lunes, 10 de marzo de 2008

El Retrato Hablado

El Retrato Hablado/Otto Oscar Milanese

El Retrato Hablado
Otto Oscar Milanese
Del Libro Inédito "Vueltas Sobre El Mar".

Vicente era un hombre gordo, y lo peor, tenía nombre de obeso. No me alcanza la memoria para tropezarme con algún Vicente flaco en mis recuerdos. La obesidad de Vicente, don Vicente para muchos, es intrascendental, si la menciono, es porque la policía anda ocupadísima en dibujar su retrato, y parece que nadie coopera con los del orden. Increiblemente nadie parece recordar como era Vicente.


Además de la imponente fisonomía de Vicente, puedo recordar dos hechos repetitivos derivados de su llegada al pueblo. El primero: que jamás dejó de visitar mi barra. Y el más importante: que al finalizar su estadía, siempre se echaban de menos a cuatro o cinco ciudadanos. Todos nosotros sabíamos a lo que venía Vicente una o dos veces al año. Muchos de nosotros nos desvivíamos aguardándole, porque nos prometió llevarnos en el próximo viaje, y esto provocaba dos efectos antagonicos. El efecto positivo consistía en que los hombres, obsesionados por reunir la cantidad estipulada para el viaje, laboraban con más ardor. El efecto negativo repercutía en la vida hogareña. El padre de familia se tornaba cicatero, afanado en ahorrar gran parte de su salario para entregarselo a Vicente.


El capitán se presentó intempestivamente a la hora en que la barra solía verse más concurrida. De complexión baja, con un espeso bigote negro, y con un rictus en el rostro que denunciaba un insoportable dolor de muelas, vino hasta mi por entre las risotadas y la música, por entre las voces yla densa humareda.


- Usted conoció a Vicente-. Me lo tiró así de saludo. Con un desabrido tono que no interrogaba ni afirmaba-. Usted debió conocerle, acostumbraba a emborracharse en este tugurio.


Detrás del mostrador, sacaba dos Presidente que ordenaron, sin dejar de observar el adusto rostro cetrino del oficial, que daba rítmicas palmaditas sobre la superficie lisa.


- A Vicente le conoció todo el mundo, capitán-, sostenía la desesperada mirada demencial que me fusilaba desde el otro lado del mostrador-, si acudía a emborracharse aquí, como usted afirma, todo el mundo, incluido usted, debió conocerle.


La dificultad en tragar fue obvia en el rostro, en la garganta del capitán. La mano cesó de tamborilear, se crispó, parecía haber encontrado una súbita muerte sobre el mostrador.


- Las bromas pueden costarle la clausura de esta pocilga. ¿Entiende usted?- Un cuchillo de voz difónica, ahogada en rabia contenida-. A Vicente, nadie ha podido describirlo en el pueblo. El sargento Heredia se ha gastado un mes en interrogatorios, procurando dibujar un retrato hablado de Vicente, y nadie aporta nada. ¡Vicente es un hombre sin rostro!


- O un hombre temido, capitán. Nadie desea comprometerse.


La mano del capitán reinició el interrumpido golpeteo, se animaban los dedos, danzaban.


- Podría ser cierto. Creo que usted le sería útil al sargento Heredia.


- ¿Por qué buscan a Vicente, capitán?


- ¡Tráfico de indocumentados!- La mirada se impuso al dolor, para fijarse escrutadoramente en mi-. ¿Algo mas?


- Es suficiente-. Dije.

- ¿Entonces, colaborará usted con el sargento Heredia?


- Probablemente-. Dije, y el capitán pareció conformarse. Se retiró tal y como había llegado, prescindiendo de toda formula de cortesía.


El capitán, como el resto de la población, sabía que si alguien poseía motivos para querer describir aVicente, esa persona era yo. Se las tenía jurada al gordo, desde la noche en que comenzó a atiborrarle la mente de pendejadas a Altagracia.

- Deje en paz a la muchacha-. Le advertí, mientras dejaba en la mesa la cerveza que había pedido.


Su enorme vientre se estremeció por una explosión de risa.


-¿ Celoso, eh?


- Piense lo que quiera, Vicente; pero no sonsaque a la muchacha, ella no necesita ir a ningún lado. Se encuentra a gusto aquí.


Consumió más de la mitad de lo que le había servido. Se restregó groseramente los labios gordezuelos con el reverso de las manos.


- Entiendo-, dijo entre carcajadas-, debe usted tenerla explotada. Apuesto a que le paga una miseria.


- ¡Vayase al diablo!- Exclamé, y fui a meterme detrás del mostrador, perseguido por las risotadas del gordo Vicente.


Me afligió la alegría con que Altagracia vino a decirme que se marchaba. Sospechaba que Vicente la había convencido, y mientras ella agradecía el tiempo que estuvo laborando para mi, yo la imaginaba entre las viejas paredes de madera de su alcoba, metiéndo raídas mudas en una maleta prestada. No encontré la forma de disuadirla, pese a todo, su alegría acabó emborrachándome con una comprensión que aislaba, apagaba un poco mi tristeza. Entonces, no podía remotamente imaginar aquellos helicopteros revoloteando sobre la mar picada, y los informes de los noticieros radiales. El oleaje que la TV. dominicana arrojaba contra mis ojos, contra el cerebro negado a asimilar el claro mensaje de que no habían sobrevivientes.

El capitán, todo el pueblo, sabe que he vivido aguardando a Vicente. No ha regresado desde que ocurriera la tragedia; pero puedo describirle muy bien. Será un placer describirlo, sentiré que voy quedando mejor con Altagracia. El recuerdo de Altagracia comenzará a buscar un lugar menos nocivo en mi ser, lo único incomprensible, es ¿por qué debo describir a alguien que todo el pueblo, incluyendo a los oficiales del cuartel de la policía, conoce?


El capitán se presentó a la noche siguiente. Venía acompañado por un hombre delgado, que resultó ser el sargento Heredia. Como habitualmente, no saludó, ni realizó presentación alguna, fue directamente a su objetivo.


- ¿ Dispuesto a colaborar?- Preguntó-. El sargento Heredia anda armado para trabajar-. Señaló con el indice el cartapacio que portaba Heredia.


Los invité a que me siguieran a un cuartucho ubicado en la parte trasera del local, que solía utilizar para esporádicos y breves reposos, durante las trasnochadas de los fines de semana. El sargento Heredia no perdió tiempo, habilmente trazaba los adiposos rasgos faciales que le describía. Borraba, mejoraba una perspectiva, observaba el dibujo desde ángulos diferentes; asentía o renegaba gruñendo, siempre con un cigarrillo apagado entre los labios. El capitán se paseaba a espaldas nuestras, y en ocasiones espaciadas, metía sus negros bigotes por encima de los hombros del sargento Heredia, para observar la cara que aparecía cada vez más nitida en el papel.


- ¡Ya lo tengo!- Gritó el sargento Heredia-. ¡Por fín tenemos el rostro de Vicente, capitán!


El capitán corrió. Tomó el papel entre sus manos-. ¡Perfecto! ¡No cabe dudas, es él, reproduciremos este rostro!


Me animaba, se animaba el recuerdo de Altagracia dentro de mi, entonces, tomé el papel que el capitán me tendía.

- ¡Pero..., pero si este hombre no es Vicente!- Exclamé.


- ¡Cómo que no, carajo!- Gritó el capitán-. ¡Usted mismo se lo describió al sargento Heredia!


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