lunes, 10 de marzo de 2008

La Vuelta Del Cabo Millo

La Vuelta Del Cabo Millo/Otto Oscar Milanese

Del Libro Inédito "Momentos Dominicanos".

Lucinda entró a la cocina a colar café. Afuera quedó Damián y la empalizada donde se soleaban los lagartos. La reseca tierra del patio hollada de escondrijos de arañas, recibió el furioso escupitajo: "Vendrá porque la muerte lo espera". Murmuró el hombre.


Y ahora como que te mueres, Cabo. Un pedacito de plomo en pecho ‘e guapo cobra visos de epitafio; pero tus ojos no permiten que escape de ellos la misma serenidad que temieron tus adversarios. Has pedido que no te despojen de las armas, que no te hagan sufrir esa vergüenza. Accede tu sobrino, y su consentimiento implica un incomodo dolorcito que degusta quien entiende que cumple con una última voluntad. Porque de que te mueres, te mueres, Cabo. Las lágrimas van derrumbando la fingida entereza de tu hermana. Tú ni siquiera puedes ver esas manos de mujer por donde cuenta a cuenta va rodando el rosario. El mundo se te va, y no se va, Cabo. Insistes en que te sienten en la vieja mecedora de caoba, y que ante tus ojos opacados abran de par en par las puertas. Y las abren. Y entra un tempranero sol azuano que mal intenta broncear tu rostro exangüe. De par en par las puertas. A ver si aparece el guapo que decida rematarte, porque azuano que procure traspasar esas puertas, es azuano muerto. Nadie llega, Cabo. Como si todos supieran que de todas formas te vas, y un tiro de gracia, más que vengador y justiciero, sería piadoso. Por eso el pueblo respira tras las hojas de madera de las puertas. Miles de manos empuñan las herrumbrosas aldabas, y por las calles polvorientas sólo los perros realengos de rato en rato aullan. Saben que te vas, y te dejan morir. Por eso te quitaron el sombrero panamá. Por eso retiraron el tabaco de tu boca. El humo llama a la tos, y la tos trae sangre a bocanadas. Dolor a pecho entero. Un pedacito de plomo te ha recetado un dolor como de angina de pecho. Es como para reirse, Cabo. Si pudieras reirte, porque la risa también trae tos y sangre. Aún no te mueres, eso sí, aún sigues ahí con esas lágrimitas de rabia que las punzonadas del pecho te impiden manotear. Soportas la vergüenza humeda serpenteando por el rostro, rociando el bigote. Porque los guapos ni siquiera de rabia lloran. Ni siquiera de rabia, Cabo, yapretando un pedazo de dolor entre dientes, levantas endeblemente un brazo, aunque mane sangre a chorros del pecho, y te limpias. No quieres que vayan a pensar que el Cabo Millo se apendejó a última hora. Eso no. Si te vas a morir, te morirás así como eres, como fuiste, Cabo: Un verdadero azuano con las braguetas bien puestas.


- ¡A un hombre guapo no se le hace esa vaina!- Dijo Francisco Báez, gobernador de la provincia de Azua de Compostela. Con el resto de energía que aún retenía su senilidad golpeó la rojiza madera de su escritorio. Contrastando con la brusquedad que lo impulsó a levantarse, dejó caer su cuerpo pesadamente sobre el asiento. Frente a él, seis hombres ceñudos, hoscos y aferrados a sus viejas escopetas continuaban mirándole en silencio.


- La presencia de ese hombre aquí, sería una afrenta para el pueblo.


El gobernador Francisco Báez, ventiló su rostro con un pericón. Gruesas gotas de calor corrían por los profundos surcos de su cara-. Ese hombre nació aquí, tiene familia aquí, y está en todo su derecho de venir cuando le plazca.


- Olvida usted lo mas importante, don Francisco-, dijo gesticulando con vehemencia el más joven del grupo-, ese hombre no consideró que era azuano, a la hora de bombardear este pueblo.


