martes, 4 de marzo de 2008

Altares Y Abismos/Otto Oscar Milanese

Altares Y Abismos/Otto Oscar Milanese


Altares Y Abismos/Otto Oscar Milanese/ De Tres Gotas De Misericordia.

New York, 1986.

Lo introdujo Gonzáles a mi despacho una mañana de éstas. Anteriormente me hubo conversado largo de él. Probablemente en el curso de nuestros habituales juegos al poker cada sábado se tomaba la oportunidad mientras yo entremezclaba distraídamente las cartas, como si barajara cien mil deslucidos momentos de mi vida.


"El hombre promete". Me dijo, tras una prolongada pausa letárgica, en la cual sólo mis manos fueron lo único vivo en los dos; barajando negligentes, buscando entresacar otros instantes de sábado tedioso, con las jetas ceñudas detrás de los naipes. Normalmente nos miramos reteniendo un bostezo. Y él no quiero preguntar por Carla o por Vivianne, ni yo deseo contestar. Es ineludible para ambos. Constituye nuestro tema de platicar, no importa que por mero formulismo se lo escuchara indagar de lunes a viernes en la oficina... Es imperioso que lo pregunte y que yo le responda, para continuar sintiéndonos ser nosotros. "¿Y..?" Interrogué débilmente ansioso. "Anda sin trabajo". Me dijo, siempre en el mismo tono mesurado. "No posee el papel. ¿Entiendes, Kike?" "De aquí para allá"... Musité nostálgicamente, y acabo de vivir las reconvenciones de Carla. "No eres soltero", grita y se altera el movimiento de sus senos bajo el transparente azul desteñido de la bata. "Vivianne no tiene leche, mientras tú sueñas subsistir de tus lunáticos párrafos". "Eso, Kike, ¡de aquí para allá! ¡Y escribe lindo, lindo, pero no tiene el papel!"


Tan pronto lo he visto le conocí en la mirada el ridículo convencimiento tenaz de poder echarse al mundo en el equipaje, escribiendo. Alguna vez padecí esa ilusoria enfermedad. Gonzáles no lo ignora. Sabe también que me resigno a inevitables lapsos de abandono, con la mirada extraviada en el papelerío y las carpetas amontonadas sobre el escritorio. Por eso insiste en llamarme "Kike", rara vez cuando se apersona a mi despacho se refiere al barrio; ¿no me lo recuerda con sólo nombrarme por mi antiguo apodo? Le sucede igual y se resiste. Le ocurre y lucha. Su comedida voz, no obstante, suena imposibilitada de olvidar esa acre sensación de envejecer con el sabor de las entrañas en la boca... Y es eso. Debe ser sólo lo añorado arcanamente por ambos: Inquietos aleteos de juventud. No el hedor de miserables callejuelas que circundan al mercado, por las cuales crecimos descalzos y a pecho desnudo. ¿O no? También es posible extrañar esos días de pobreza con una dosis de dolor y placer masoquista. Y por eso vienes silbando penalidades del pasado musical, a decirme "Kike", cuando ya ni Carla recuerda el mote, y tu sonrisa de muchacho desemboca hoy en una naciente arruga cercana a tus sienes. Y te miro sin apuros de chaleco y corbata y ahogado en el aroma del Brut de Fabergé. Y te veo tristísimo y encorajinado como una novia plantada a un paso de los cincuenta. Pero silbas, silbas y me llamas "Kike", ya no tiene, y lo sabes, gusto escucharlo. Tal vez si estuviésemos en una de las esquinas del barrio, no aquí. Jamás aquí.


