con un cuchillo de monte. Durante varios segundos se escuchó la oscura caída del aguacero sobre la noche; el crepitar de las llamas del fogón, en donde la mujer salcochaba los rulos en una ennegrecida cacerola, y el seco golpe del cuchillo de monte cayendo con rabia sobre la nudosa corteza de la caña.
- ¡Mejoi nos laigamos - lloriqueó la mujer, dejando de soplar las brasas -, pa’ evitai de’gracias!
- Yo ya dije que no pienso dí pa’ ningún la’o -. Exclamó Diomedes, y mordió la caña.
Domingo a la mañana. Persistía la lluvia. Las trochas del cañaveral, completamente enlodadas estaban intransitables. Las viejas tablas húmedas desprendían un vaho de miseria, de sueños almacenados y podridos entre hileras de endijas que agredían callladamente al bohío. Diomedes, desdeñando los ruegos de Consuelo para que se quedara, marchó bajo la lluvia, tapándose la cabeza con un cartón, hacia la pulpería de don Tilín en Monte Llano.
- To’ei mundo va tenei que dirse -. Dijo Cayetano, en el momento en que Diomedes se detenía a la puerta de la pulpería, desenlodando la gastada zuela de sus zapatos con un palo. Tres hombres escuchaban a Cayetano, sentados sobre cajas de refrescos. Al lado de los hombres, en el piso de cemento, un frasco de ron Brugal a medio consumir.
- Güenos días, señoren -.Saludó Diomedes entrando a la pulpería.
- Muy güenos días, Diomedes -.Se apresuró a responder el pulpero detrás del mostrador de zinc-. ¿En qué pue’o servi’le?
Cayetano bebió de golpe la ración que contenía su vaso, avinagró la cara. La cicatríz de su rostro pareció cobrar vida como una siniestra serpiente. Con ademanes ebrios, tomó la botella de Brugal y comenzó a escancear ron en los vasos que le tendían sus compañeros.
- Y eso e’ to’, señores, los patrone’ piensan que la molienda ‘e caña ya no e’ un buen negocio.
- Deme media cajetilla de Montecarlo, y un mabí seybano -. Pidió Diomedes, apartando con una mano montoncitos de azúcar encima del mostrador.
- ¿ Pero, y que va a pasai con esa probe gente que to’a su vida la ha pasa’o en esos barracones, Cayetano? - Preguntó uno de los bebedores.
- ¡Concho, ta bien malo ei tiempo! - Exclamó don Tilín, dejando los cigarrillos y el mabí seybano sobre el mostrador, procurando distraer a Diomedes.
- Eso e’ problema de esa gente - dijo Cayetano con voz estropajosa -. Los patrone’ na’ ma’ quieren vei su tierra vacía pa’ vendeila.
- Esa tierra e’ de to’ nojotros - terció repentinamente Diomedes, luego de encender un Montecarlo y expeler la primera fumarada -. ¡Esa tierra e’ de to’ los que hemos naci’o en ella y la hemos trabaja’o, señoi!
El pulpero don Tilín se aclaró la garganta; los compañeros de Cayetano apuraron el trago de golpe.
- ¿Pero güeno, vale, y a usté quien le ha da’o vela en e’te entierro?
Diomedes estaba de pie, de espaldas al mostrador y con los codos encima de este -. An pue‘, señoi, yo si que pue’o hablai, po’que mi bohío ta en ei batey y po’que to’a mi vida no he hecho ma’ que sudai trabajando esa tierra.
El pulpero levantó una portezuela, y pasó desde atrás del mostrador hasta donde discutían los clientes -Ya ta güeno, señoren - terció don Tilín -, pa’ mi que e’tos no son temas pa’ tratailos acompañao con un frasco ‘e romo.
- Pue’, lo que e’ yo, no e’toy prendío na’ -. Protestó Cayetano-. ¡Yo sé muy bien lo que digo, carajo! Yo no e’toy ajuma’o, y to’ e’tos mugrosos van a tenei que dirse antes de un mes.
- ¡An pue’-, levantó la voz Diomedes -, yo no pienso dirme pa’ ningún la’o, señoi!
- ¡Pue’ antonces, vamo’ a sacailo a la fueiza, coño! - Gritó Cayetano, blandiendo amenazadoramente la botella de Brugal.
Diomedes asió por el gollete la botella de mabí que aún no había destapado -. Lo que e’ a mi naide me saca dei batei, manque tenga que molei la caña en la mesma carretera.
El pulpero se interpuso entre los dos hombres -. ¡Señoren caimense, que la violencia no arresueive na’!
- Mejoi será que se apaite usté don Tilin -. Dijo Cayetano, forcejeando con el pulpero, sus compañeros intentaban sujetarlo.
Se ciñó el cinturón con la vaina del machete. Abrió el ventanón que daba al patio, y olió el golpe de brisa arrojado por el cañaveral. El amanecer se poblaba de cantos de gallos. Un sol abrazador lamía los charcos dejados por la lluvia. El día estaba hecho de pastos húmedos y calor.
- Ei temporai ya teiminó -. Dijo.
Detrás de él, sentada a pretil de la cama colombina, Consuelo dijo:- ¡Ta güeno ya!- Su voz nacía preocupada -. Lo que le ocurrió a usté con ese tai Cayetano, e’ un aviso pa’ que nos vayamos.
- Mujei, yo voa seguí moliendo caña como si na’ Cayetano siempre ha si’o un hombre tranquilo. Pa’ mi que lo que taba era bien prendío -. Dijo Diomedes, abrochándose la raída camisa que tomó del espaldar de una silla.
- E’tuviera ajuma’o o no, la ve’da e’, que si don Tilín y los hombres que bebían con Cayetano no se meten, hoy e’tariamos lamentando una de’gracia en Monte Llano. Poi eso e’ quete digo que nos laiguemos de,aquí, ¡pa’ evitai Diomedes, pa’ evitai!
- ¡Pero güeno, mujei, e’ que usté se ha vueito loca!_ Dijo el hombre disponiéndose a salir -. ¿Qué e’ lo que tengo que evitai, dígame? ¡Yo e’toy viviendo tranquilo en mi tierra, trabajándola sin embromai a naide!
El carretón tirado por dos viejos bueyes lucía a medio llenar de varas de caña. El hombre a lomos de una yegua se aproximó a Diomedes.
- Muy güenos días, Alcaide - saludó Diomedes, quitándose el gastado sombrero de pana -. ¡Caramba, e’to si que e’ raro, veilo a usté por e’tos rumbos!
- Güenos días, Diomedes -. Devolvió el saludo el Alcalde de Monte Llano -. He veni’o ha tratá con usté una cue’tión que no me gu’ta na‘.
- ¡Ah,caray! - Exclamó Diomedes, secándose el sudor de la frente con una mano, y encasquetándose otra vez el viejo sombrero de pana -. ¡Ah, caray, Alcaide, yo como que me güelo lo que pue’a sei!
- ¡Antoce, no voa peidei má’ tiempo! ¡Tiene que dirse, Diomedes! Agarre su mula y su mujei, y váyase pa’ otro la’o.
Diomedes observó la carretera. Más que una ruta de hombres, parecía el cadáver de una culebra. ¡Nadie iba, nadie venia! Prefirió apartar la mirada del asfalto, buscando señales de aguaceros; pero sólo encontró un pedazo de cielo claro en donde un sol de trópico llegaba a su cénit.
- Alcaide - comenzó a decir con desgana - , agora usté también me viene con la mesma cantaleta.
- Vengo a deci’te má’, Diomedes. Créame que no me agrada, po’que le aprecio. ¡Los Diloné, los Aco’ta y los Martínez, cogieron sus cositas y se laigán ya! El batey ta desola’o, y usté no se da cuenta. Los aimacenes ya no tan abieitos. ¡Pero güeno, Diomedes, e’ que usté no quiere daise cuenta, agora se acabó ei molei, compay!
