martes, 4 de marzo de 2008

Tres Gotas De MisericordiaOtto Oscar Milanese

Tres Gotas De MisericordiaOtto Oscar Milanese


Tres Gotas De Misericordia/Otto Oscar Milanese

Azua de Compostela- New York, 1985.



¡A él! ¡Sólo podemos culparlo a él! Habríamos preferido en aquella mañana verlo llegar silbando bajo la lluvia. Pero llegó con él una oleada de pesimismo que nos sobrecogió hasta reducirnos a despatarradas muñecas de trapo en el dintel de la puerta. Habríamos querido verlo insignificante y solícito, dejar los tarros de leche a la entrada, y marcharse sobrenadado de silencios, como todo repartidor de la compañía. ¡Pero no fue así!


Desde el primer día vino cabizbajo. Siempre lo veríamos con el alicaído caminar de su diaria hipocondría. Al mirarlo tirarse del camión, discutimos si se trataba de otro lechero. Convinimos que ahora nos lucía más pálido y espigado. No, no era el mismo hombre; y nuestros días con él, buscaron y pisaron la rabiza de un tardío sentido, de una significación que no tenían anteriormente.


No nos entregaremos a la resignación de un arrepentimiento. Refociladas aceptamos su irrupción súbita en nuestra célibe monotonía. Nos hartaba captar trozos de vidas ajenas a través de un sombrío ventanón. Despertar religiosamente a las seis de la mañana; rociar el jardincillo, alimentar las palomas y detectar riñendo el rincón de donde provenía el hedor de la cacá de los gatos. No lamentamos haber conocido a Rafael. Nos hizo vivir a los ochenta años: Todas las mañanas nos levantó un deseo indagatorio; una mortificada ansiedad por conocer las nuevas calamidades, quejumbradas por la boca del repartidor. Aguardamos, caminadas de impaciencias, verlo asomarse, el rostro avejentado y virueloso, y quejarse de la miserable comisión devengada_como cuando lo vimos por primera vez; denegando pasar al salón un momento, pretextando la necesidad de aparecerse con la prisa para cumplir a tiempo sus obligaciones. Aquel día nos levantamos tempranísimo por él. Nos prometió, finalmente accedió, pasar a casa, y aguardabamos.


Usted también tendrá su día malo. Estoy convencida. Su desastroso día dilatado y poblado de ocurrencias, pequeños contratiempos irritantes. Todo podríainiciarse como me aconteció hoy: El reloj despertador no dejó oir su metálico grito a la hora acostumbrada, y una se lanza desde el sueño toda nerviosa y con premura para no llegar tarde a la escuela. En cualquier otro instante das con el vestuario elegido; ahí, pulcro, emperchado, a golpe de vista en el ropero. En cualquier otro momento no resbala de las manos el cartucho dentífrico ni olvidas la toalla ni te golpeas con la otomana o la esquina de la mesa. En cualquier otro momento... Si arde la prisa en tus movimientos; todo te detiene, los objetos rezuman vida: escurriéndose de las manos, huyendo de la vista o plantándose frente a una.


El espejo del baño suele tirarnos a la vista un tibio rostro consumido de sueño... Entonces recuerdas. "¡Loca!" Enarcas las cejas y arropas la frente con la mano libre. "¡Tanta prontitud para nada! Es sábado, no habrá docencia". Y una se asusta de su cara, extraña ya de tanto verla reflejada en mil despertares, enfermiza y soñolienta como un vagazo de la noche recién vivida. Un borrón de facciones opacando la desolada superficie vidriada. El sobresalto cede, se flexibiliza; perdura en el espejo una delgada sonrisa bañada de sádica soledad.


Apoltronada en el sofá_¡ah, si pudiera!_me sentiría enormemente dichosa. Sí, dichosa; dejas discurrir las soporíferas horas del sábado. Te levantas sólo a cambiar el disco o a reponer en el vaso la porción de brandy. Pero, ¡ni soñarlo!, las hermanas Villalba, las infatigables hermanas Villalba, aguardan mi visita. Y más vale no faltarles; luego no perdonan, no olvidan y reservan y sirven el desquite presentándose cuando menos las esperas. Tania, sobre todo Tania, exacerba los sentidos con su sordera progresiva y sus sermones de maestra jubilada. Graznan como cuervos y como cuervos, las muy harpías, caen sobre usted. A ver: ¿Qué le importa a una su nuevo lechero? Su "muy infeliz y muy simpático lechero", según Tania.


