martes, 4 de marzo de 2008

¡Que No Venga El Cura!/Otto Oscar Milanese

¡Que No Venga El Cura!/Otto Oscar Milanese


¡Que No Venga El Cura/Otto Oscar Milanese/Del Libro Inédito "Azua: Sisal Y Sangre".

Al Padre Eduardo McCarthy, y al Padre José McDonald
por su firme, y permanente defensa
de los prisioneros del Sisal de Azua.


Lo encontré a mitad de la habitación en postura supina, como si de soslayo buscara imaginarias telarañas en el cielo raso. ¡Pegué el grito! Tales hallazgos ponen a vociferar al corazón. Y corrieron los parientes. Y llegaron los vecinos. Jamás supuse que en la casa cupiera todo el pueblo. En casos parecidos, las casas suelen ensancharse, o la imaginación tiende a tergiversar ínfimos detalles, porque, claro, toda la gente no acudió al mismo tiempo, sino que entraban por una, y salían por la otra puerta. Ante mi dolor de hiel sorpresiva, todo el pueblo estaba presente, menos el Cura. Presentía que él no vendría, a pesar de mandarlo a buscar entre ruegos e hipos de lágrimas punzantes.

Comentaron los vecinos, que él dijo no rezaría por quien se mostró irreverente con su vida, y casi se alegra mi dolor de que no se presentara, porque quien sabe si me lo insultaba entre una frase cristiana y otra. Además, casi estoy convencida, de que superfluas son las piadosas frases, y promesas que hasta el mismo Cura ignora si se cumplirán. Lo real es que lo vi de costado sobre el frío del piso, y repentinamente, rocé los bordes de una lancinante locura que me impide apartar los ojos dilatados de su cuerpo. Desde pequeño lo he visto tan vivo, que es casi imposible verlo como ahora, me llena los ojos su estático rostro cerúleo. Mandé a instalar una mecedora frente a su cabecera, y me he sentado con todo el sufrimiento mirándolo; con todoel coraje matándome más que a él... Y el Cura dijo que no vendría. ¡Que no venga! Nada existe para perdonarle en muerte, a quien vivió sin ofender. Por eso lo vestí con su uniforme de gala, y con pulso firme le prendí en la guerrera sus medallas, para enrostrarle mudamente a todo el mundo, que las obtuvo a lo derecho, sin delatar, ni mandar a cerrar bocas congolpes de eternidad. Ahora que se inicie el prolongado desfile de condolencias; que ensayen las ridículas afectaciones, que acentúen la voz con un dolor que ni siquiera les roza. Con asombrosa teatralidad querrán recordarme que era bueno, ahora que lo miran con esa seriedad de cara al techo. La verdad es que no merecía este temprano momento de nada absoluta, de vacuo rendimiento... Y el Cura dijo que no vendría porque él se excomulgó a si mismo, que no traspondrá el umbral de esa puerta por donde hoy pasa todo el pueblo, por esa puerta que habrá de cerrarse empujada por el dolor de mi luto.


A ratos me sobresalto, y creo verlo llegar, luego del chirrido de los frenos del jeep, después de asentarse la polvareda. Se apersona veloz, violento, iracundo, con voz que llena todos los entrantes de la casa. "El Curita de mierda", me dijo, "traerá problemas con sus sermones". Escucho su arrítmica respiración brusca, y me persigno. ¡"No blasfemes, hijo"! Se me van las memorias de golpe al mirarlo ahí tendido, se me torna tan remotamente imposible imaginarlo sin voz; mirar sus ojos vencidos, permitiendo la realidad de una inacabable noche. Se me ha de notar que me quedo absorta contemplando sus parpados, y cualquier mano cae sobre mis hombros, y cualquier voz llega a mis oídos:”Le sentará peor mirarlo tanto, señora. Venga a descansar un poco a la otra recámara". No lo deseo. No me siento fatigada de verle. Únicamente estoy dolida por observarlo infinitamente quieto. Y el Cura dijo que no pisaría esta casa, mientras lo tuviéramos en ella. ¡Que no venga!


Cuatro domingos atrás, con el peso de su impaciencia sobre esta mecedora, me aguardó. ¿"Regresas de darle el diezmo al Cura"? Preguntó con sorna mal disimulada, al verme de negro y con mantilla. ¿"Por qué es tan oscuro el rencor de tu voz? Deberías asistir a la iglesia, hijo". Arrojó sobre la mesa un telegrama con membrete gubernamental. "Tanta mierda ha hablado el Cura sobre el Sisal, que tendré que visitarlo, mamá".


Queda en paz con las plegarias de las vecinas, y con la angustia que me ata a esta mecedora. Pagado está con la presencia de todos, y con esa guardia de honor que le montan. Y con esos estampidos de salva que me anunciaran que se lo llevan. ¡Que no venga el Cura! Sus palabras me infundirían poco ánimo. Su estirada presencia horizontal abarca todo el salón, como un día lo dominara su vozarrón imperativo: "El Jefe lo sabe, el Cura no deja de hablar del Sisal". Con marcial lentitud se encasquetaba el quepis. "No vayas a cometer una atrocidad, hijo". De pie, erguido, apuraba el último sorbo de café. "Sólo quiero advertirle que modere el tono de sus mensajes, que se olvide del Sisal".


Cuando pude acostumbrarme al arañazo de estupor, al desgarramiento que persiste en mis vísceras, y luego de que yo misma lo vistiera y lo reclinara en la misma cama donde lo parí, mandé a buscar al Padre. Dijo que no, que no vendría. Y no lo creí, o se me olvidó. Es tan fácil no creer nada,mirándolo a él, ausente desde su sueño, y vuelvo a pasar la vergüenza, pidiéndoles otra vez a las vecinas que busquen al Cura. Ellas se miran entre si, y evaden tropezar con mis ojos. Yo me vuelvo hacia él, hacia su inamovible realidad; hacia él, con mi silencio hermano de su voz truncada. Prefiero no hablar mi dolor, y evitar ridículos dislates. Reparo en el caso omiso que le ponen a mis ruegos de que traigan al Cura. Las mujeres murmuran quedo y contra el piso, mientras crece el murmullo de voces rezadoras entre el olor del jengibre y del café. El Cura no vendrá. Eso es lo que dicen las mujeres que él ha dicho. Recaigo en una farragosa somnolencia que devela corteses acentos autoritarios. "Padre", le dijo, y en su entonación amable existía furia mordida, contenida, "no vaya usted a crearme problemas. Hasta la Casa de Gobierno llegan los rumores de sus criticas al Sisal". A lo mejor desearía que se me quedara solo a mitad del salón, y entre el chisporroteo de los cirios; pero ha venido el pueblo. Murió como un hombre, y de tal forma se le enterrará, y cristianamente, aunque no venga el Cura. Si, mejor que no viniera, porque me lo insultaba, y no sé si lo soportaría. "No he de callar,capitán", le respondió el Cura, "mientras en el Sisal se inmola a infelices que no han cometido ningún delito".

Retirabael almuerzo frío de la mesa. Irrefutablemente algo no marchaba. Lo intuía. Imaginaba que no lograba pegar los ojos, y temprano, antes de verlo salir rumbo al cuartel, el abotargamiento de sus parpados conferíame la razón. "Recibí orden de callar al Cura, madre". Me lo dijo abrochándose el cinto de la pistola reglamentaria. ¡"Jesús, no! ¿Lo harás, hijo?" Su silencio fue más espeso que el silencio que ahora posee. ¿Y sí decidiera hacerlo qué, madre, se le derrumbaría encima todo el mundo? Ya estaba en el comedor, soplando la humeante taza de café. "Soy tan cristiano como usted; pero también soy militar, y he recibido una orden". Había caminado hasta el umbral de la puerta de salida, desencarnado, libido, irresoluto, con todo el trasnoche divagante embriagándolo. ¿"A que obedecería usted, madre? ¿A su fe cristiana, o a la orden de un superior"?. El sol matinal le daba de espaldas, y su figura cobraba un matiz irreal. ¡"Se obedece a Dios, capitán"! Le dije, y no volví a verlo hasta encontrarlo tirado de costado, con la pistola calibre 45 empuñada en la diestra.

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