Abandonó el pericón sobre la superficie del escritorio atiborrada de papeles -. Cumplía ordenes. Era un militar y cumplía ordenes. Eso deberíamos entenderlo todos.


Los hombres comenzaron a retirarse, buscando el caliente halo de luz solar que penetraba por la puerta entornada-. Fueran ordenes o no, nos bombardeó, y lo mejor para todos, es que no se atreva a poner un pie en Azua.


Amparándose en el bastón con pomo de oro,se lanzó al débil viento cargado de calor que abofeteó su cara. Ocho sonidos de campanas navegaron el impecable azul del cielo azuano. Reparó en la soledad de las calles. "Parece Viernes Santo", pensó, y su mirada ascendió el lejano camino pedregoso hasta el cerro de Resolí, desde donde la tumba de Nicolás Mañón velaba eternamente la cruel aridez del valle. "Yo no cargaré con ese crimen", murmuró, y dando media vuelta, caminó lentamente hacia el Pueblo Abajo. "Esta noche nadie me pisa las calles de Azua", dejaba atrá la iglesia Nuestra Señora de los Remedios, el parque Central y las viejas oficinas de correos. "A partir de las seis de la tarde entrará en vigor el toque de queda", oyó su voz gastada en un murmullo inconvincente, y temió no tener suficiente energía para detener el complot del que ya había sido enterado.


Así que te mueres, Cabo. Y lo mas doloroso de tu muerte, es que no la ejecutara un hombre de pelo en pecho. Las manos que apuntaron al punto en donde ahora te duele, temblaron como manos de borracho. Un gris azuano cualquiera que se levantó en tu día. El día del Cabo Millo. Y en tu día, con pasos imprecisos buscó la botella de triculí, "Yo lo mato", dijo escupiendo con ronca voz sobre el claro corazón diurno del valle. Se restregó el bigote humedo de triculí para maldecir; pero eso que importa, Cabo. Ni siquiera se recordará su nombre, y de todas maneras alguien tenía que matarte para completar esa famita de guapo que arrastraste por la vida. Esa famita bien ganada bajo el sombrero Panamá, y detrás de la fumarada del tabaco, ahí donde tus ojos se achican, y hay un fulgor duro, como de piedra calentada por el sol. "Es perentorio bombardear el pueblo de Azua,Cabo. Este gobierno no puede permitir otro levantamiento". Bombardear Azua. Tus ojos no expresan nada, Cabo, y sigues en posición de firme, como si nada fuera contigo, como si no recordaras las calles rectas y cegadas de sol. Bombardear Azua. Y te nace entre los labios "¡Un sí, señor!", y por tus ojos no pasan las ringleras de casitas de madera pintadas y techadas de un zinc ennegrecido por la persistencia del sol azuano. "¡Así se hará, señor!", y esos ojos que ahora cobran el color de la muerte no dejan traslucir que pensaste en ella. Ella, acorralada entre la abulia pueblerina y el acoso de una vejez inminente entre las cuatro paredes de una de esas casonas expuestas al bombardeo.


- ¿A dónde vas?-Preguntó Lucinda, viendo salir a su marido, en el momento en que las campanas de la iglesia Nuestra Señora de los Remedios, recordaban a los azuanos que eran las ocho y media de la mañana.


- A la salida del pueblo-. Respondió Damián desde la calzada-. Para la carretera de la capital, a ver si es verdad que viene el Cabo Millo.


- ¡Jesús!- Se santigüó la mujer-. Todavía usted sigue con esa embromienda. Mire, Damián, hagame caso, y mejor no salga. Yo no sé, pero nada bueno se avecina. Cuando salí para el mercado, las calles estaban vacías, como si todo el pueblo estuviera de duelo.