La mañana del viernes latía bella. ¡Hermosa! Y se difuminó toda, como volutas de humo. Repentinamente, igualada a un debilitado soplido de contra-aliento,la frescura matinal muere y te hallas ovillada por la inapetencia entre las serias paredes de una sucursal bancaria. Nadie_me ocurre_te creerá si dices "me desagradan los bancos". La espera dentro de filas inavanzables; el fastidio burocrático de ademanes y palabras en los empleados, además,_¡vaya suerte!_ coincides siempre con las encantadoras y mortificantes hermanas Villalba.

Aquella mañana perfilábase como promesa de hermosura contrastada con la noche de perros acabada de sufrir. Todo fue tornándose insoportable: A la inquietud suscitada por la visita del lechero se sumaron zumbidos de zancudos, maullidos de mininos y nuestro incómodo y constipado roncar. Nos turnamos para, rechiflando, tirarnos de la cama y acallar mimosamente a los gatos. Sirvió todo de infernal aderezo al insomnio que nos arrojó de los cobertores con el difónico canto de los gallos, cautivo en una tímida vanguardia de purpúrea claridad.


Teníamos los rostros comidos por la zozobra. Las impaciencias, todas, citáronse en nuestros ojos enfebrecidos de vigilia. Apenas eran las 6:00 A.M..., y él no aparecería, desgarbado y pensativo, hasta las 8:00 A.M. Ansiábamos el acaecimiento de algún imprevisto..., que una de tantas contrariedades siempre padecidas por ese infeliz hombre lo decidiera a repartir la leche mas temprano; pero, el condenado, pecaba de puntualísimo. Llegó a las 8:00 A.M. ¡Qué fastidio, a las ocho! La hora de verlo todos los días, desde aquella primera mañana.


Es tu cara emergida como de algún dulzón letargo a punto de romperse, al reconecer tus ademanes pecadores de negligencia. Tus ojos, hartos de velar pesadillas, miran apagadamente los autos de la vía contraria. A tus costados huyen edificios y perros, neones y gentes... Reduces en todas las intersecciones frente a la luz roja que momentáneamente mancha tus pupilas. Y una se queda golpeando, abrumada de inconsciencia impaciente, el volante, hasta que los claxons de los autos traseros gimen paso. Respinga, toma aliento, y usted termina por reconocerse, acelera suavemente; las ventanillas cerradas, los botones aseguradores hundidos; el cinturón paseándose bajo un seno, perdiéndose por una axila. ¡Ya! Desde el exterior serás una impasible cara bonita y aburguesada; una retocada cabellera coqueta. Mientras, el camino comienza a reconocerte; a surgir abruptamente de su indolente encadenamiento a las huellas, a los basurales, a las voces: a la vida.


Supongo que nos pasa a todos. Repentinamente te has puesto en marcha hacia donde no quisieras ir... Y cómo se revelan, súbitamente, edificios y personas frente a una; de igual modo afloran esas estupideces, fugaces e imposibles de retener, esos absurdos de no querer llegar nunca, de ansiar que el trayecto se vuelva interminable. Pero las bocacalles recuerdan la cercanía de tu destino, o algún restaurante o una rotonda o alguna casa comercial. Siempre reconocerás algo identificando la mortificación de tus horas próximas. Hasta que tu piececito se hunde en los frenos, tus manos suben el seguro y te ves abandonando el coche. Estoy frente a la casa de las Villalba.

Aquel sábado en la noche, reumáticamente nos las arreglábamos para adecentar la casa. Hubo que desterrar el mórbido hedor a cacá de gatos en todos los entrantes de la sala. A punto estuvimos de abandonar las labores y entregarnos a la pueril soledad de penumbras murmuradas por el desespero. No sonaba el teléfono. No acudía la voz cascada y premurosa de Alejandra confirmándonos su visita. Nos miramos y la reanimación brotó de la débil electrificación de dos miradas miopes encontradas. Retomamos el trajín, revigorizadas. Ella vendría, era menester que ubicáramos todo en sitio; pero sobre todo debimos eliminar cualquier huella pestilencial de mininos. Ignoramos desde cuándo padece esa alergia gatuna. Cada vez que iba, y a nuestra edad, sufríamos tantísimo pasando y repasando la aspiradora y revisando minuciosamente la sala, donde no debía quedar uno sólo de los pelos de los mauras. Y sufrían ellos también. Entre maullidos y zarpazos los confinábamos en el ropero del antiguo aposento para huéspedes. Muchas veces acordamos no recibirla, por nosotras y por ellos. Además, ya nos resultaban fatigosos de soportar aquellos aleteos de narices, inquiriendo y dudando de la higiene de nuestro hogar. Y aquellos relampagueantes vistazos semicirculares, y el simulacro de impaciencia mal disimulada; mientras en realidad se complacía en oírnos y fumar en silencio con el principio de aquel lenguaje que vendrá a su boca como un gemido de hembra claudicante. En realidad, la veíamos inmiscuirse en nuestro presente desolado para ser desde entonces lo que sería dentro de diez, quince o veinte años: Una solterona relegada al pánico de una vejez parasitaria.