Mirándole regresé a un mundo de callejones y fatigas. Se abrieron nueva vez las mil puertas atravesadas con un fardo de cuentos y poemas inéditos, y varios recortes periodísticos en un manoseado cartapacio. Gonzáles debió atenderle, no rehusar revivirse zarandeado por marejadas de juventud estéril. Pensaría que se parece más a mi_es cierto, viví la vida que este chico empieza_, y que eso influiría para intentar ayudarlo. "Escribe bonito", dijo Gonzáles, "anda con un montón de buenas críticas publicadas por los diarios". ¡Ah, sí, sí! Recuérdame tanto tiempo quemado entre cigarrillos, y proyectos. Pienso que tiene esposa, y hubo luna de miel resacada de amor y de vino. Paseos prolongados por la costa de alguna playita solitaria. Planes... "¡Pobre Carla!" "¡Pobre chico!" Algún día será capaz de sentarse tras un escritorio como éste, fumarátabaco importado, y exhibirá las flacas piernas velludas a la orilla de la piscina de algún club elitista. La mujer premiosamente transformará los reproches cada vez más triviales, más inconvincentes o acabará amoldándose a un rutinario silencio indolente. "!Pobre Carla! ¡Sí,sí, pobre Carla!" Toda una existencia de proyectos compartidos nos corroe la vejez a la que nos adentramos somnolientos y esmorecidos por el frío de las costumbres. Tardíamente lo hemos descubierto: La vida no es un plan, no es un proyecto; sino una perpetua cotidianidad de coincidencias coherentes por si solas. Vivimos previniendo, anticipando un futuro que se asoma con sus inesperados sucesos. No existe un sólo instante anodino ni circunstancias aisladas, por superfluas que luzcan. La vida es un enlace de sinrazones con valor de realidad. Un segundo equivocadamente vivido modifica cien mil instantes venideros. Pienso que he debido vivir innúmeras equivocaciones para reencontrarme mirando la tímida cara del chico, y titubear. Es innegable que el chico vale como escritor; pero no posee el papel. Si lo empleo, los sindicatos hablarán, meterán sus obreras narices constipadas. Negarle el trabajo es retroceder veinte años y autopegarme los repetidos puntapiés que recibiera en el culo.


¿Cuántos años tarda envejecer? Carla me lo espeta cada mañana en el desayuno, y nos reímos. ¡Ah, sí, nos reímos! No de sus frases, no de mi rostro entibiado por el vapor del cremoso chocolate recién servido por ella con parsimoniosos movimientos. Nos reímos de la extraña dureza bajita de nuestra risa; de los cuchillos cortantes que pasamos por nuestras gargantas. Y callamos. Callar es un inteligente motivo imprescindible para sobrellevarnos. Tornamos a un brusco silencio de matrimonio estable. Sin confesarlo, el absoluto convencimiento de pensar en lo mismo transforma el aire en una pastosa infelicidad alucinante. Luego me lo confirmará enunciando un breve comentario exento de convicción. Siempre ocurre. "Gonzáles telefoneó para decir que el dolor hace inaplazable su ida al dentista".


