martes, 4 de marzo de 2008

Volubilidad De Los Juegos/Otto Oscar Milanese

Volubilidad De Los Juegos/Otto Oscar Milanese


Volubilidad De Los Juegos/Otto Oscar Milanese/De Tres Gotas De Misericordia.

Subíamos riendo las escaleras. Consoladoramente creíamos sentirnos a mil años luz de las caras conocidas, de los parabienes y las melodramáicas despedidas. Sólo una seca cordialidad adusta nos custudiaba las espaldas, en el rostro del botones que nos cargaba el equipaje. Y la borraríamos apremiantemente con dos formalidades: la propina y los buenos días; por añadidura, un portazo en las narices que definitivamente nos hará vivir para nosotros.


Sheila miraba por las persianas, descorriendo las cortinas, cuando me volví de echar el cerrojo a la puerta.- ¡No es comparable el árido paisaje de aquí, con el que teníamos en la costa!- Dijo, abandonando las persianas, y sentándose en el único sillón de la recámara.


- ¡Pero acá no tenemos a Irene a la vuelta de la esquina!


- ¡No!- Se avivó su voz.- ¡ Tampoco significa un alivio!


Era cierto. Suficientemente cierto, bastaba un vistazo primario a la pobre vegetación, casi a ras de suelo, imposibilitada de obstruir la visión de los bajos techos negruzcos, hollinados. Podíamos avizorar los recovecos de los mil callejones de pueblo; adivinar la vida hormigueante allá abajo, no tan lejana. Un cuervo planeó, aleteó y fue a posarse en los cables del tendido eléctrico. Inútil panorama estacionario de un mediodía deprimente.


- ¿ Piensas que nunca escaparemos de Irene?


- ¿ Has escapado tú de un recuerdo?- Me respondió preguntando.


Francisco nos arrastró asiéndonos por los brazos. Simulando reirse como quien cuenta bufonadas, nos apartó de los cumplimientos, de los plácemes, y nos llevó a la veranda.


- Como lo querían.- Dijo, entregándonos los pasajes.- Están separadas las reservaciones en el hotel. Nadie los imaginará allí; pero no se entretengan más con los consejitos y la suerte buena que la gente siempre depara. Ella debe haberse puesto en camino.


Al atardecer paseamos por el senderillo lindero a la autopista. Un prolongado aliento de lluvia nos golpeaba las caras. Sheila oteaba hoscamente la poblada lejanía de cactus.


- Escasamente habrá de llover en estos parajes.- Dije un tanto apático.


- Me irrita esta desolación, cariño,- dijo ella,- preferiría la costa, como usualmente. Si nos la encontrabamos allá... ¿En cualquier sitio no sería lo mismo? Acabaremos buscándola. ¡ A lo peor sólo yo! Siempre sucedió así, cariño. Cuando no me arrastraba él, solita iba yo. Me costaba una eternidad penosa ascender apoyada al pasamanos, desenmarañando en cada peldaño lo próximo a ver: el solitario corredor con las puertas de las habitaciones cerradas, la difusa luz, a todas horas llegando del baño, del salón. Viví una vida si acumulo los momentos detenida allí. Indecisa en traspasar el vano de la silenciosa puerta entornada, o bajar, gritando, las escaleras, eufórica, dichosa de abrazarme a la existencia de las calles. ¡Entraba! ¡Siempre entraba! Sumisamente a mirarla despacio desde los pies-como cuando él me llevó aquella noche y le dijo "Es hija mía"-a la sonrisa indolente que parecía esperar por mi.