Bueno, Cabo, y antes de que te mueras, si vamos a echar cuentas, vamos a echarlas claras. Cuanta sangre ‘e guapo se ha chupado esta dura tierra seca que soportó el rojo peso de los batallones baecistas. Pero podría decirse que ya no hay baecismo, Cabo, y aunque el sol continúe tan duramente azuano, Azua casi no es Azua, porque te ha matado. Sí, te ha matado, asi como en su día sorbió la sangre de "Solito". "Solito", el más guapo, Cabo, o peor, el más sanguinario entre los hombres guapos. Aquel que armando bulla entraba a la roja Azua de Báez, intimidando hasta el silencio de las tan nombradas piedras azuanas. "Solito" salpicado de sangre ajena y remojado de triculí. "Solito", con la vida entera a grupas de caballo, bajo el caliente ojo de sol que lo vigila desde Azua hasta Neiba. Bebe ron azuano y persigue cacoses, "Solito". ¡"Viva Báez, carajo"!, porque esa fue su vida. Una borrachera de triculí entre sangre, y ¡"Viva Báez, carajo"! Y devora calcinadas llanuras de sur bajo las patas del caballo. "¡Viva Báez, carajo"! Un trago de triculí y otro trago, y el sur se torna una inmensa bayahonda de donde cuelgan los cacoses. Pero el sur, Cabo, el sur y Azua se llevaron a "Solito". Y se llevaron a Guillermo. Al infatigable Cesareo con los pies destrozados por las piedras y la camisa desgarrada por cayucos y güazabaras. Cesareo, cabo, que se tragó todo el calor del Oregano con un estámpido de polvora en plena sién.


En la carretera a Pueblo Viejo, desde la puerta de la gallera, el Sindico divisó el lento paso del Gobernador Francisco Báez-. ¡Ave María!- Exclamó el Sindico Beltré, quitándose el tabaco de los labios y escupiendo sobre la grama reseca-. Los Báez nacieron pa’ morirse de pie, don Francisco, porque cualquiera no sale con este maldito sol de Azua.


El Gobernador Francisco Báez se detuvo jadeante a la altura del Sindico Beltre. Miró la funda en la que el Sindico tapaba su gallo, y se sacó un saludo empujado por la respiración pesada, dificultosa-. Buenos días, Beltré, en un día como el de hoy, ni las sombras dan alivio.


Nueve campanazos alborotaron al gallo que el Sindico mantenía tapado en la funda-. ¡ Malditos sonidos!-, dijo el Sindico, luego de una chupada avida al tabaco-. Disculpe usted, don Francisco; pero esos campanazos parecen llegar desde todos los rincones del pueblo.


- Son las campanas del Cabo Millo-. Murmuró el Gobernador Francisco Báez, de frente a la carretera que llevaba a Pueblo Viejo.


- ¿Qué dijo usted, don Francisco?- Preguntó el Sindico, apretando el tabaco entre los dientes amarillentos.


- Dije, Beltré-, comenzó a decir lentamente el Gobernador Báez, sintiendo que su respiración se calmaba-, que esas campanas han tañido hoy como una maldición. Acuerdese usted que el Cabo Millo bombardeó ese campanario.


El Sindico Beltré deseó ensuciar el intenso azul del cielo con una densa fumarada grisacea-. Esas campanas siempre anuncian horas y misas, don Francisco-, cortó abruptamente sus palabras y se persignó enfáticamente-, y también a los difuntitos. Hoy suenan como siempre.


- No, Beltré-, negó el Gobernador Báez con acento fatidico en su voz-, no suenan como de costumbre. Hasta las campanas parecen presentir que retorna el Cabo Millo.


- ¡Ah, carajo!- Se inquietó el Sindico de pronto-. ¡Pero bueno, don Francisco, ese hombre se ha vuelto loco.!


- ¡Algo peor, Beltré-, dijo sombríamente el Gobernador Báez-, algo peor! El periódico de la provincia escribió que el Cabo Millo no tiene agallas para poner un pie en la tierra que lo vio nacer, y usted ya conoce la altivez del Cabo. Los que deseaban que volviera para tener oportunidad de vengarse, supieron golpear donde más le duele al hombre. De nada han servido las cartas y los ruegos de su hermana, aconsejándole que no regrese a Azua. El Cabo Millo ha dicho que viene, su amor propio vejado, siente su hombría en entredicho, y vendrá, aunque con ello esté mandándose a comprar el ataud y a que le hagan el nicho.