La he observado apresuradamente de soslayo, casi temeroso de que elija el mismo momento para escrutarme. Adivino que pronunciará mis pensamientos, o fracciones de ellos. "¿Te molesta lo del chico?", dice, y me arropan sus oblicuas ojeadas, mientrasalisa el mantel con manos acostumbradas. "No pensaba en eso", digo, y me oigo hueco y cínicamente descarado. A ella no puedo mentirle. "Meirritó saber que Gonzáles no podrá jugar hoy". Mis manos vacilan mojando el pan; repentinamente tengo deseos de reír, de reír hasta producirle a ella carcajadas acuosas. Reírnos de nosotros, de la transparencia reflujada por la interacción al convivir 25 años. "No es una tragedia". Suena su voz confusa, baja. No sé si referíase a Gonzáles o a lo del chico. De todos modos Gonzáles quien me lo presentó, le guardo un resentimiento desatinado, una colérica inquina fraguándose a la sombra de todo lo que provenga de él. "No, Carla, no es una tragedia. Pensaba llamarlo y excusarme. Me siento deprimido". Mentira. Carla lo sabe. Pudo leerlo en las agitadas pausas asmáticas de mi voz, lo lee en este silencio mío de manos intranquilas. ¡Dios, si por un sólo día dejáramos de ser tan recíprocamente previsibles! "Exacto, no es una tragedia". Su voz suena infinitamente amarga. Vislumbra que el dolorcito moral que se me revuelca a diario entre cobertores no es Gonzáles. Él sólo me ha sobornado las memorias, y ya se lo olvidaré acudiendo a nuestra cita sabatina. Reanudando con mi presencia el débil reflejo apático que nos crece como hierba mala a orillas de los sueños. Palabra que le perdonaré, y nueva vez a jugar, y el sábado en ancas de humo y frases esporádicas, yéndose y yéndose. "¿Y la familia, Kike?", pregunta él. Y ya ni siquiera jugamos por jugar; sólo por estar ahí, como en la vida. Siempre uno delante o detrás o a la vera. "Carla ocupadísima por la boda de Vivianne, viejo. Todo en la casa confluye en el matrimonio: invitaciones para la boda, vestuarios para la boda; cuando llueve: ojalá y el tiempo sea benigno para la boda. Y habla el día entero, es lo peor, maravillas del tipejo ese que Vivianne nos regala de yerno". El sábado, ahí también, pasándonos entre barajas entremezcladas, abúlico y pérfido. No es Gonzáles. Un segundo antes trasuntaba mil excusas para faltar a nuestro juego al poker. Ahora me molesta que un simple dolor de muelas lo impida. No sé donde estar los sábados; se supone que barajando torpemente y hablando sandeces, mientras escanciamos sorbitos de wisky, y un cigarrillo humea desde un cenicero. No habrá juego. No sé donde estar, como anteriormente, como ese chico ahora. ¿Dónde está? Ahí, también ahí. Próximo a los reproches incluidos en su contrato matrimonial, o a los aullidos de leche, de criatura mojada en una desvencijada cuna. Ahí, lancinantemente ahí. Con una mujercita tallada a oficios y miserias. Y las disputas, y los lloriqueos y los agravios: la calle. Las vueltas y revueltas, y los pensamientos andando. Andándonos con pies llagados, lastrados de excoriaciones ganadas del insomnio. Y la sensación. Ya lo sé. Como si dentro de uno existieran mil calles apestosas y nevadas de frustraciones para caminarlas divagando, olfateando el esqueleto de años y circunstancias idas o rotas de tiempo, de memorias, de nuevos y constantes intentos de emersión hacia el devenir de otras horas. Y el regreso. La circunspección femenina sobre almohadas y sábanas de retazos. O el inaudible perdón en brazos de una caricia desidiosa. "¿Tú crees que ese señor podría emplearte?" Manos resucitando el calambre de la piel, el amor acunado en otros minutos y otras habitaciones. "Podría ser". Nuevo día viejo de sol tras ventanales, el café, los metafóricos buenos días, y el infaltable consejo "Rasurate, debes lucir presentable. La primera impresión es decisiva".


"¿Alguna vez lo has deseado?" Me gusta pensar que me lo preguntó en la oficina. Yo levantaba indiferentemente la mirada del desordenado escritorio, acomodándome los anteojos con movimientos lentos y pesados. En la oficina, adaptados ambos al seco olor escolimoso de la tinta fresca y el papel apilado. Allí pienso, quiero pensar que ocurrió, porque allí nada rememora al barrio. Pero lo dijo a la salida del trabajo, en un segundo crepuscular de calles mojadas. Yo estaba en el coche, con el motor en marcha. Él hablaba a voces_como cuando jugábamos a las escondidas en la plaza del barrio_, encorvado levemente. "No, Gonzáles, nunca". ¿Nunca? Como si la tarde no existiera, ni la lluvia ni el viento volándole el bordillo de la capa, y revolviendo mil papeles sucios. ¿Nunca? Como si el hedor a excrementos mojados no estuviérase percibiendo; el olor, maldito olor de palmas rellovidas y goteantessobre el tufo miserable de fogones y piso de tierra repisada. ¿Nunca,Gonzáles? Y Gonzáles me fusila turbiamente con una ráfaga de mirada abrasadora, que se consume, quese extingue. "A mi, sí", dice, sacudiéndose a manotazos de la frente, lloviznas de lluvias y sudores. "¿De veras, Kike, jamás?" Y respondo "Jamás". Olvidando que a la vuelta de la esquina, detrás de la avenida, comienzan las grietas en el asfalto; los tugurios de putas, y las ringleras de milagrosas casitas en pie. Y los recuerdos. Allí tan próximo a uno: el reuma de la vieja, y su fe quinielera. Su apego inútil a la pobreza. Tanto ha sido infeliz que ya es su razón y valor de vida. "Si me sacas de estas miserables paredes me muero, hijo. Es muy tarde para intentar aprender a vivir de otro modo". ¿Nunca? El chico tampoco. Probablemente de allí emergió como un Cristo anónimo, con sus papeles bajo el brazo, aguardando las cien mil humanas maneras con las cuales el prójimo ateo o creyente crucifica a diario.


