lunes, 10 de marzo de 2008

Oleajes De Vidas..., Resacas De Muertes

Oleajes De Vidas..., Resacas De Muertes/Otto Oscar Milanese

Oleajes De Vidas..., Resacas De Muertes
Otto Oscar Milanese
Del Libro Inédito "Vueltas Sobre El Mar".

La sintió endeble y trémula apretujarse en su regazo. Ahora las avenidas andadas le desandaban por los ojos entornados. Aterida y pequeña como un cachorrito entre sus faldas. El cansancio acumulado de días para ir, de días para venir... ¡Y no llegar jamás! Le roncaba el estomago. ¡Pobrecita! ¡ Dios, eso era! Le roncaba el estomago, hasta sentirla como un ruidito de cataratas díminutas cayendo entre sus piernas. ¡Y no llegar! Porque nunca tuvieron a donde dirigirse. Unicamente pisar y repisar unas calles hechas para hombres que las observaban con una rauda compasión, que se les disfumaba al viraje de la esquina, o que las fulminaban con miradas desdeñosas. ¡ Y nada mas! Sólo eso... Y un latigazo frío de avanzante otoño. ¡ Dios! Le ronca el estomago. Un chirrído aspero, bajito. En ocasiones crée o siente que son las viejas tripas hambrientas suyas, las que gimen en la noche, en el frío. ¡Otoñal concierto de visceras gastadas! ¡ Dios! Pero es el hambre de la niña que solloza, o a lo peor, son ambos estomagos al unísono. La batalla de ruidos la percibe en todo el cuerpo; como si del cuerpo todo le brotara agrio y denso; como si todo le brotara del cuerpo angustiado y turbio. La niña se agita o la remueve el hambre o la estremece el frío, y a lo peor es el sueño que no la desea ya, y procura vomitarla sobre una realidad friolenta de zaguán escupido y meado. Casi reza para que no se despierte, y continue abatida en su regazo, con su inconsciente hambre, con su entumecimiento... Casi reza. ¡ Dios, casi reza! Pensó en la hora. Extraño. No acostumbraba a preocuparse por las frágmentaciones del día. Poseía su reloj de hábitos pordioseros. Su división de tiempo miserable y avasallador. Pensó que debía ser tarde. Extraño. Jamás le parecía temprano o tarde para nada. Poseía toda la ciudad para caminar y no llegar; para andar sin tiempo, cantándole a la niña andrajos de canciones mas tristes que los trapos que mal cubrían a ambas. Esos trapos abandonados por la gente en las verjas de los jardines, con su inocultable sello de destinarse para otros que, luego los lucen o los deslucen, y los trapos parecen gritar: Tuve otro dueño, otro ropero, otro sudor. Pero es tarde, aunque sólo sea para que sea tarde alguna vez. Ahora es el tiempo de pensar que es tarde; de vociferar que es tarde, porque no circulan automoviles, y apenas, entre una hora y otra, transita la indecisión de un paso beodo, que arrastra una interminable secuencia de imprecaciones y tonadillas a medias. Mas, nunca es tarde, ni existe tiempo para ellas. ¡Dios! Capta que lo ha pensado pluralizando, y entonces siente todo el peso de la niña arrimada contra su cuerpo. Si no temiera despertarla a la conciencia del hambre, la aferraría, para defenderla de ese plural pensado hará unos segundos. ¡La niña no! La niña que tenga su tiempo normal y establecido, que lo perciba y lo disfrute; que lo agarre y lo sufra igual que los demás. Que desconozca ese tiempo de hurgar en basurales; ese implacable tiempo de ir y de venir a ningún lado. Que corra su tiempo distante del tiempo al que ella se ha acostumbrado.


Le arde la zona de piel en donde la niña tiene reclinada la cabeza. Piensa moverla, reformar la posición de la niña y la de ella. No se mueve. Lo piensa y no se mueve ni la mueve. Corren las horas, o el tiempo de ella. El tiempo del zaguán escupido y meado. Corre el calambre por sus piernas, y no se mueve ni la mueve, para no removerle el sueño, para no estrujarle el sueño con un brusco despertar de oscuro tufo de zaguán. Corre el calambre por la espalda, y ya no siente la dura glacialidad de ladrillos contra su espalda, ni siente el tiempo, ni a la niña, ni a la noche. También ella se ha olvidado de su hambre. Dormidamente olvidada.