De vuelta al hotel, Sheila se esforzaba en soterrar su interés por entrever los rasgos de las personas de los autos. Poco o nada dijimos hasta encerrarnos en la recámara. Remisamente aceptábamos la ubicuidad conferida a Irene por nuestros pensamientos. Abajo, en la calle, la noche temprana olía a monte y a lluvia. Boca arriba me tendí en la cama a fumar; observando a Sheila incursionar desganada en la ceremonia remanente de otras estancias, de otros momentos..., deshacerse de la blusa azul y de los jeans para quedarse en bata. Mirándola sentí en mis ojos un brusco arañazo de la sonrisa de Irene. Viéndola despojarse de la ropa resguardándose en un silencio pundonoroso, como si resultase un sacrilegiohablar mientras emergen firmes los senos a una libertad que los palpita... ¡Inevitable! ¡Es ineludible rememorar a Irene!


Una mano corrugada y feble oprimió mis manos.


-¡Es tu oportunidad!- Me anunció Francisco.- Los doctores Ramírez y López entraron al juego. ¡Eres imprescindible!


-¡Es una cochinada!


Su repulsiva mano se retiró vivamente de las mías.

-¡Es loable que tu hombre posea escrúpulos, Sheila; ¡pero nos sirven un comino!


- ¡Nos sirven un comino!- Remedo Sheila.


Silencio. Tocable y dubitativo... Escozor de futuros remordimientos; pasajes raudos de pesadillas propincuas.


- ¿Cuando conoceré a la señorita Irene?- Inquirí.


- ¡Hoy mismo!- Sonrió Francisco.


Apenas hemos dormido. Sheila jura haber visto a un gato sentado en la baranda de las escaleras de incendio. Se apoltronó en el sillón temblando. Desde la cama, y a través del humo del cigarrillo, advertí en su expresión la mala noche amenazante, derrumbándosenos encima.


- ¡Detesto los gatos!- Exclamó atropelladamente.- Irene los adora. ¡Ella misma hiede a ellos! Cuando se le estrecha la mano, deja ese odioso pelaje fino y maloliente.


- ¡Sólo hablamos de Irene!- Dije, levantándome abruptamente, y descorriendo el cortinaje de las persianas.- Ven, mira y convéncete: ¡en las escaleras no hay nada!


¡Nada! Una casona confortable y solitaria de solterona adinerada. Un cementerio de sueños que no subieron o bajaron los alfombrados peldaños riendo, ni abrieron las puertas a golpes de niñas voces. Sheila se aferró a mi brazo; una ráfaga del temor pasado descubría nueva vez ante ella el corredor, los aposentos, la sala donde ella nos aguardaba.


Apagamos las luces, nos metimos bajo los cobertores. Despertaron mis dedos otras madrugadas vencidas de sopores. Nos ibamos dejando amar por los recuerdos. Todo susurro, un eco de sombras tibias camino a los pechos; un furioso vaiven de caderas; una agonía de rostros dibujándose de noches. ¡Un terror súbito y agarrotador la impele a dejarme, a ocultar el rostro bajo la almohada! La noche se ha poblado de lamentaciones gatunas.


Por vez primera Sheila conocía motivos para entrar a la casa sin la aprensión de otras ocasiones. Escaló lentamente y segura de sí los cuarenta peldaños. Riendo satisfacciones, Francisco la esperaba en el hall.


- El asunto marcha, Sheila.- Le dijo.- La señorita habla de matrimonio con nuestro hombre.


Una felicidad anticipada, un gozo extraño y morboso de las cosas por venir, como si ya mandara a remover las antiguas y opacas luces, y en su lugar viera las grandes arañas que ha soñado. Luz, deslumbrante luz por toda la casa. Ordenar abrir las ventanas cuando el sol golpee los cristales con un puño de diurnidad. La calle y sus mil voces invaidrán los rincones, desplazando el rancio tufillo mohíno de enclaustramiento. El gran salón perderá su aspecto sombrío, y pasará las tardes tejiendo o sentada frente al piano. No recibirá más a los enjutos ancianos de miradas recusantes, y a sus arpías consortes ridículas, afanadas en desvanecer las arrugas tras un apelmazado maquillaje.


Toda la noche un miedo de estremecida piel sudada contra mi costado. Un chirrido de dientes. Una tenaz lucha silenciosa.