"¿Y qué sabes hacer?" Le pregunto, reclinándome calmosamente en la butaca, entreverando las manos sobre el vientre. ¿Y qué sabes hacere? Mi boca paladea el ruin sabor de respuestas a interrogantes similares. El recuerdo de miradas acobardándose inexplicablemente; escondiéndose en los tropiezos con pisapapeles extraños y pintorescos, grapadoras y matasellos. Huyendo de la cómoda mirada indagatoria que minuciosamente estudia desde detrás del escritorio. "Escribir, señor". ¿Lo dijo él, yo, o ambos a la vez en disimiles tiempos simultáneos?.. "Escribir", y Carla sueña cuentos premiados, novelas éxitos de librerías, y artículos y entrevistas. Carla rejuvenece en su palabra_en la palabra del chico_entrecortada y carrasposa, porque inoportunamente cien nudos de temores convergen en la reseca garganta. Cuando es tan esencial hablar claro. Piensa el chico estrujándose las manos. Hablar preciso y con personalidad. ¡Dios, como si no lo hubiese vivido! Suda y empequeñece delante del señor de traje y corbata tras el escritorio. Empequeñece a velocidad, como se achica de lejanía un avión en lo alto. Y Carla sueña girando entre espirales de humo. Un cigarrillo consumido. Un sueño sumado a la cuenta del porvenir. Entonces resultaba fácil que sus manosfueran amantes, teniendo de sueños la razón, la realidad. Como la mujer del chico que se atolondra frente a mi. "Además de escribir, ¿qué sabes hacer?" La mujer del chico, ¡ah!, a lo peor otra Carla seductora cubriendo de lánguidos bostezos delicados la mullida superficie de la cama. Mientras el chico fuma a su lado, y lee párrafos de su última historia. Sorbitos de cuba libre, ella sueña y elogia, otro párrafo y otro pucho al cenicero y otro párrafo; sorbitos cada vez más fuertes de cuba libre... Sin saber cómo ni desde cuando el movimiento, y las palabritas apresuradas. Las manos tocadas de pezones, de muslos y jadeos, movimiento que sube, hombros amados de uñas, se contorsiona, baja, noción de cuerpos vibrátiles, girantes, sacudidos por mil intentos lujuriosos del sudor. Cenicero, vasos y papeles aguardan otras huellas de momentos, abandonados en la alfombra. "Nada, señor. Sólo escribir. Poseo experiencia como director de un boletín literario en provincias". Nada. Los sueños acabaron. ¿Antes o luego del matrimonio con Carla? No logro determinarlo. Acabaron los sueños, y con ellos el amor. Es tan cuesta arriba amar sin soñar un poquito.