- Pue’a sei que usté tenga razón, Alcaide, yo no digo que no; pero e’ta e’ mi tierra, y de eso usté si que no quiere daise cuenta, Alcaide, manque usté mesmo me vió nacei aquí; manque usté mesmo me vió crecei poi to’as e’tas trochas, y como yo, usté sabe que bajo e’ta tierra e’tan toititos mis mueitos, ¡y no pienso dirme, Alcaide!
A lomos de la yegua, el Alcalde chupaba con avidez, procurando encender su cachimbo. Logró encenderlo
justamente cuando Diomedes acababa de hablar.
- Compay Diomedes no sea usté teico-, echó las palabras con humo del cachimbo por un extremo de los labios -, si no se laiga por las güenas, le van a echai la guaidia, y eso e’ lo que yo quiero evitai.
Consuelo rondaba todos los días por los barracones, y por los bohíos diseminados alrededor del batey, enterándose de las familias que a diario se marchaban.
- Ayer se jueron los Suárez y los Díaz -. Dijo, estregando la ropa con labola de jabón de cuaba, encima de la batea, al percatarse de que Diomedes salía al patio -. Hoy se van los Peña, los Espinoza y los Rodríguez. ¡Pronto na’ ma’ vamo’ a quedai nojotros en el batey!
-¡Yo voa mori’me moliendo caña, mujei! - Dijo Diomedes, con el torso desnudo. Tomó la descolorida camisa que se oreaba en la empalizada.
- An pue’, si e’ así, laiguémono’antonce pa’ ‘onde haiga caña - Enjabonaba la ropa -. Nos podemos di pa’ San Pedro ‘e Macorís, o pa’ La Romana, si usté quiere.
- ¡Anjá! - Exclamó Diomedes -, también podemos dirnos pa’ San Cristobal o pa’ Barahona; pero yo quiero quedaime ‘onde he naci’o
- ¡Ay, virgen de Aitagracia!- Gritó la mujer de repente, levantándose a prisa y derribando la batea.
- ¿Qué pasa, mujei?- Preguntó Diomedes, alarmado.
- ¡Virgen de Aitagracia!_ Repitió la mujer -. Vea usté mesmo el humo, el re’plandor...
Diomedes miró en la dirección que la mujer señalaba -. ¡Coño, si tan quemando ei cañaverai! - Gritó, echando a correr.
- ¿Pero pa’ ‘onde va usté?_ Gritó Consuelo, asustada -. No sea usté loco. Diomedes. Diomedes venga pa’ acá. ¡Ay, Dio’ mío proteja a ese imprudente! - Clamaba la mujer con ambas manos sobre la cabeza.
Sin escuchar las voces de su mujer, corría desesperado en dirección al incendio que avanzaba voraz, empujado por la brisa. "El fuego ta llegando al molino", pensaba Diomedes, oyendo su respiración agitada por la carrera, "agora si que to’ ha teimina’o, manque quizá se pue’a saivá cuaiquieicosa to’avía"!
En la carretera, afligida, aterrada, instintivamente huyendo en dirección al pueblo, Consuelo miraba angustiosamente el fuego que devoraba el cañaveral. El calor de las llamas le alteraba el rostro, la respiración. Diomedes se había perdido entre las trochas flanqueadas por ígneos matorrales. Tropezó y cayó de rodillas en la carretera, lacerándose las rodillas. No prestó atención al dolor a carne viva latiendo en sus piernas, escuchaba un galope, conversaciones, risas, y de pronto los vió: venían con las teas encendidas aún.
- Ahí tá la mujei de ese loco que no quiso dirse -. Dijo una voz desconocida para Consuelo. Pasaron frente a ella, y reconoció a Cayetano, la repulsiva cicatríz del rostro lo volvía inconfundible -. Agora que muela la caña aquí en la carretera -dijo Cayetano entre risas -. ¡Eso si que tá güeno, ombe, po’que la carretera no e’ de naide!



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