- Comencé a odiarlos porque iban siempre tras ella.- Su voz se angustia de penumbras a mi lado.- Tropezaba con la fosforescencia de sus ojos y me sentía escrutada por ella. Aun cuando la internaron, los malditos maullaban sobándose contra mis piernas. ¿Piensas tú que maullarían de hambre, verdad? ¡No, cariño! Me hostigaban exigiéndome mirarles, ver en ellos a su ama sobreviviendo a los días, mansamente lúcida en el salón. ¡Intenté las paces! Puntualmente les di comida a la hora de costumbre, y hasta le acepté el derecho a encaramarse a los sillones y las camas. Venciendo mi repugnancia, procuré acariciarlos y me respondieron con zarpazos. Nunca me aceptaron por dueña. Se asemejaban a nuestros vejetes visitantes, quienes acertadamente optaron por alejarse. ¡Mejor así! No soportaban tanto formal cinismo reciproco. Además, lograban hacerme sentir sucia, ruin. ¿Pero por qué, cariño? Sin proponérnoslo le regalamos un favor a Irene. ¡La pobre, realmente se enfermó de tanta soledad, de tantas divagaciones! Quizás hubo vileza de pensamiento, porque planeamos todo creyéndola sana. ¡Pero no lo estaba, y urgía que se le atendiera! ¡Ellos no podían reprocharme nada, nada! A no ser que viesen en mi a la advenediza, a la bastarda que Irene le tenía prohibido entrar al salón, cuando ellos visitaban. ¿Oyes a los gatos, cariño? Gritan como cuando Francisco nos dijo "La señorita dejará el sanatorio".


La furtiva ceremonia le acrecentó a Sheila el sueño de felicidad. Una dicha de arrebatos calculadores. ¡Pobre Irene, creyendo casarse! Asintiendo a los solapados consejos. Envolviéndose en el estricto silencio que Sheila vertió sobre todo... El juez, los testigos, el novio, todo buscado por ella. Le había dado marido a su antojo, y luna de miel señalada como "viaje de recuperación" para los viejos amigos de la familia. Francisco se mofaba de placer mordaz.


-¡Se casa tu hombre, y tú así tan tranquila..! ¡Sin celos, sin nada!


Nos quejamos a la gerencia del hotel por los ruidos de la noche anterior. un señor constipado, mirándonos por encima de sus anteojos, se disculpó glacialmente amable, aduciendo que no sabía existieran gatos por lo alrededores. Sheila no ha querido acompañarme a caminar las calles del pueblo. La dejé temblando y arropada, murmurando dislates ininteligibles. Me he vuelto en compañía de un joven médico. En la mesita de noche, la bandeja con el desayuno de tostadas y huevos revueltos aún no lo habían retirado. El doctor se marchó luego de auscultarla. Dijo que su pulso era perfecto y no rastreó síntomas de calentura. Las convulsiones delirantes persistían. Prescribió pacientemente un somnífero, aconsejándome trasladarla a un hospital si continuaban las convulsiones.


-¡Tanto tiempo recluída y no le afectó!- Dijo Sheila, sacando vestidos del armario y arrojándolos en la cama.- Francisco dice que la señorita vuelve sana, que ni siquiera se fue enferma.


-¿Nos iremos a la costa de luna de miel?


-¡No! Estaríamos muy cerca de ella. ¿No te das cuenta? No es un viaje de novios. Es una huida. Antes de poner un pie en esta asquerosa casa, lo sabrá todo. Francisco se ocupa de las reservaciones en algún hotel de pueblo. ¨¡No pierdo nada, cariño, me voy contigo, a quien la imbécil cree su esposo!


¡Sheila ha quedado atrás! Con una estática mirada llena de penumbrosas escaleras, de infinitos corredores, de amplios salones estigmados por la presencia de Irene, y de gatos. He bajado las ventanillas del auto, reanima sentir mi sonrisa golpeada de noche..., me hace creer oir a Francisco decir: "Su señora le aguarda", y que sólo cuarenta peldaños nos distancian.

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