martes, 4 de marzo de 2008

La Muerte De Martín/Otto Oscar Milanese

La Muerte De Martín/Otto Oscar Milanese


"Se murió Martín
en la carretera,
le prendieron cuaba,
porque no había velas".

Héctor J. Díaz.


Cuentame un merengue.
"Historias sugeridas del merengue".


La muerte de Martín. ( A la memoria de Héctor J. Díaz).
Otto Oscar Milanese.




- Voa aparejá el burro, mujé -. Dijo el hombre, con una voz que deseaba sonar firme y segura.


La mujer se echó aire con un mugroso pedazo de cartón, miró el cielo sin nubes, y no dijo nada. Martín Jiménez, pálido, tembloroso, encontraba súbitamente difícil la tarea de aparejar su esquelética montura. La mujer se percató de la torpe maniobra de su marido; pero continuó callada. Volvió a levantar la mirada hacia el cielo, y pensó: "Ni él ni el burro van a dí muy lejos; pero naide se lo pué decí, porque se da una inforforá der diablo".

En dos ocasiones los aparejos se le escaparon de las trémulas manos. Sudaba, veía el rancho estirarse y girar. Reprimiendo una maldición, para que Filomena no se diera cuenta del trance, Martín Jiménez se agachó a recoger los aparejos, y el mundo dió vueltas... Él, Martín Jiménez, lo estaba sintiendo.

- Adentro nos queda un pedazo ‘e pan, voa hacé una agüita de azúcar pa’ que se lo coma usté antes de dirse.


- No ombe, como va se’, mujé. Guarde ese pedazo ‘e pan pa’ usté, que naide sabe to’ er tiempo que va tené que e’pera’me -. Había logrado aparejar el burro,y procuraba montarlo de un salto. La mujer, el rancho, el límpido cielo azul, y la rala vegetación sureña daban vueltas frente a Martín.


- ¡Quédese Martín, carajo, e’ que no e’tá viendo que usté e’tá quebrantao!


Las frases de Filomena llegaban desde muy lejos, fraccionadas. "El agua de azúcar", pensó Martín Jiménez, "la mardita agua de azúcar me ha debilitao to’".


- ¡No, mujé, tengo que dirme par pueblo ‘e Azua, o nos morimos ‘e jambre ya mesmo!


- Quédese Martín, quizá pa mañana mesmo Dios nos manda un aguacerito y er conuco vuerve a reverdecé; pero quédese, ombe, que de lejitos se ve que usté no e’tá na’ bien.


Martín deseó sonreir, y alcanzó a plasmar un gesto entre la mueca y la sonrisa-. No ombe, Filomena, déjese usté de vainas, que voa e’tá yo dizque enfermo. Di’pué dirá usté mesma si fue güeno o no que yo me juera par pueblo ‘e Azua, cuando me vea vorvé con el burro carga’o de alimentos-. Arreó al burro, y se puso en camino sin despedirse, sin voltearse a mirar. Filomena, de pie, a la puerta del bohío, miraba como se alejaban hombre y bestia.


- ¡La virgen de Artagracia me lo’ proteja a lo’ do’_, dijo Filomena, santiguándose_, manque pa’ mi no llegan a bajá la loma, no llegan a la carretera!


A la altura del primer recodo de la ladera, el burro se echó bruscamente a tierra, lanzando a Martín Jiménez por encima de la cabeza. El sol no había escalado a su cenit, pero quemaba. Martín Jiménez quedó inconsciente, despatarrado sobre el pedrerío y los guijaros. El burro, echado, vigilaba la inconciencia del hombre. Una lagartija atornasolada se soleaba sobre un peñasco. Sintió los parpados pesados, arenosos y ardientes. Procuró moverlos, sin comprender todavía lo sucedido, "’Onde diablo e’taré que no arrecuerdo na" pensó, y abríó los ojos, entonces vió al burro echado tercamente en el sendero, y recordó:


- ¡Anjá! - exclamó, con la saliva ensangrentada y espesa -. Güena me la hecho e’te tunante; ¡agora mesmo verá quien e’ Martín Jiménez, carajo!


Intentó moverse, y el dolor estremeció todo su cuerpo. Instintivamente se palpó la pierna derecha. "Debe e’tá rota", pensó, y se arrastró hacia la peña, espantando la lagartija. Débil, mareado por el hambre y sintiendo el escozor de la carne lacerada en varios puntos de su cuerpo, Martín Jiménez luchó denodadamente por ponerse de pie, apoyándose con ambas manos en la peña. Reprimió un grito de dolor, la pierna lo martirizaba; pero consiguió la verticalidad de su cuerpo. Poco a poco logró mover la pierna, sosteniéndola con ambas manos a la altura de la rodilla. El árido paisaje giró, como si Martín Jiménez lo mirara desde una borrachera. El burro, el pulcro cielo azuano, el guazabaral, todo danzaba de izquierda a derecha y súbitamente se desplomaba. "Una vara", pensó Martín Jiménez, escudriñando el desolado paraje, "una vara o una rama‘e mango o de quenepa, carajo, pa’ que e’te mardito animalejo sepa lo que e’ güeno". El sabor del hambre, el sabor de las entrañas vacías estalló amargamente en la boca de Martín Jiménez. "Lo voa dejá dí", pensó, mirando al burro, "totar, que el probe ‘ta pior que yo, porque ni agua de azúcar ha probao en semanas, además, lo ma’ importante agora e’ llegá a la carretera manque sea gateando".


Caminó, se arrastró penosamente, sin saber siquiera si avanzaba en dirección a la carretera. "Si bajo hasta la carretera, un jeep me pu’e recogé", pensaba, dejando pedazos de la podrida camisa entre las piedras y colgando en las guazabaras. ¡"Tengo que arcanzá la carretera! ¡Tengo que arcanza’la por Filomena, no la pue’o dejá morí ‘e jambre allá arriba"! Caía, trabajasomante se levantaba Martín Jiménez. El dolor de la pierna ya no le molestaba, ni siquiera la sentía por el entumecimiento. El infierno era la boca. La boca y la sed. La boca y el sabor a tripas. La boca y la saliva espesa, reseca, casi sólida. Se arrastraba,andaba cojeando pequeños trechos, sobre cascajos puntiagudos y bajo el sol. ¡El duro sol azuano! "Tengo que bajá, carajo", casi corría, con toda la manigua azuana para él. Con todo el sol para su ardiente cabeza, para su sed que le impedía escupir. Caía y rodaba loma abajo, y el sol siempre arriba. Los pies manaban sangre, pero continuaban devorando tierra reseca, ramas deshojadas, hoyos de arañas.Corría fuera de sí, con toda la manigua para él, hasta que oyó o creyó oir el ronquido de un motor. Bruscamente se detuvo y se echó a reir como un muchachito. Se olvidó de la pastosidad de su boca; ignoró el dolor de su carne lacerada, y se echó a reir como un poseso. ¡ "Un carro, eso e’ un carro o un jeep"!, pensó, embriagándose con la proximidad de la carretera. ¡"Si, señor, ese ruido e’ de un carro, y yo voa llegá, carajo, manque sólo sea pa’ sarvá a la probe Filomena"! Volvía a caer Martín Jiménez, y rodaba hecho un ovillo, saliendo, quedando boca arriba con todo el sol azuano para él, sobre la calcinada carretera.


La implacable sequía azuana tocaba a su fín. Arriba, en la loma, llovía torrencialmente. Cuatro hombres llamaron a la puerta del bohío de Filomena. Ella miraba por el ventanón abierto la salvaje caída del aguacero. Pensaba que Dios se acordaba de ellos. Los ríos, las cañadas, las regolas, bajarían con agua. Era una bendición del cielo para el conuco de Martín Jiménez, pensaba ella, cuando escuchó esos golpes bajo la lluvia, a la puerta de su bohío. Abrió la puerta y se quedó de frente a la lluvia, de frente al burro de Martín Jiménez y al conocido cuerpo de hombre que se mojaba atravezado sobre la bestia.


La noche sería larga y lluviosa en compañía del muerto. Filomena no lo creía, el estupor atenazaba su garganta y no la dejaba gritar. Se había derrumbado sobre una silla de güano, frente a la rústica caja en donde las vecinas habían metido el cuerpo de su marido , luego de lavarlo y vestirlo con el pantalón y la camisa con menos remiendos que pudieron encontrar colgando de un clavo en un rincón del aposento.


- Manque sea una velita hay que encende’le al difunto, comay -. Dijo una vecina a Filomena.


Afuera la lluvia continuaba. Intransitables, los caminos se habían convertido en lodazales resbaladizos. El aguacero arreciaba. Grandes charcos se formaban en las callejuelas. La noche se anticipaba precipitadamente.


- Pue’ aquí no tenemo na’, comay, por eso diva par pueblo mi probe mari’o, porque aquí no hay ni con que comé.


- ¡Ombe,comay, que no se pue dejá a un difunto sin sus luces!- Insistió la vecina.


-Pue antonces, voa encende’le una a’tilla ‘e cuaba - dijo Filomena, echándose a llorar de repente -, ¡totar, que to’ e’ lo mesmo pa’ un muerto!


No hay comentarios: