lunes, 10 de marzo de 2008

Un Momento En La Pared

Un Momento En La Pared/Otto Oscar Milanese

Un Momento En La Pared
Otto Oscar Milanese
Del Libro Inédito "Un Momento En La Pared".

Habían transcurrido tres meses de los funerales de su mujer. Su única hija, estudiaba en una Universidad de Los Angeles, de vez en cuando un telefonazo, ¿"Y daddy, como estás"?Y ya colegirás la respuesta, porque tú en el lugar de Fernando,responderías lo mismo, "que todo va bien, hija. Y que lo importante es que continúes los estudios". Pero un día te levantas con una molesta certeza de que nada está bien, y cepillando entre los dientes el mal sabor de la última borrachera, sabes que ha llegado el momento de intentar algo. Intentarlo antes de que Luisa sepa en Los Angeles que te miras al espejo y hay barba de dos semanas, que maldices el alcohol porque una cotidiana embriaguez te ha sacado del trabajo; pero entre tragos vuelve a consolarte la idea de que ya no valía la pena alargar la rutina burocrática de los últimos 20 años. Intentar algo, y tú lo intentarías, si como Fernando tuvieras una hija estudiando en otro estado. Lo intentarías, antes de que ella acabara enterándose de todo. Por eso, aún con el temblor del alcohol entre dedos,te encuentras una mañana anudando la corbata, y te sorprende tu rostro rasurado; te sorprende que aún exista un ramalazo de juventud en el apagado brillo de los ojos; pero estás ahí, adivinando amargamente el futuro inmediato que se te abalanza, de calles para ir, de calles para venir, y enviando curriculum, y recibiendo negativas.

En esa étapa de su vida conocí a Fernando. Un hombre de físico enjuto, poco hablador, y con la tosecilla carrasposa del fumador inveterado. No fue sino hasta el septimo mes de fumar una veintena de cigarrillos diarios, y de mirar apaticamente por los cristales un pedazo de la 5ta Avenida de Brooklyn, desde una oficina de Bienes Raíces, que entablé una relativa intimidad con Fernando. Una amistad forzada, quizás, por la súbita conciencia del hombre que a ratos se aterra con ráfagas de pensamientos que le dicen que se va quedando solo. La hija cada vez llama menos desde Los Angeles, porque es tiempo de éxamenes, porque el tiempo y la distancia son una aleación pavorosa para ese semi olvido tan humano de quien se enfrasca primordialmente en sus propios asuntos. Y tú lo sabes,como lo supo Fernando en esos días que precisó sentirse acompañado,porque la memoria de la mujer sepultada cada vez se tornaba mas difusa, abriendo paso a una resignada viudez masculina que no espera nada. Entonces lo supe, y como tú, le creí loco.

Imaginate que exista para ti, así como existió para él, sólo en el momento de encender la luz. Sin la luz de su ventana no existe nada. Sólo Fernando que consume la novena taza de café en una estrecha cocina de apartamento de Brooklyn, en donde humea el mal olor de un cenicero. Nada sin la luz. Unicamente un traspatio de espesas sombras que impiden distinguir los contornos del edificio en donde reside ella. Para Fernando siempre llegaba a las nueve de la noche, cuando los únicos puntitos luminosos que se observaban en la densa oscuridad de patios que separaba sus ventanas, eran las ráfagas de vuelos intermitentes de las luciernagas. Nunca supo desde cuando llegó con la luz. Tú lees de frente al patio, y del patio te hiere repéntinamente el golpe de luz que ilumina todo. La ves,como Fernando me contó verla. Ella en su momento y vestida de negro,con una de sus largas piernas sobre el borde de la cama, inclinada, dejando entrever generosamente la blancura del entreseno que contrasta con la negrura del vestido... Y de pronto nada. La luz que se apaga, y te vas a quedar, como Fernando, chupando el filtro del cigarrillo con la mirada fija en donde segundos antes pudiste ver claramente las dos ventanas.

A la mañana, apurando el primer café, tus ojos se clavan en las dos ventanas, al fondo del patio. Nada. Las viejas cortinas azules impiden ver el interior. Los cristales sucios, las enredaderas trepando sobre el ladrillo tan descuidado, como el jardincillo trasero. Terminas el café y piensas lo mismo que pudo pensar Fernando, que el viejo apartamento luce tan abandonado, como antes de que Luisa se fuera a estudiar para Los Angeles, como antes de los funerales de su esposa. Pero la primera bocanada del primer cigarrillo trae la reflexión: Es obvio que lo han reparado,anoche viste luz, es logico suponer que lo han rentado, anoche estaba esa mujer joven. Y decides no pensar mas, porque el día, la rutina de fatigas asalariadas
llama, y vienes, con la misma cara que vi llegar tantas veces a Fernando, a contarme lo que ya sé.

Si decidieras no contarmelo, reanudaría tu relato en el momento que lo interrumpes. Lo reanudaría con las palabras de Fernando. Porque él estuvo, como tú hoy lo estás, en el momento. En el momento de ella. Ese momento que sólo es posible cuando se enciende la luz, y las luciernagas dejan de pasear para tus ojos sus luminosos vuelos en el verano del patio. La luz te llama a la ventana, y a través del cristal de la derecha observas la misma blancura revuelta de sabanas, que siempre vio Fernando. En el ángulo mas distante, puedes observar por la ventana izquierda, lo que aparenta ser un paraguas reclinado contra el muro. Y ella. Ella que parece haber llegado desnuda en la oscuridad, para que la luz abriera de golpe toda su femenina desnudez ante tu mirada de hombre solitario. Una desnudez que, como Fernando, sólo puedes ver de costado y hasta donde comienzan las caderas, porque el alféizar de la ventana impide ver más abajo. Y ella está allí, hasta que la luz lo quiera, y se la lleve tan súbitamente como la trajo. Su cabellera negra le oculta medio rostro en el que sobresale un firme mentón atractivo, la cabellera que miras perderse hombro abajo, buscando la espalda, no obstaculiza la visión del nacimiento del seno. Y nada.La luz se apaga. Otra vez el patio con rumores de ramas en una oscuridad veraniega.

A Fernando pude evadirlo antes de que me hablara de otra noche, de otro momento de luz en que la viera, como la has visto tú, de sombrero y con guantes. Este momento que ahora me cuentas no me lo relató Fernando. Lo vi yo mismo en el atardecer que fuimos a mostrarle el apartamento a los Davis, interesados en rentarlo. Lo vi, al principio,casi riéndome del nerviosismo de mi compañero, al saber que entraría al apartamento que daba frente a las ventanas de la cocina de su hogar; luego con el estupor del mismo Fernando en mi cara, al ir descubriendo en los antiguos cuadros que exornaban los muros, a la misma mujer que él me habia descrito, y en las poses que la había visto.

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