El zaguán se inundó de luz y de gritos. Primariamente creyó ver venir al sol con los gritos,despejando tramos de sombras en las calles; de sombras y de silencios. Casi se convencía de que era un sueño más. Uno de esos por los que estuvo deambulando en el decurso de la noche anterior. La noche toda de un sueño a otro. Cada vez peor y mas miserable el sueño, y cada vez menos sueño. Calles de rutinas emporcadas en un rincón de memoria. Fatiga de ayer amontonada sobre el cansancio de hoy. Cada vez, sueños mas
pegajosos y respirables, y cada vez mas palpados y retenidos, como flacas manecitas translucidas que se aferran a sus manos. Cada vez mas lancinantes, como hambrientos sollozos de boca de corazón niño que le estremecen los harapos, y mas reales cada vez.


Sol expandiendo oleadas de luz sobre los basurales de las esquinas los edificios, y los autos aparcados a uno y otro lado de las calles. Todo entra rauda e inesperadamente al día, hasta advertirse despierta, y también, milagrosamente metida dentro de otro día. Abotargados ojos enrojecidos. Despierta y bajo la luz, al lado de los chillídos de la niña. Despierta, endurecidos los ojos desmesurados, como si pasara del sueño a la realidad sin haber despertado. ¡Pero ha despertado de golpe! Bruscamente ha despertado a los aullídos de la niña; al latigazo de frío en carne entumecida. Le pasa y repasa los escualidos dedos por entre las greñas enredadas. Noche oscura enredada de pelos. Cabellos negros y crespos enredados de nocturnidad, y los translucidos dedos de ella como dientes de peine, en vano intento por desenredar las ebras de noche entrelazadas al pelo. La niña la observa, y silencia su hambre con un tierno abrazo a la calva muñeca rota que le han obsequiado los zafacones visitados por las manos de mamá. Ella le canta a la niña, y la niña le canta a la muñeca, y la muñeca calva, la tuerta muñeca con sonrisa de fábrica, las escucha impasible, lejana, como si poseyera un corazón de hombre de ciudad.


Todo el día metiendo las manos en botes de basura. El llanto de la niña. Calles y avenidas apresadas en la desesperación de los ojos, y el llanto de la niña, que resbala entre mocos resecos. El sol sube y no calienta. Desea recordar otro sol, otros días sin manos sucias. El llanto de la niña. Llora quedito y arrimada a las faldas de ella, es un llanto exhasperante que la enloquece, que le ahuyenta las memorias. La vida no se rezaga en pretéritos, es una vivencia que siempre anda atada al ahora; al presente de hambre y de lágrimas rodando por el diminuto rostro de la niña, quien la mira desde todos los resquicios del ahora continuuo, inacabable. Manos que se sienten molestas, húmedas, impreca en murmullos con voz apática... El llanto de la niña. Desearía callarla, llenarle la boca de alimentos, y el escualido cuerpecito de raquiticas caricias; pero apenas alcanza dinero para una golosina, y las manos..., repite la imprecación, se han emporcado de inmundicias. "Palpé un cagado pañal de bebé", piensa, "Pronto mamá, reunirá latas suficientes, para que ambas podamos comer". Un regusto a falsedad acude en brusco oleaje hacia su realidad. "Continuaremos hambrientas", piensa, y deja caer un beso sobre las niñas mejillas húmedas de sal, y la niña le lanza una desvalida mirada infantil que besa al beso.