"Si tanto te preocupa, cágate en el sindicato, dándole el empleo al muchacho". Dijo Carla, recogiendo la mesa. "Nada podrán hacerte, el periódico es tuyo. Publicarán dos o tres soeces comentarios en los matutinos de la competencia. No mas". Carla es razonable. Ultimamente demasiado razonable. Y Gonzáles igual. En estos días me ha dicho remarcando intencionalmente las frases: "Estoy fatigado de releer tantos curriculum, para escoger al sustituto de Martínez en las páginas policiales". Pensaba en el chico. Lo sé. ¿O sólo yo pienso maniáticamente en él, y me habitué a la idea de que todo el mundo anda ocupado con el asunto? Es absurdo, carece de sentido. No obstante, Gonzáles, creo, piensa en el muchacho, tanto o más que yo. En el fondo y aún pese a las pocas y pequeñas coincidencias y varios enormes contrastes de caracteres, él es demasiado yo o lo inverso. Cada cual ve en el otro lo que desea ser. Es como si fuéramos la esencia de una fusión ya desligada, un yo desarrollado arbitrariamente fuera de nosotros. ¿Por qué no aceptarlo? No me soy imprescindible ni él lo es para si. Nos somos necesarios. Nos creamos la costumbre de jugar cada sábado para no perdernos de vista los fines de semana. En una de estas horas_en cualquiera de estas páginas_ lo pensé: "Ni siquiera jugamos". Barajo, y pregunta; parte a mitad las cartas, y respondo; callo, y fuma; me espía socarronamente, y bebo. Y el repartir de cartas como distribuyéndonos momentos, apreciadas vivencias estériles, disputadas a uñas de silencios y compañías. "Sugiero que no lo hagas". Me dice con frecuencia. "¿No te das cuenta del error?", le pregunto a menudo. Y el "sugiero, sugiero" me anda todo el día por el cerebro. Transformado en el instintivo fogonazo del eco de mil voces: es una advertencia, una contención_y sugiero, sugiero, naciendo de mi, de las paredes, del gris aburrido de horas_, un augurio. Y mi ¿no te das cuenta? ¿Se perderá en la vacuidad cotidiana como una palabra más? ¿Le sucede igual que a mi? Urgimos vigilarnos, tenernos presente; corregir, enderezar gustos y rumbos propios residentes en el otro. Es como si nos decidieramos vivir, por medio de un pactamiento ancestral, la porción de vida negada al otro. Tú te casas y vives mis obligaciones de padre y esposo; yo me ocupo de vivir tus horas de célibe. ¡Ah! Lo del chico me trae de divagación en divagación. Pienso demasiado y a una vez. Bombardeo pensamientos, tonterías, a lo peor, se disparan, pasean oscuramente el universo cerebral, se entreveran en torno a la humilde imagen híbrida del chico. Él es todo lo que yo fui. ¿Podría permitir la oportunidad de convertirle en lo que soy? Y que tenga a su Carla, olvidada ya de reprochar, vegetando en vaivenes monocordes de existencia acomodada. Y que posea a su Gonzáles. Gonzáles... ¡Dios! Lo pensado hará un momento es una barbaridad, una idiotez: ¿Gonzáles mi otro yo? Sin embargo, un arcano reducto incognoscible en mí, se niega a un absoluto rechazo. Algo procedente de días y costumbres, y que ha llegado a operar instintivamente como un sentido contrapuesto a los convencionales. No soy yo. Es algo en mí. Lo aprueba. Lo admite. ¡Gonzáles..! Sí, Gonzáles. Gonzáles realiza todo lo que yo desearía..., eso es lo peor. Son rutinas, hábitos, sentimientos, maneras de hacer vivir a los demás; y percibir vidas. Él puede enfilar su coche hacia el barrio; yo me adapto a mis mentiras "las ocupaciones, la familia, el tiempo"... Exacto: El tiempo. Ya no estás vigente en la barriada. Hemos variado múltiple y mutuamente. Mi presencia allí me arroja un regusto rancio, anacrónico. Sólosoy apenas un terroso puñado de memorias restregadas en la boca de la vieja, que fuma y lava. Un adiós de prematuros desdenes y oprobios; en la somnolienta mirada senil de la mujer que plancha andrajos y tose y escupe.

Gonzáles puede ir. Se pasea todas las estúpidas tardes de su vida por los torcidos callejones. Se sienta en la plaza ruinosa donde lustrábamos los zapatos de otros chicos. ¿Para qué? No existe sabor en hacerlo. Un alicaído regreso de comentarios: "A tu vieja la consume la coronaria. ¿De veras has intentado traértela contigo?" Insisto muy poco. Es más cómodo olvidar que insistir. Él y yo lo sabemos. La vida misma es una insistencia en ser; una insistencia en evolucionar quiérase o no. La vieja insiste en moverse lo menos posible. Lo he llamado orgullo. Maldito orgullo. Condenado orgullo menopáusico... Pero la entiendo. Uno deja de ser lo que ha sido constantemente. No por eso el presente podría lavarse de manchas pretéritas. Continúan ahí, curtiéndolo de añoranzas. Es lo que no desea la vieja. Abandonar su vida, su respiración, su costumbre a la miseria; por temor a recordarla. A Gonzáles y a mi nos sucede. Insistimos, basamos esfuerzos y esperanzas en la existencia para fugarnos del barrio. Años de anónimas guerras cotidianas, de esperas y desesperos. ¿Para qué? Para no admitir que aún somos una mísera dualidad de confusiones. Que hemos perdido ganando la realidad de nuestros sueños. Que ya no tenemos ambición, ni pizca de ambición. Algo ha ocurrido. Tuvo que pasarnos, o simplemente es que el encanto de las cosas radica en no poseerlas, en no hacerlas demasiado de uno. ¡Ay, Gonzáles!, la vieja lo ha sabido desde antes de nuestra marcha. Cocina y maldice el calor; soñando verme negado a poner los pies en esas calles sucias de nuestras voces. Revira el arroz, le tira una ojeada a las habichuelas, y te avista meditabundo en la plaza. Y lo sabe. Ella siempre supo que tú vas por el mismo motivo que yo evito ir. Procuras, retornando a los lugares, acallar las nostalgias. No son nostalgias, Gonzáles, ¡ay, no son nostalgias! Es otra vida, otro fiasco; otro desperdicio de conciencia. Una rabiosa y babeante disconformidad cósmica.


El chico es mi realidad de ayer. Una realidad inamovible en sus diversos matices: vivencia-agonía; pasado-desespero. A Gonzáles le divierte regalarme fracciones, reflejos iridiscentes de la rutina ya concluida y vuelta a comenzar. Acaba, empieza, acaba, empieza insoportablemente deshilvanando días y circunstancias. Por eso desentendidamente conserva el hábito de llamarme "Kike". Percibe que nos amarra al barrio, a las correrías entre putas, y a los mata-tiempos de esquinas; al acaba y empieza: Los pies calzándose la horma de la mañana. Horas por delante; montones de minutos para esconder o disfrazar monotonías. Y a la noche, arribar resignados al mismo cuartucho; al ceremonial desvestimiento culminante de todo un día. Una prenda desprendida. Una vivencia etiquetada con sus rasgos uniformes, embalada para la distancia del recuerdo; para posteriores resucitamientos infieles, cuando valga la pena revivirlas. Acaba y empieza. Y algo se marchita; algo irrecobrable, único, se queda en alguna parte de lo que fuimos. ¿Kike, dices, Gonzáles? Kike, el de la vieja que surce camisas relavadas y tose. ¿Kike? ¿Dónde quedó, dónde hemos quedado, Gonzáles? ¿En la costumbre de vivir? Acabaremos envidiando al chico. Él es nosotros vagamente, es lo que hemos sido alguna vez. Él es, está ahí, Gonzáles..., con sus papeles bajo el brazo angustiante del desempleo y las mil pueriles divergencias conyugales. Nosotros fuimos, ni siquiera nos pertenece por entero la realidad propia. Eso es morir parcialmente. El chico vive. Se percibe sobre la existencia. Nosotros detrás, a la zaga. No somos dueños de nada. El chico es amo total de sus frustraciones; casi las disfruta..., porque después de todo es su realidad y la roza, la olfatea dolorosamente cautivo, vivo en ella. En cambio, nosotros estamos muertos; porque nuestra realidad ha dejado de ser nuestra; como cuando tú vienes cariacontecido del barrio y me anuncias con solemnidad: "Falleció don Fello. Si no me dejo caer por allá, no me entero. La familia no podía costear el entierro, mucho menos podía pagar necrológicas". Esa bochornosa muerte de don Fello no es su realidad, es la nuestra que lo sabemos fenecido. Para nosotros don Fello cesó en ser parcialmente en los tiempos presente-futuro. Quedamos con la irrefutable verdad de su pasado, y allí no muere nunca. Su pasado es su realidad; la muerte es la parte de su vida que nos tocó vivir a nosotros. Siempre otros nos viven ese momento. El muerto está vacíamente ahí, sin más presentes, sin más mañanas. Ahí sin vivirse de ningún modo. Porque los momentos se agotaron, se a-g-o-t-a-r-o-n y no existen nuevas oportunidades.La única oportunidad cierta es vivir. Una oportunidad prolija e incongruente. Una laberíntica oportunidad de buscarnos inútilmente, de planear, elaborar el después, aferrados a la teología o a la metafísica. Pero en ningún modo la muerte es una promesa de posibilidades ultraterrenas; es superlativamente la perfección de lo último y de lo definitivo.


