martes, 4 de marzo de 2008

Sueños tras la lluvia/Otto Oscar Milanese

Sueños tras la lluvia/Otto Oscar Milanese



Sueños Tras La Lluvia/Otto Oscar Milanese/Del Libro Inédito "Azua: Sisal Y Sangre".

El capitán Edigen Nin, "El Veneno", ocultaba boca y naríz con un pañuelo blanco. Luchaba contra las arcadas amenazantes que convulsionaban toda su anatomía. Un ligero escozor le trepaba garganta arriba, preludiando un violento ataque de tos incontrolable. Maldecía calladamente encima del mocador."Mal rayo lo parta", murmuró, recordando las concisas ordenes que le impartiera al cabo Griseldo Pérez:


-¡ Cave hondo! ¡Que los perros no puedan desenterrar, cabo!


El cabo Griseldo Pérez merecía un arresto por desacato. La noche última nadie pudo dormir en toda La Plena de Azua. Los aullidos sobrenadaron lastimeramente el caliginoso aire y se filtraron por las empolvadas endijas de los derruídos bohíos. En el palmar de Azua, cuando el coronel José María Alcantara, depositaba su arma reglamentaria sobre sus pantalones anisomeramente doblados, sobre el espaldar de una silla de güano, comenzaron a brotar perros de todos los confines.


- ¡Maldita sea!- Exclamó, sentando su desnudez a pretil de cama-. ¿Es que el capitán Edigen no puede hacer callar a esas bestias.


La mano meretriz lo rodeó por el abdomen, invitándolo a echarse en la cama-. Deja que aullen los perros. Deja que huela feo ahí afuera, ahora es nuestro tiempo, querido.


Y olía mal. Una fetidez adherida al aire seco, a la bochornosa oscuridad que presagiaba el aguacero. Extremidades humanas amanecían a ras de tierra, y el capitán Edigen Nin, "El Veneno", anticipando la reacción del coronel José María Alcantara, denostaba contra la pereza del cabo Griseldo Pérez. "Nadie le quita su par de semanas en chirola", pensó, y lanzó un espeso escupitajo sobre el pedrerío. Luego del desayuno de rulos con tilapia, el coronel lo mandaría a que se apersonara ante él. Bien lo sabía el capitán Edigen Nin, "El Veneno", tan perfectamentebien, como si ya estuviera bajo la incomoda sonrisa socarrona del coronel José María Alcantara; como si ya le escuchara decir: "Le he dicho que aguante un poco la mano, capitán. De los novecientos hombres que trajeron las patanas del Cibao, apenas quedan un par de cientos, y ya la peste no se aguanta, capitán Edigen, ni se puede dormir con esos malditos aullidos". Él soportaría la perorata en posición de firme. Le contestaría en el tono que agradaba al coronel; en el tono de los hombres que saben llevar los pantalones, "Con todo mi respeto, Coronel Alcantara, es dificil ser mano blanda con los enemigos de Trujillo, y usted mismo nos ha enseñado que para ser un verdadero militar hay que matar a un disidente y beberse la sangre".


A lomos de mula irrumpió en el caserío. El fúsil en bandolera y el cigarrillo con la punta mordida entre los manchados dientes. Cuando salió de Pueblo Viejo lo asaltó el último mareo de la borrachera de la noche reciente. Entre un trago de triculí y un lascivo vistazo por entre la densa humareda de tabaco, a las mulatas nalgas de la prostituta con la que bailaba, el capitán Edigen Nin, "El Veneno", logró desentenderse del fetido hedor que asolaba la Plena. Un trago de triculí y una inclinación hacia el escote que dejaba entrever el nacimiento de unos ajados senos, apartaron de su mente los aullídos de los perros. A mitad de la bochornosa noche, con la casaca desabrochada, lanzó la última colilla hacia la calle. La vellonera aceleraba su embriaguez, "Tírale bajito/ pa’ que tú la logres/pa’ que las mujeres/respeten los hombres". Apuró el último trago de triculí y pegando a su cuerpo el cuerpo ya iniciado en la vejez de la prostituta, se dejó llevar por el merengue, olvidado ya por completo de que los hombres comenzaban a escasear, que la recolecta de sisal mermeba, mientras el hedor crecía manchando una tierra poco lavada por los aguaceros. "Yo quisiera verme/entre mil mujeres/para ver que dices/y a que te refieres"... A lomos de mula, todo el camino hasta apróximarse a El Rosario, el capitán Edigen Nin, "El Veneno", entre esporadicas imprecaciones contra el desertico clima, reconocía la peligrosidad del ocio. "Por estos malditos vagos es que ni siquiera caeun aguacerito en Azua", pensaba el capitán Edigen Nin, "El Veneno", obligado por la resaca a desechar el cigarrillo por la mitad. "Suerte que el Generalísimo ha ordenado que los recojamos a todos". A lomos de mula, se le petrificaba el rostro. "La vagancia es una enfermedad. Es un peligro para el Estado; pero aquí o se curan trabajando, o se los lleva el diablo a todos".