Oprimo el timbre y pienso "Aquí estoy, ungida para el sacrificio, sin desearlo, aquí estoy". Como usted y cualquiera otra haría: comer sin apetito, beber sin sed o fumar sin deseos o tararear la detestable canción que se ha escuchado por la radio. (Aún no abren, es preciso pulsar cinco veces el timbre. Están réquete sordas de vejez). Creo que sospechan el desagrado: es verdad, sus caras reflejan una insufrible monotonía. Y nace el virtual rechazo a sus temas de mi aquiescencia lacónica, de mi receptividad impermeable. Entonces, todo un mundo translúcido y gelatinoso evoluciona en mi vientre, y sus ojos ríen de años, de arrugas, de menopáusicos aislamientos al sorprender el reflujo irreprimible de mis arcadas.


-Tania, te advertí que asearas la casa.


-Está toda limpia. Yo misma me cercioré, no encontrará huellas de gatos, señorita Alejandra.


-Así es, señorita Alejandra, no vaya usted a vomitársenos por capricho.


Y timbro y timbro degustando el sadismo desbordado por la puntera del índice. Ellas están conscientes de arrastrarme; me magnetiza el cómodo aburrimiento vegetal de sus existencias.


Así como un manotazo de subrepticio azar, cualquier día(este día) te ves frente a sus anilladas arrugas, y la desesperada noche rauda que sobrevuelan tus sentidos, grita que existes dentro de la tediosa esfera de un día repetido. Imágenes de la película de otras horas: el taxi tomado en la misma esquina. La señora que baja renqueando angustiosamente cuando subes las escaleras. El impaciente gesto de ayer al luchar con la cerradura del apartamento... Estoy girando en la órbita de la vida ya alentada. La boca, las manos, las pisadas están congestionadas de pasados, de sucesos similares a los que forjan este hoy. Los buenos días, constreñidos y resecos para el super del building, a pleno suelo arrojados. Esos desidiosos recuerdos donde te ves acorralada cuando despiertas a mitad de los silenciosos muslos negros de la noche, cuando friegas o miras una cara. Detesto las gavetas, los armarios. Todos los días están hechos de retazos de otros días. Esas nerviosas manos rápidas apartando panties y brassieres, medias y pyjamas, podrían dar con la olvidada tarjeta para un San Valentín o con tu rostro de antes llorando de abandono, consumiéndose sin vejez en una obligada sonrisilla para cámara fotográfica. Hoy di con su preferido muñeco de peluche. Se electrizaron mis dedos, quedé agarrotada. Basta un segundo para introducir treinta y cinco años de animadversión. Treinta y cinco solitarios años tratando de inventar el olvido. De pronto conozco que no la olvido ni perdono. Por eso estoy aquí pulsando el timbre. Las Villalba marean a una; hablan, hablan y tú alelada, vana, estupefacta, asombrada. Pero ¿asombrada de qué? De nada. Es lo que me gusta,de nada. Estúpidamente las oyes perorar, y cabeceas asintiendo. Sólo puedes hacer eso, las pobres, no te dejan hablar... Es lo que requiero: Aturdirme de incoherencias octagenarias.