No es Gonzáles. Tampoco el chico. ¿De qué manera explicártelo, Carla? A veces uno amanece así. Fríamente enclaustrado en la desgana. La dejadez aumenta, evoluciona,todo lo sentido adentro son aullidos ferales de los despojos de otros días. Uno a veces amanece así, Carla. Deseando amanecer a mil millas de distancia. No. No vas a entenderme tú. Tú, Carla, con tus despertares fotocopiados de los anteriores; incambiables desde que nos mudáramos a este lujoso condominio. ¡Ah, Carla, Carla!, es que también acostumbro amanecer masticando la estrechez rabiosa de nuestros primeros años de maridaje. Y la casita escasamente amueblada, y tu obstinación en no engordar. Ahora ya ni te paras frente al espejo. Desmazaladamente has dejado de importarte como un cruel atributo a la vejez. No es cierto, no, no es cierto. Ocurrió que tan pronto fue factible prevenir el futuro de Vivianne, dejaste de existir para ti. Porque todo apareció ahí, cercanamente a tus manos, a tus caprichos. Antes eras tú; podías ser tú, baldeando pisos e imprecando por futilezas. Soñando con la publicación de mi libro. Irascible a veces, otras cariñosa, y soportando mis ironías por tu fobia a la obesidad. "Esto no es la vida", decías, "nosotros saldremos. Las cosas se arreglarán". Y se arreglaron, Carla, para bien o mal. Entonces tu realidad huyó de la inopia a refugiarse en Vivianne. Nada es motivo de vida, si no proviene de Vivianne. Vivianne, siempre ella. Antes, por decidir enviarla a estudiar al extranjero. "¡Dios mío, esa muchacha tan lejos y sola!" Aguardabas nerviosa al cartero a quien sabías puntual en algún momento ubicado entre la 1:00 y las 2:00 P.M. ¡Ah, siempre Vivianne, Carla! Su realidad ha succionado la tuya, ni siquiera lo sabes; ni siquiera te enteras de que eres una débil sombra deambulando por la casa, con el hedor cadavérico de las ilusiones y las luchas de otra época.


En el despacho del señor Gonzáles, le dirías al chico, señalando estúpidamente con el índice en cualquier dirección, "hay montones de papeles encima y debajo de su curriculum. Montones de solicitantes con títulos y anteriores experiencias en el periodismo"... ¡Bah! Palabrerías innecesarias, es mejor decirle: lo siento, de veras, lo siento. Sabemos_cambiaría al plural para sentirme menos desoladamente culpable_que usted vale; pero su solicitud nos llegó tardíamente. ¿Se lo diría? ¿Soportaría su apagado "está bien, señor?", y la mirada en retroceso: de mi rostro al escritorio, del escritorio a la alfombra. "Gracias, señor", y las manos inquietas. Las primeras lloviznas de los poros; el malestar. Sentirse torpemente ahí. "Continuaré intentándolo, señor, buscando". Eso: que busque. La vida es una búsqueda. Yo ya no tengo donde buscar. No debo sentarlo aquí, regalarle mi realidad por futuro. Años de buen salario y vida vegetal. Escribe, redacta, y pasan meses. Se solidifican nuevos hábitos: burgueses, refinados, hipócritas. Y escribe y redacta y muérete. Muérete a diario entre papeles, sin tiempo para reaccionar; sólo cuando justamente en la boca pese y sobrenade el sabor a escombros de todo lo alcanzado. Lo emplearé, no obstante. tarde o temprano encontraría quien le ofrezca lo que desea. Es el fin de su ir y venir con experiencias mecanografiadas, por oficinas de gentes como yo. El fin de tantos sueños traspasados a una realidad estable e invariable. Ordenaré a Gonzáles que le diga al sindicato: "Escogimos al chico, pese a reconsiderar otros mil curriculum, impecablemente_casi todos_mecanografiados y corregidos por otras personas. Sí, sabemos que el título los respaldaba, pero profesionales como esos son los responsables de innúmeros dislates publicados en los órganos informativos. El chico escribe con propiedad y soltura y necesita el trabajo. Él se lo queda". Concluimos conuna vida de rodar con recortes periodísticos bajo elbrazo. Sabemos cuánto significan para él, porque como nosotros_Gonzáles y yo_viene de hogares donde el presupuesto es insuficiente para proveer papel sanitario, y él aún conserva esos recortes de periódicos.


No hay comentarios: