lunes, 10 de marzo de 2008

La Mujer De Las Dos

La Mujer De Las Dos/Otto Oscar Milanese

La Mujer De Las Dos
Otto Oscar Milanese
Del Libro Inédito "Un Momento En La Pared".

Inicialmente Luis le dijo que era la mujer de las dos. Se lo dijo en ese tono tan dejado con que Luis suele arropar sus expresiones cuando está refiriéndose a algo que realmente le interesa. Y ahora, segundos antes de retorcer la colilla en el cenicero,luego de carraspear tratando en vano de deshacerse de la irritación que el humo dejó en su garganta, el pensamiento de que Luis estuviera enamorado de la desconocida que puntualmente pasaba a las dos de la tarde, le asaltó inexplicablemente. Abandonó el asiento y desperezándose se arrimó a las encristaladas ventanas. Un pedazo de calle mojada llena de taxis amarillos se le metió entre los ojos. Aplastó su rostro contra la frialdad otoñal del vidrio y alcanzó a divisar la calzada.Un piso más abajo laboraba Luis. Probablemente, como él, después de abandonar el escritorio atiborrado de papeles, con el gesto melancolico husmeaba la calle a través de la ventana, pensando que no eran las dos, pensando en la espera de otro día para volver a verla.


Luego le dijo que era la mujer que había visto en algún lugar. Siempre con la misma apatía en la voz; pero esto no se lo dijo en la oficina, sino a las cinco y cuarto de la tarde cuando esperaban el A en west 4 y al borde del anden se quedó mirando los rieles en la dirección por donde debía aparecer el tren. "En una ciudad como New York", pensó, "no es extraño andar con la vaga sensación de haber mirado antes en cualquier parte un rostro recién conocido". Por eso casi ni se molestaba en responderle a Luis, porque le conocía, y anticipaba el día en que él, con un cigarrillo apagado entre los labios, saldría de la oficina a esperarla a ella, a la desconocida que atrapaba su atención a las dos de la tarde. "Y luego de las dos también", acabó murmurando, porque desde que Luis le hablara de ella, en el tiempo libre de ambos escaseaban las conversaciones sobre los Yankees, y ya nada se hablaba de reunirse en la vieja cafetería del Village al final de otra jornada, ni preguntaba cuando regresaría Andrés de la Universidad. Por eso lo dejó ir con un frío hasta mañana cuando las puertas del tren se abrieron en la última estación de Manhattan, y él se quedó aferrado a la manija, mirándole buscar las escaleras de salida entre la muchedumbre. El tren comenzaba a rodar hacia Brooklyn, y aún pudo verle por la ventanilla con aire absorto entre la gente. A lo peor pensaba en la mujer de las dos, y se alegró de que no preguntara por Andrés. No atinaría a contestarle adecuadamente, y le notaría el temblor en la voz que ya no sonaba orgullosa del muchacho que ambos llevaban a los parques desde niño; esa imagen de Andrés se le había perdido para siempre entre las horas de cervezas compartidas con Luis, mientras el muchacho corría detrás de una bola de beisbol. El pelo largo, la cara pintada y los senos turgentes era la última visión que le quedaba en la memoria del Andrés, que con voz afeminada le prometió, antes de despedirse a la puerta del apartamento, "No te preocupes, jamás te causaré molestias. Todos los días paso a las dos de la tarde frente a donde trabajas, y no me detengo a saludarte".


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