lunes, 10 de marzo de 2008

¡Gracias, Doñita!

¡Gracias, Doñita!/Otto Oscar Milanese

¡Gracias, Doñita!
Otto Oscar Milanese
Del Libro Inédito "Sobre Sueños Y Escrúpulos".

Nada extraordinario le había acontecido a doña Cándida en ochenta y seis años de levantarse puntualmente a las 5 de la mañana para colar café, hasta aquel amanecer del martes en que encontró a un desconocido en su cocina. No se intimidó, pero el desconocido lucía desconcertado con la súbita presencia de la mujer. "Ha debido ser la luz", pensó ella en el lapso justo que necesitó el hombre para reponerse de la sorpresa e intentar huir por la puerta que daba al patio, "debió quedar encandilado". Alcanzaba el marco de la puerta que él mismo descerrajó, cuando lo detuvo la voz de doña Cándida: ¿"Por qué tanta prisa? ¡No se vaya usted antes de que le cuele un cafecito"!


Afuera los objetos iban perdiendo poco a poco su aspecto irreal, anunciando la proximidad del sol.¿"Café"? Sonó aflautada la voz masculina, pausada por la honda respiración que causó el esfuerzo de cortar abruptamente la carrera. ¡"Sí hombre, café", se animó de pronto doña Cándida, " antes de que vuelva a cantar el gallo usted estará tomándolo". Él dio dos pasos hacia afuera, "No puede ser", pensó, "sólo busca dar tiempo a que los demás se levanten, para llamar a la policia". La mujer no advertía la indecisión del hombre. Antes de tomar la cafetera, comenzó a ordenar los objetos apilados en la mesa, "Le he dicho tantas veces a Javier que no me haga este desorden". El hombre palideció, le parecía imposible que ella no adivinara que esos objetos los había sacado él de sus correspondientes lugares; imposible creer que aún aquella señora no le preguntara que hacía él allí, a las cinco de la mañana en la cocina de su casa; pero más inverosimil le parecía que no se hubiese puesto a chillar como loca cuando lo encontró. "Pero sientese usted, hombre, que hace ahí parado todavía". Rompió sus pensamientos la voz de doña Cándida, y el ruido de la silla que arrastró sobre el piso para ofrecerle asiento. Pensó que deliberadamente producía ruido deseando despertar a los demás.


Temeroso aún "porque un poco de café caliente le caería bien al estómago", aceptó sentarse, "porque además, ¿yo que he de temer de una anciana que cuela café a las cinco de la mañana"? Ella terminó de trajinar con los objetos acumulados sobre la mesa, y puso la cafetera; en pocos minutos el olor del café anegaba la estancia. "Luego del café", dijo doña Cándida, "y siempre se lo he dicho a Javier, conviene un buen desyuno; pero javielito es terco, y casi nunca acostumbra a desayunar, creo que para mortifircarme nada más. Si usted lo espera, en media hora le sirvo el desayuno". Ya vertía el aromático líquido en una taza y se la tendía al hombre. "Es lo que pienso", se dijo el hombre tomando la taza de café, "quiere dar tiempo a que el tal Javier se levante. Debo estar preparado para huir en cualquier momento".


"Hoy hará calor", dijo ella abriendo el refrigerador, "aún no sale el sol, y ya me ve usted sudando", puso tres huevos sobre la mesa. El hombre se apuraba en consumir su café. ¿"Tiene usted hijos"? Se aprestaba a respónderle, pero ella no le daba tiempo. "Que bueno que tenga hijos, porque no hay nada más horrible que una vejez solitaria. Quizás le interese una ropita que ya no le sirve a Javielito, ahora mismo se la busco". Se levantó de golpe cuando la vio caminar rumbo a los aposentos, ¡"Va a despertar al tal Javier", se dijo; pero al cabo de unos instantes la vio regresar sola y con una bolsa de ropa en las manos. Ella le tendió la bolsa, "Tenga, creo que las camnisas y los pantalones le servirán a usted". Al tomar la bolsa vio por primera vez sus ojos. Se estremeció. Ela fingía muy bien, o en el fondo de esos ojos grises no existía el más leve asomo indicando que tuviera conciencia sobre el por qué de su presencia en la casa. "Gracias, doñita", logró pronunciar, y se asombró del temblor de su voz.


De espaldas a él, calentaba aceite para freir los huevos. ¿"Cómo me da la espalda"?, pensó él mirándola, "o es más inocente que un niño o ya está muy pasada; pero no tiene miedo, no lo ha sentido desde que me vio aquí". Partío el primer huevo contra el borden de la sarten,. y lo echó sobre el aceite hirviendo. "Javielito se la pasa trayéndome cuantas chucherías se le antoja", dijo ella de espaldas al hombre, y volteando el huevo, "creo que lo hace para oirme pelear. Ayer me trajo un radio". El hombre la miraba escurrir el primer huevo. ¿"Y yo para qué quiero radio? No me gustan esas bachatas que ponen las emisoras. ¡Cuando en mi tiempo, señor, iba usted a escuchar semejante música en una emisora decente! Pero ahí está el radio, Javielito lo trajo, y ahí se quedará tirado,porque sólo uso la radio para oir los juegos del Licey, y no estamos en tiempo de pelota". Partío el segundo huevo de la misma manera y lo vertió sobre el aceite. "Debería usted llevarselo, sí, señor, mejor que se lo lleve, si me aguarda usted se lo traigo ahora mismo". Intentó protestar, pero ella ya había dejado el huevo friendose solo y se dirigía a las habitaciones.


Un pedazo de claridad rojiza entraba por la puerta, cuando la mujer regresó con el radio en las manos. ¡"Se me quema el huevo"! Gritó, dejando el radio entre las piernas del hombre. "Espero que le gusten los huevos tostados", dijo, virándolo sobre el aceite, porque Javielito ni los mira si no tienen la yema blandita". El hombre comenzó a tamborilear nerviosamente sobre la superficie lisa del radio. "No se me desespere usted", dijo ella, siempre de espaldas a él, sacando trozos de rulos del caldero, "ya mismo le sirvo el desayuno". La vio venir con el humeante desayuno, dejar frente a él el plato. "Coma usted, hombre, que es bueno alimentarse desde bien temprano, y no andar como Javielito con el estomago vacío". Probó el primer bocado de rulo con huevo frito; ella no lo miraba, se ocupaba de lavar los utensilios usados. "Hace un mes me trajo una TV", levantó la voz por encima del golpe de agua del grifo, ¿"se da cuenta usted? ¡Que puede hacer una vieja cegata con una TV. Ahí está arrinconada, ni siquiera la enciendo. Si usted puede cargarla, le agradeceré que se la lleve, porque sólo me sirve para tropezar con ella a cada rato". Se volvió para decirle que Javier podía ayudarlo a cargar la TV; pero encontró la silla vacía, sobre la mesa el plato con los restos fríos del desayuno, y el radio. Encima del radio vio la servilleta escrita, la tomó, se aproximó a la puerta para leer, acercándose mucho la servilleta a los ojos. ¡"Gracias, doñita"!, leyó. Estrujó la servilleta y la arrojó al cesto de la basura. ¡"Qué gente", exclamó apagando el fuego de la estufa, "siempre con prisa, ni siquiera desayunó bien"!

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