Tras la última chupada dejó caer a sus pies el tabaco y lo pisoteó. Se acarició el bigote luego de expeler el humo-. Vaya trabajito espera a las autoridades de este pueblo-. Dijo en tono pensativo.


- Por eso he venido a buscarlo, Beltré-, dijo el Gobernador Baéz-, las calles están solitarias; pero detrás de cada puerta, son muchos los hombres que aguardan, escopeta en manos, como si fueran de cacería.


Nadie se atreve a pasar por ese polvoriento trecho de calle azuana que las últimas luces de tus ojos se empeñan en vigilar. Porque te vas, y ni siquiera osas parpadear, previendo la absoluta oscuridad. "No me quiten las botas", pides, y en cada palabra el pecho se te rompe como cuerda tensa; pero vuelves a pedirlo, porque más fuerte que el dolorcito en pecho ‘e guapo, son las ganas que tienes de oirte entre las nieblas que van ganándote, y sentir por la extraña resonancia de tus frases que aún alientas sin el sombrero Panamá y sin el tabaco, allí con el cuerpo emfebrecido sobre la misma mecedora desde la que miraste tantos lentos crepúsculos azuanos. "No me las quiten, que los hombres como yo se van con ellas puestas". Ella te oye y llora, "tanto que te supliqué que no volvieras", gimotea ella; pero ya no la escuchas. Te estás mirando de casimir y con el sombrero Panamá por el parque 19 de Marzo, "Siempre fuiste así de terco", pelea su grito contra las viejas tablas blanqueadas, y tú mirándote entre las claras calles rectas deAzua, sin el dolorcito en pecho ‘e guapo que te está matando sobre la mecedora; respondiendo a los saludos, "Adios, don Báez", y el sol cegando, ¿"Cómo está usted, Ramírez", y el sol quemando, "Abur, doña Luisa, ¿está mejor del reuma?", y el sol calcinando los cuarterones resecos de una tierra que ya te llama.


Después del solitario campanazo de las nueve y media, aún con el gallo tapado en la funda, llamó a la puerta-. Ya ni se cuida de que puedan verlo, señor Sindico-, dijo la mujer que le abrió. Su rostro espejeaba trasnoches.


- Déjese de escrúpulos Teresa, y dígale a la Meche que salga, quiero verla.


- Pues vaya usted mismo a despertarla-, dijo la mujer, haciéndose a un lado para dejarlo pasar-. Anoche trabajó hasta muy tarde, y no creo que se ponga de buen humor si la sacan temprano de la cama.


Entró. La estancia amplía con mesitas de madera diseminadas. Al fondo un largo mostrador con superficie rojiza de formica corría de un extremo a otro de los muros. Con pasos rápidos sorteó las mesitas y se dirigió a una de las puertas del fondo. Salió a un patio circular ensombrecido por las ramas de tres añosos robles. Una vieja edificación de madera pintada de rojo y con puertas numeradas rodeaban el patio. Sin titubear golpeó a la puerta del número ocho, sin obtener respuesta inmediata. Volvió a llamar, y desde adentro maldijo una voz de mujer enronquecida por el sueño. Abrió la puerta, y él la empujó. Retrocediendo, la mujer cayó sobre la revuelta cama que acababa de abandonar. Los ojos abotargados de mal dormir; la respiración pesada.

- ¡Usted se ha vuelto loco-, gritó la mujer-, venir a estas horas y de esa manera!


-¡ Callate!- Ordenó la voz del Sindico-. No he venido a eso, no tengo tiempo. ¡Hoy es un día en que el mismo diablo pisará este pueblo!


La Meche abrió los ojos. Se alisó los despeinados cabellos sin dejar de mirar al hombre.- ¿Que quiere decir usted?


