¡Todo Está Bien!/Otto Oscar Milanese
-¡Todo está bien!- Dijo el acusado, mirando intensamente al Fiscal, luego de que el Juez le preguntara si tenía algo que abogar en su defensa.- ¡ Todo está bien!- Repitió con entereza, y hundiendo la barbilla en el pecho, espero de pie la grave voz del magistrado anunciando la pena máxima. El murmullo que siguió a la voz del juez, encontrándole culpable de doble asesinato en primer grado, no se extinguía aún, cuando Manuel se dejó caer pesadamente sobre el banquillo, por el pasillo central de la sala atiborrada de público, observó venir en su busca a la pareja de guardia. Las recias pisadas de los uniformados iniciaban los 60 años de la condena. Reunió valor y decidió aguardarlos de pie, el Juez abandonó el juzgado por una puerta del fondo, y el Fiscal, impasible, recopilaba en un cartapacio los documentos referentes al juicio, sin mirar al condenado que no dejaba de observarle.
Era hombre tranquilo, sin vicios. Había tenido uno, el alcohol, pero cuando le conocí ya no tomaba. Los escasos amigos que poseía comentaban que su tema preferido de conversación giraba en torno al hijo matriculado en la Universidad Autónoma de Santo Domingo; como nadie nunca vió a ese hijo, no faltó quien aseverara que se trataba de un subterfugio para eludir su realidad de hombre célibe. Me consta que era hombre de hábitos frugales. Solía exclamar inconscientemente, "el muchacho puede necesitar los cuartos en la capital", desistiendo de comprarse los más elementales artículos de necesidad personal. Acostumbraba a madrugar, y luego de ingerir el pan ablandado en una taza de café amargo, partir al Puerto de Haina en donde laboraba 12 horas como estibador. Anocheciendo regresaba sudoroso, con los hombros caídos por el cansancio y la satisfacción saltándole al rostro cetrino; cada día de dura faena confirmaba que nada le faltaría a su muchacho en la capital. Mucho después supe, cuando ya cumplía la condena, que en los últimos años sólo pudo ver al hijo en dos ocasiones. El primero de esos encuentros, ocasional, a la salida del estadio Quisquella, luego de un partido entre los eternos rivales al que asistió para complacer la insistencia de un compadre y compañero de trabajo suyo. Se lo encontró de sopetón, frente a frente, y leyó en los ojos de su muchacho que este le reconocía. Ganas no le faltaron de abrazarlo, pero le frenó el brazo de su muchachorodeando la cintura de la bella mujer que le acompañaba; le frenó la rapidez con que su muchacho desvío la mirada, y la prisa que este se dio en escabullirse entre la muchedumbre que arrojaba las salidas del estadio. La eufória provocada en él por un triunfo del Licey sobre el Escogido, se la llevó aquel súbito encuentro, sin embargo, de regreso a Haina, no dejó de trabajar con el mismo ahínco en el puerto, ni dejó de poner religiosamente al correos, cada quince días, el sobre con el dinero que le remitía a su muchacho, porque ante todo, aunque él dejara la piel en el puerto, al muchacho había que sacarlo recibido de abogado. La segunda oportunidad que lo vio alegró su corazón de hombre simple. Aconteció un anochecer, y pese al blanco predominante ya en su crespa cabellera, como en los años de universidad del muchacho, él acababa de retornar del puerto. El automovil negro frenó frente a la humilde casa de madera pintada de azul y techada con un renegrido zinc. Manuel nunca imaginó que pudiera ser él. Resignado a no verle mas, desde que la hermana de Lucrecia se lo llevara para ponerlo a estudiar en colegios de la capital, se contentaba con enviarle el grueso de las escasas ganancias obtenidas cargando y descargando barcos mercantes en el puerto de Haina. Su mayor satisfacción consistía en visitar la tumba de Lucrecia en los días de ocio, y relatarle con voz susurrante el ingreso a la universidad del muchacho, sus progresos hasta saberlo egresado, y la ascendente carrera política. "He cumplido, Lucrecia", le dijo la última vez, antes de abandonar el cementerio, y entre lágrimas rememoró el día de aguaceros en que juntó su vida a la de la difunta. "Es tu hijo", le dijo ella, sosteniendo de lamano al niño, y un pequeño malestar indefinible en él, deseó negarlo; peroel muchacho, con esa mirada ingenua de abajo hacia arriba, lo estaba envolviendo entre fugaces pestañeos, y de pronto se decidió, ¡"Sí, tienes razón, tú eres mi mujer. Él es mi hijo"! Lo abrazó en medio
de la sala. El único abrazo que le dio en toda su vida. Sintió deseos de llorar el viejo estibador; pero la voz de su muchacho no le dejó, y supo de pronto que tantas privaciones y fatigas estaban saldadas. Un abrazo pagaba la deuda moral; pero no todo estaba cumplido, tomando el café que le brindó, su muchacho anunciaba los escollos para alcanzar la senaduría por su partido. Él le hablaba de Lucrecia, intentaba traer el recuerdo de la madre a la conversación, mas, su muchacho parecía obsesionado con su rival político, con la esposa de su rival político, una periodísta que no cesaba de acosarlo en sus artículos. Depidiéndole le prometió, "No te preocupes más, alcanzarás lo que quieres, no existirán obstaculos". Volvió a verle por una tercera y última ocasión. Se mantuvo todo el tiempo evitando mirarle, oyendo sus implacables argumentos, sobresaltándose levemente con la dureza de su voz acusadora. Sólo cuando el Juez le ordenó levantarse, lo miró de frente para pronunciar ¡"Todo está bien"!
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