Indalecio Soto, sastre de oficio, intuyó que para nada bueno lo sacaban del barracón a él y a tres hombres más. No sabía siquiera en donde estaba. La tanta mala carretera devorada por el viejo camión que lo transportó, le obligaba a suponer que había traspasado los limites del Cibao. Pero poco le importaba. Indalecio Soto parecía ignorar la dura boca metálica incrustada en sus costados, y las voces obscenas y militares que le apremiaban a caminar. La madrugada anterior le golpeaba el pensamiento con una fijeza exhasperante. Allá, en Puerto Plata, lo arrojaron contra las tablas pintadas de su propio rancho, cuando regresaba para dormir la borrachera. Ahora lo sacaban a una tierra negra bajo un cielo que avisaba aguaceros; pero él continuaba en Puerto Plata, metiéndose
en los rincones mas intrinsicos de la madrugada. "Tranquilo, y todo saldrá bien". Recordó esa voz aspera que se le arrojaba al rostro aplastado contra la pared de su propio rancho. Cayeron los primeros goterones. La tierra chupó con avidez. Indalecio Soto no se inmutó, viendo como los amarraban a un palo de guayacán cruzado con tres horquillas. Mas allá, frente a una hoguera, brotaban las voces de dos guardias que fumaban, mientras el hierro al fuego tomaba color de brasa. "SISAL", gritó uno de sus compañeros leyendo el igneo nombre del hierro. Uno de los guardias, acabando de atarlos, echó la carcajada contra la calor agobiante, contra el aguacero que no se decidía a caer, "Es la marca de la bestia", dijo, emborrachando de risa las frases. Indalecio Soto proseguía en la madrugada puertoplateña, "Tengo los tres golpes" el recuerdo de su propia voz lo estremeció amarrado al palo. ¡"Cállese, coño! La inspección la realizamos nosotros", y le aplastaron aún mas el rostro contra las tablas de su rancho. La boca de la pistola presionaba el máxilar superior, lastimaba la encía. El grito se elevó al cielo encapotado. El hedor de carne y vellos calcinadosle rompió los recuerdos a Indalecio Soto. El hombre amarrado a su izquierda escupía sollozos que ahogaban las tribiales conversaciones de los guardias. Por vez primera el miedo lo devolvió a la realidad. Pensó, deseó engañarse pensando que de un momento a otro despertaría, que nunca existieron los guardias que lo detuvieran allá en la madrugada, casí a la puerta de su casa; que nunca sintió el traqueteo del viejo camión por las carreteras, mientras pensaba en Dolores. En Dolores que no despertaba, a pesar de que su propia cabeza había golpeado una y otra vez las viejas tablas tras la cual dormía ella. Miedo. Un miedo que iba empujando ramalazos de angustias hasta sus ojos, porque el guardia, hierro candente en manos y sonrisa muerta, laxa en la boca, se le estaba acercando, y él, el sastre Indalecio Soto, un tranquilo ciudadano de Puerto Plata, no lograba despertar, como Dolores, del otro lado de la pared. Dolores que no despertó a las bruscas maldiciones de los guardias, porque como él, Dolores nunca estuvo dormida. Ya el guardia le rasgaba la camisa, y él comenzó a desear que el enrojecido hierro se le hundiera en la carne, que fuera destruyendo capas de piel. Comenzó a desear que con su alarido, también se le saliera Dolores del cuerpo. Dolores que del otro lado de las tablas del rancho gemía, mientras los guardias, afuera, con él, contra él, reían. ¡"A la muy maldita"!, pensó gritar cuando sintiera la proximidad del hierro. Y los guardias allá en la ya avanzada madrugada puertoplateña, matándose a duras penas las risas, para que él escuchara con la cabeza aplastada contra la pared de su propio rancho. Adentro gemía Dolores, gemía la cama, "Maldita, maldit"...Su grito pareció desmoronarse sobre la estéril tierra azuana. A orillas de la inconciencia, las voces militares continuaron luciéndole que salían de un sueño: "Págame , ya es un hecho que el teniente Castillo se ha quedado con la mujer de este" .


A lomos de mula, ocultándose boca y nariz con un pañuelo, el capitán Edigen Nin, "El Veneno", alcanzó el Sisal de Azua cuando los guardias desataban los tres cuerpos que cayeron revolcandose en la polvareda. Escupió, mirando friamente los bordes chamusqueados de las cinco letras grabadas en las espaldas de los hombres que gemían en el suelo.


- Diez presos están limpiando un semillero-, dijo el capitán Edigen Nin, "El Veneno", sin desmontarse de la mula-, ¿quien ha mandado que esos hombres mal gasten el tiempo en ese trabajo tan suave? Esa es labor de vagos. ¿Quien los puso ha hacer esa vaina?


Los guardias, con los hierros de marcar en las manos, se miraban indecisos. No sabían si responder al capitán o arrastrar a los tres hombres hacia la alambrada de púas que acorralaba a los prisioneros del Sisal.


- El administrador civil necesitaba a esos hombres para limpiar un semillero-. Respondió uno de los guardias.