Ha resultado pesima la jornada. Escucha la disonante melodía metálica, que producen las latas vacías al entrechocar dentro de la bolsa plástica. El llanto de la niña. La envidia camina desde sus ojos hasta las bolsas repletas de latas que cargan dos recogedores. Ellos pasan a su vera. A la vera de las manos pegajosamente sucias de ella. A la vera del hambre de la niña. Condenadamente malo el día. A esas horas debía estar formando fila frente a las máquinas trituradoras de latas. Ella y la niña aferradas al llanto, asidas una de la otra, con el hambre arrimándose a la bolsa negra de la que emana el caliente tufillo de las sobras de refrescos y cervezas. Ella y la niña. Ella con su miedo de antes. Imbécil pavor de imaginar que las máquinas triturarían sus manos, en el instante de empujar las latas. Y la niña llora, y ya no parece un llanto de hambre. Llora por las madres manos sucias de visitar los zafacones, y rebuscar afanosamente; por las manos
que ya le perdieron el temor a la máquina trituradora, y piensa: "La gente es peor, porque trituran y tragan cuanto pueden, y jamás devuelven nada".


Iba. Venía. Deteníase a por las latas. Iban y venían el llanto de la pequeña y el rugido visceral de ambas. Sin percatarse encontrose revisando los zafacones de la iglesia, en donde una vez se refugiara. El edificio de ladrillos rojos la sobrecogió de manera idéntica a cuando estuvo frente al pastor por vez primera. "¿ Eres adicta, o acabas de salir de la cárcel?" En mangas de camisa, tras el escritorio atiborrado de lapíceras en desorden, cartapacios y papeles amontonados descuidadamente. "Deambulo de acá para allá. Recojo latas para darle de comer a mi hija". Le pareció que no existía una persona sentada detrás del escritorio, sino una mirada, una inquietante mirada escrutadora. "Si quieres que no acaben quitándote a la niña, puedes quedarte aquí. Ambas dormirán en el tercer piso; en el sotano duermen los hombres, procura no enredarte en amoríos o volverás a la calle".


Regresó a la calle. La mirada, la perturbadora mirada la requería con más frecuencia, ahí de pie frente al desordenado escritorio, la sentía en todos los rincones de su cuerpo, y anticipaba las arcadas que reprimía. "La niña no llora de hambre", pensaba. La voz masculina indagaba; pero apenas era voz, sólo existía el asedio visual que le oprimía los senos. "¿ De dónde eres?" El acorralamiento insistente de obscenos destellos dirigidos a su sexo. "La niña viste bien", pensaba. "De República Dominicana". Sin sonrisas, sin parpadeos, descaradamente hurgándole todo el cuerpo, adelantando futuros instantes de lujuria insaciable. "¿ Tienes familia aquí?" Le besaba el cuello con los ojos, y con los ojos le mordía la boca. Enana, hueca, inútil, con las manos amparándose una a la otra. "La niña no padece frío", pensaba. "Tengo a mi hija".


Calladamente repartía escobazos de un rincón a otro de la iglesia. La niña jugaba con muñecas vestidas y asistía a la escuela. Ayudaba al cocinero con los alimentos destinados para los hombres del refugio. La niña no se despertaba en el frío de un zaguán maloliente. Pero la mirada la buscaba cada vez más, sentía en su cuerpo el lujurioso estudio de aquellos ojos. Un día de muerte invernal, la voz, la mirada, la conminó a que se aproximara. "La niña no sufre", pensó, rozando el borde del escritorio. Un pesado aliento estomacal se le abalanzó. La estremecieron arcadas de repentino asco, y el pavor desorbitado de sus ojos, y la voz atiplada que sonó a sus espaldas: "¡Puta! ¡ Nunca me equivoqué contigo!" Hípidos y llantos escalera arriba, con la voz de la esposa del pastor pisándole los talones, "¡así pagas nuestra hospitalidad, furcia!"


Nueva vez ir y venir con el hambre de la niña a cuestas. Primaverales tardes de caminatas sin destinos. Plazas y calles en donde echar al olvido de unos minutos la fatiga y la conciencia. Noches para moverse de un vagón a otro del tren, aguardando que el número de usuarios disminuya, para tirar los ronquidos del hambre y del cansancio en cualquier asiento, apretándose contra la asmatica respiración de la niña. Aguardando a que el último sueño la sobresalte y le traiga a Pepe, tal y como Pepe era cuando decía amarla.


entonces importaba sólo Pepe, aunque a Pepe sólo le importara abandonar la ringlera del medio centenar de casuchas. Importaba sólo Pepe, aunque en ocasiones varias pensaba que tenía hambre; pero luego solía no pensar más, porque el hambre no se piensa, se siente, y además, ella, entonces, no acostumbraba a pensar, eso pertenecía a Pepe. Y Pepe pensaba que urgía dejar la rustica casita pintada de azul, con su pequeño conuco en el patio. "Pepe que piense lo que le venga en ganas", pensaba ella, interrumpiéndose para murmurar contra el atardecer las letras de un merengue de Sergio Vargas. "Siempre que piense que se va, sin que se vaya, que piense lo que quiera". Soplaba el anafe, hervían los rulos, y continuaba parafraseando el merengue. Pepe decía que la vida empeoraba, que todo marcharía mejor cruzando el mar. "Los políticos nos han jodido, mujer", comentaba Pepe saliendo del conuco,"¡Nos cagaron el país!" Pero ella se sentía contenta, y la vida no era mala, aunque jamás, para no contradecirlo, se lo dijera. Mala no, siempre que Pepe sacara una desvencijada silla al patio de crepúsculo triste, para fumar un Cremas, con el famélico perro echado a sus pies. La vida no era mala, sino monótona y apacible, como una lenta puñalada de brisas propinada por el río. Lo malo era que Pepe pensaba. Ella, solícita, apañabale la mesa, y por las noches le arrimaba su delgado cuerpo. ¡Pensaba Pepe! Por eso se fue con la fulana de la ciudad que residía en el extranjero. "Nodeseo hijos andrajosos y minados de parasitos". Por eso dijo Pepe que se marchaba, y ella lo dejó ir mejillas abajo entre merengues de Los Hermanos Rosario sonando en la vieja radio. "Un día volveré con dinero para casarme contigo y ofrecerte una vida distinta". Por esose marchó Pepe, y ella lo entendió, aunque él no imaginara ni entendiera que ella no ambicionaba esa existencia diferente; que lo distinto era verlo ir, tan distinto, que comenzó a sentir realmente su miseria, su hambre, y supo que el hambre si podía pensarse, o la pensó ella como un dolor de tripas dominicanas.

No regresaba ni escribía Pepe. Los que retornaban no hablaban de él, y ella con tantas ganas de contarle lo que le había sembrado en el vientre, en alguna noche de ventana abierta al calor de agosto, y al aroma de tierra húmeda y quemada que descendía de las lomas. De Pepe, nada. Sólo el recuerdo y lo que se le movía en el vientre. Poco le agradaba pensar, pero de algún modo, pensar casi convertíase en aproximarse a Pepe. Prefería sentarse en el patio, al anochecer de quejas de lejano río escondido en la oscuridad, y no pensar, sino abandonarse al tedioso díscurrir de las horas sin Pepe. Sin embargo, aunque molesto y deshabitual, pensaba y sentía a Pepe. Pensaba como Pepe, y un día amaneció pregonando que vendía la casita y los chivos y las gallinas, porque se iba a buscar a Pepe, para parirle el hijo en donde lo conociera.


Con la niña y el hambre de allá para acá. Nunca nada de Pepe. Avenidas, zaguanes, trenes... ¡Nada! Años, indocumentada y sola, entre un despido y otro de las fábricas, por pensar en Pepe y perder la concentración en el trabajo, o por pensar en Pepe y no ceder a los reclamos amorosos de sus supervisores. ¡Y de Pepe, nada! Nada, hasta esa mañana de brazos políciales que la sacuden y la sacan del miserable sueño en un asiento del tren. Nada, hasta que oye lejana la voz que le habla en inglés, y otra que le traduce al castellano, que le quitan a la niña porque no puede ofrecerle un hogar. No reacciona. Sus abotargados ojos de sueño están detenidos sobre Pepe... Sobre el periódico tirado en el piso del vagón, y entonces grita, aulla, porque le arrancan a la niña, y por ese Pepe que en la fotografía del periódico yace ensángrentado en una calle de Manhattan.


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