Y vino y metimos a los gatos en la última habitación. Y movió su nariz de mujerzuela fumadora, y en abanico melindrosamente_la muy descarada_nos revisaron toda la estancia sus ojitos de hurón. Y hubo el beso afectado. Y nuestra salud fue adquisición en el carmín de sus labios. Y nosotras "Muy bien, señorita Alejandra, muy bien". Y ella "Me siento atolondrada por la proximidad de las pruebas. Ustedes saben... Preparación de los exámenes, promediar aplicaciones... Siempre ando deprimida para esta fecha. ¿Les ocurría a ustedes? Y nosotras que sí, "claro que nos pasaba". Sonreíamos. Nos hacíamos copartícipes de su apurada angustia magisterial "¡Ay, que pesar, niña", le rodeabamos los hombros de arrugas y dedos artríticos,"haberle dejado a usted el ingrato placer de la docencia!" Y ahí mismo se nos echó a temblar de lloros; diciéndonos sentirse demasiado desdichada en esa soledad que aterrorizaba los atisbos de tranquilidad donde aún podía hurgar como una perrita en calor. Y lagrimones y pañuelitos y timbres de nariz constipada. Teatro, creíamos, sólo teatro con esa redondeada carita y aquellos alcohólicos ojitos y la voz de frustrada diva de Broadway. Nos miramos y decidimos girar de tema. Vaciar la atmósfera de secundarias, escolares y exámenes. Hablamos de nuestro lechero. Desde que lo conocemos sólo hablamos de él... Se nos hace agua la boca por hablar... "Y sepa usted, señorita Alejandra, que no es la única sufrida en este mundo. Tenemos un lechero que con el tarro de leche, nos deja una queja todas las mañanas. Y el pobre hombre se nos antoja tan resignado, tan dejado a que la vida lo baile, señorita. Nos dice que Olga, su mujer, lo abandonó, y figurese usted, es capaz de sonreír. No mas pone los pies a nuestro umbral y nos murmura que a Rubencito lo ha encamado la difteria y la pasta no le da para medicinas.


¡Una sabe! Algo lo dice, lo avisa, lo anticipa. ¡Olga! Ya imaginaba. El osito de peluche tropezando con mis dedos a la mañana de hoy. ¡Olga! Un odio de cuatro letras es demasiado corto, y de tanto callarlo; de tanto prohibirtelo en los tarjeteros telefónicos, en las divagaciones, en los sueños; estalla sonoro e inaguantable. La boca no se mancha de ira; una extraña laxitud, temblorosamente como una lengua de reptil adormece los sentidos. Sólo hay paz. Un sabor dulzón, seco, rejuvenecedor. ¡Olga y el lechero Rafael! Todo te ofusca, te traiciona. La vida comienza a desatarse por el centro obviando los extremos. Parqueas el auto, prefieres el subway, como antiguamente... Ahí estás: Union Street. Calada de celos y fríos hasta la coronilla del armazón de la adolescencia.


Y aquella noche se nos marchó enloquecida. "¿¡Olga, Rafael¡?", musitaba, los ojos inyectados de una despiadada incredulidad.


Luego Atlantic Avenue, y la existencia quemada en otros días comienza a levantar cenizas. La reseca lengua arde sobre las frías pavesas adheridas a los labios. Arribas al Universo de muñecas rotas, de apartamento emporcado y de roedores nocturnos que cercan tu lecho de miedo. Allí la divisas enferma de fragilidad, envuelta en una sonrisilla de terca resolución. Y sus gritos a media noche; las repetidas pesadillas de cobertores forrados de millones de cucarachas.
Y nos dejó estupefactas, viéndola correr a la puerta después de quemarse los dedos apagando nerviosamente el cigarrillo.


Bergen Street. Otra vez su enfermizo aislamiento, su carita mohína o su empeño silencioso. ¡Olga! ¡Olga! La pequeña, la quebrantadita; la del lloro agudo y continuo hasta robarme los muñecos o la compañía de mamá. Al siguiente día llamamos y no respondió al teléfono. Nos mantenía preocupadísimas por su exacerbada partida de la otra noche.


Grand Army Plaza. Sus miradas satisfactorias, su íntimo regodeo cuando sus artilugios provocaban las neuróticas azotainas que papá me regalaba. Eastern Parkway. Rafael: Un nombre de amante después transformado en el paladar de la juventud, en un vertedero de nostalgias. Franklyn Avenue. Las disputas a la salida de la escuela, los furtivos y candorosos primeros besos; los ojos de Olga, metálicos, helados, como dos espías detrás de la ventana.


Ese día, nosotras decidimos concluir los sufrimientos del lechero. Se nos había venido llorando el hambre de sus vástagos, y la empeorada salud de Rubencito. El mismo lo pronunció "Soy el hombre más sufrido del planeta", nos dijo.


Nostrand Avenue. Todo sabía a nuevo, a poco vivido: el mundo olía a inicios. Y allí, la envidia de Olga, las bofetadas de mamá "¿Cómo tachas a la niña de envidiosa?" La boca amarga de sangre. "¿Entonces, lo del noviecito es cierto?"


Insistimos llamándola. El teléfono timbraba y timbraba; pero no hubo caso. Comenzamos por hojear los diarios, buscando los partes policiales de los accidentes de tránsito.