- El administrador civil-, murmuró con la voz manchada de sarcasmo y de humo. El cigarrillo colgaba en el extremo izquierdo de sus labios. Arreó a la mula con rabia. Los guardias lo vieron marcharse en dirección a los barracones. Bajo las primeras lloviznas y entre zumbantes nubes de moscas a las que el capitán arrojaba el humo.


El coronel José María Alcantara enmascaró la sonrisa con la palma de la mano. Se llenó la mirada con las inmensas hileras de surcos que iban a morir a la falda de la azul lejanía de la loma. "En esta tierra no cabe un muerto más", pensó, dando un manotazo a las moscas que revoloteaban. La claridad opaca del día sinsol barrió con los aullídos de los perros realengos; pero el hedor persistía. Debajo de una casa sostenida por altos pivotes, una perra preñada salió asustada por la voz del trueno, sin soltar el trozo de femur que apresaba entre dientes. Alcantara escupió con asco. "Un buen aguacero aplacaría el mal olor", pensó, "pero Azua es una provincia ene-
miga de la lluvia". Sus botas se hundieron en el polvo, de la alambrada de púas que contenía a los hombres se alzaban voces amenazantes unas, otras manchadas de una súplica llorosa. Echó a caminar hacia allá.


Entre la tierra reseca y el alambre de púas, la cabeza de Indalecio Soto soportaba la presión dela boca de la carabina. Las púas rozaban sus mejillas. Estaba tirado de costado, el coronel José María Alcantara pudo leer la palabra grabada a fuego en la espalda del sastre.


- Voy a retirar el fúsil-, dijo el centinela arrastrando pesadamente las palabras-, te daré la oportunidad de hacer lo que deseabas.


- Déje a ese hombre, cabo-. Intercedió por Indalecio uno de los prisioneros-. Ustedes nos necesitan pa’ recogé la maldita cabuya esa. Si nos siguen matando,acabaran ustedes recogiendo sisal.


El coronel José María Alcantara llegaba a la altura de la cabeza de Indalecio Soto. Con la puntera de las botas sobó la cabeza del hombre.- Un verdadero macho siempre hace lo que piensa o dice. Usted, si quería huir-, presionó con la punta del calzado la sién del sastre-, debe intentarlo, y usted cabo, dele la oportunidad que le ha ofrecido.


Continuaban cayendo gruesos goterones sobre la tarde oscura. El coronel José María Alcantara, sonriendo, dio la espalda al guardia y a los prisioneros, contando sus pisadas en dirección a los barracones. El estampido no le causó sobresaltos,cuando apenas contaba el quinto paso. Sin volverse se metió en sus oficinas, a sus espaldas, el cuerpo
de Indalecio Soto, tirado a unos pocos metros fuera de la alambrada se convulsionaba bajo el aguacero recién desatado.


A lomos de mula y mojado, se tiró con los dientes apretados frente a los barracones de la administración civil. La patada abrió bruscamente las dos hojas de madera de la puerta. Chorreando rabia y agua se plantó frente al hombre que había dejado de teclear en la vieja Remington.


- ¿Usted ordenó que esos diez vagos limpiaran ese semillero de bulbos?


El Administrador Civil sintió que la voz del capitán Edigen Nin, "El Veneno" agujereaba su carne. Poco antes del aguacero, que aún caía con esa inesperada furia que llueve en una tierra castigada por largas sequías , escuchó la detonación que lo dejó con los dedos agarrotados sobre las teclas. Luego el silencio, y de pronto el colérico golpeteo del aguacero sobre el techo.


- Yo no he mandado a sacar a ninguno de los presos de la alambrada, capitán Nin-. Dijo el Administrador Civil, poniéndose de pie y echando al suelo pisapapeles y cartapacios.

A lomos de mula y bajo el aguacero se encontró de frente con el cabo Griseldo Pérez-. Dese por detenido, cabo-. Le gritó, y siguió arreando a la mula con movimientos frenéticos. A lomos de mula y encima de la ira que no le permitía respirar, divisó a los diez hombres descamisados, afanando con las guatacas bajo el apretado cortinaje de lluvia. Sin descabalgar le pidió su San Cristobal a uno de los guardias que vigilaba la labor de los presos.


El cabo Griseldo Pérez entró al barracón del coronel José María Alcantara, se cuadró militarmente frente a la sonrisa de su superior, y le informó:- A la altura de El Rosario han visto nuevas patanas cargadas de hombres, coronel.


El coronel José María Alcantara se arrimó al ventanón. La sonrisa se distendía en sus labios, procurando divisar a los hombres empapados, acurrucados en si mismos detrás de la alambrada de púas. Por encima de la canción del agua cayendo a chorros sobre el techo, reconoció el canto de una San Cirstobal, y sin volverse hacia el cabo, dijo: "Llegan a tiempo, cabo, porque la producción de la fábrica ha bajado". Detrás de la densa cortina de agua, la difusa visión de la alambrada de púas se le antojó como una enorme fosa común.


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