Kingston Avenue. Estás cercana a la parte oscura de tu vida. La que cierras cada vez que posas los pies en la alfombra al levantarte. Y ya no tienes miedo, el odio se ha esfumado, el rencor no se mete con una de retorno a los momentos, a las situaciones. Utica Avenue. Final del viaje. La santurrona, la sonriente mosquita dócil, cargó una noche con la pobre, pero intachable(hasta esa hora) dignidad familiar, y con el novio de la hermana, marchándose bajo las sombras develadoras, al siguiente día, de la patética y risible vergüenza de mamá.


Nos sosegó saber que no se había accidentado al salir de nuestro hogar. Aguardamos hasta lanoche para intentar comunicarnos con ella. Lo habíamos decidido, la suerte del lechero dependía de su parecer...


Mirarlos, ni siquiera significó un golpe brusco remitiéndome al ayer. Parecían otros con nuevas caras viejas y otras amarguras. Mucha vida de abandonos venteaban sus pupilas. Nos estudiamos como extraños. Olga, como siempre, reaccionó tardíamente ofreciéndome asiento.


-Vienes por lo de las viejas-sonreía y quejábase a medias, Rafael.


-Sí. Por lo de las viejas-, remedó Olga carcajeándose.


Los sentía aquí, en el centro del estómago, iniciados apenas como un vacío, una serenidad mareante que ibase anudando a si misma, graduando mi asco en arcadas impetuosas. La voz de Rafael, la adamada voz de Rafael sugiriendo finalizar el teatro de las quejas:


-Olga está convencida de que esas fulanas son ricas. Piensa que pasan hambre para ahorrar todo el sueldo de la jubilación.


A veces te da por creer que toda una vida puede amontonarse en un miserable apartamento de Crown Heigts. Todo cuanto has realizado camina por aquellas sucias paredes; las rutinas, decisiones, intimidades. Todo conjugado con el penoso aire que logras respirar.


-En esa casa sólo hay mierda de gatos. Mierda de gatos en todos los rincones; y esta ilusa pensando en lástimas, en testamentos y en la eventual muerte de las viejas.


Sin duda eran ellos. Amándose durante años en la infesta soledad de sus ambiciones. Barajando el cariño y las disputas, desconectados de toda realidad ajena a las suyas. Aún existían, podían olfatearse las elucubraciones siniestras de la Olga de Berkerley Street. La voluntariosa Olga, dispuesta a tocar, a palpar las más etéreas y sumarias de las ilusiones. La huidiza Olga de negro que asistió a los funerales de papá, retirada de todos, sofocada en una altivez impertérrita y conmovedora. Y él: fofo, hueco. Irresoluto, perdido entre el montón de sus diarias avalanchas de protestas débiles. Así su amor flaco de caricias, de momentos nacidos para no recordarse, para no llegar a constituirse ni siquiera en eso: momentos. Sólo un presentimiento de vida que surge y se atrapa y se vive. Luego, el vacío de haberlo agotado, la viscosa salivación de la imposibilidad de racionarlo. Así su amor... Pero amor al fin.


-Laméntate, hombre, laméntate. Lastimale el corazón a las viejas y nos harán sus herederos.


Basura. Esta porquería de aliento mojando las sábanas, la cómoda, el velador y los amaneceres de reproches y convencimientos; de reclamos, explicaciones y asentimientos.


-Y mañana pones esa cara de culo de cerdo, muy apesadumbrada, y les dices que la plata no alcanza para mandar a los muchachos a la escuela.


La mano quemada por los deseos, cerrando puertas, descalzando pies descuidados o interrumpiendo la luz de la bombilla.


-Pero invéntalas, hombre, invéntalas. Diles lo que se te ocurra.


Los dedos rozando el vestido historiado de oficios y cotidianidad.


-No requiere pensar mucho. Diles que Rubencito se enfermó.


La dura torpeza de sus callos desvistiéndola.

-Que no sabes de dónde sacarás dinero para las medicinas.


La húmeda boca de callar o protestar acudiendo al beso.


-O que la mujer se te fue con otro.


¡Basura!


Desperté viviendo los efectos de un sueño ininterrumpido y apacible. Me siento rejuvenecida y con voluntad para enfrentar los exámenes. Anoche las Villalba llamaron consultándome una luminosa idea para mejorar la cada vez más triste situación de su simpático lechero. Les di mi visto bueno. Ahora las calles me ofrecen una sensación de libertad y de alivio. Las Villalba, roñosas como de costumbre, disputarán sobre la porción que emplearán. tres gotas en el café serán suficientes para concluir con las amarguras del hombre más sufrido del planeta.

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