Fue a sentarse a pretil de cama. Puso una mano sobre la desnudez del muslo femenino, descubierto al subirse la bata en la caida de la mujer-. Quiero decir, Meche, que hoy llega el Cabo Millo.


- Eso a mi no me quita el sueño-. Dijo la mujer con aire afectado.


El Sindico avinagró el semblante-. Puede que a ti no, Meche; pero a muchos azuanos sí. Quiero pedirte un favor.


-¿ Qué?


- No sé con cuantos hombres vendrá el Cabo Millo; pero es seguro que no vendrá solo. Quiero que reunas a varias de las muchachas y los emborrachen, Meche.


La mujer se levantó de un salto, y comenzó a pasearse por el reducido espacio del aposento-. ¿Es todo lo que quieres?


- ¡Sí! Se les pagará bien. Deben estar bien bebidos antes de las cinco de la tarde.


El sol baja como una maldición que azota la tierra polvorienta. Diez campanazos recorren en lentas ondas expansivas las calles desiertas. El pueblo se ha callado en plena mañana. Bajo el cielo sin nubes suena la incongruencia de un súbito trueno. La cueva de Martín García brama preludíando la carrera y los gritos de Damían por las desoladas calles:

- ¡Llegó el Cabo Millo!


Debajo de las tinajas de barro los grillos cantan la muerte. Te empeñas en hablar, como si hablar confirmara que no te mueres. A ratos esa voz de hombre guapo se te rompe en tos, se te baña en sangre. Crece el rumor de los pasos de tu sobrino. Arrecian rezos y sollozos que tu hermana va tirando contra las paredes. Casi, en cada dolor que le saca el grito, puede vengarse de esas viejas tablas que presenciaron tu nacimiento, y que hoy, con tanta muda inclemencia asisten a tu muerte. Porque de que te mueres, te mueres, Cabo, y ni siquiera sabes que el doctor no ha venido; que primero tu sobrino se lanzó a las extrañamente vacías calles del pueblo, con los pasos apremiados por el alma, y buscó al doctor que dijo que venía, pero nunca vino. Y así te vas, Cabo, sin nadie que derrame una mirada profesional sobre el agujerito que te mata. Y cantan y cantan los grillos acompañando la sollozante vigilia de tu hermana. Por la puerta abierta del patio el dulzón aroma de la Dama de Noche entra a husmear los entrantes, se adhiere a los muros, y su olor siempre agradable a tu hermana, hoy la estremece y la incita a pensar en difuntos. Tu hermana que mira de par en par las puertas. Tu hermana que te oye repetir"no me quiten mis armas, no me hagan pasar esa vergüenza", y piensa ella que la casa está muy vacía para creer que un moribundo se despide, y recuerda otras agonías y otros velatorios con los aposentos repletos de murmullos de vecinos, y el patio iluminado, y el sabor del café engañando el trasnoche de los círculos de fumadores que hablan en susurros. Pero ahora nada de eso existe, Cabo, y sin embargo te mueres en una mecedora, de frente a la calle y a la noche.

Antes de la media noche llegaron los pasos y te animaste, Cabo. Con dolor de pecho levantas la pistola y apuntas hacia la calle, porque nadie te rematará, Cabo, y se lo dices así a la hermana que ya no logra entender lo que hablas. Dispararás, aunque disparando el pecho se te abra en una lluvia roja que te deje tendido para siempre sobre la mecedora. El bastón llegó primero, y luego nació el grito de tu hermana y con el grito el salto del sobrino que te agarra el brazo y levanta el cañón de la pistola hacia el cielo raso. "No vaya a tirar usted, Cabo. Es don Francisco. ¿No lo reconoces"? Lo ves tras el velo que ya empaña tu mirada. Sí, es él. Viejo y encogido sobre si mismo, el hijo del "Gran Ciudadano". Lo ves, y casi no oyes que te dice que arrastró sus pasos Pueblo Arriba, y escupió contra el polvo maldiciones e impotencias para que no te mataran, Cabo. Lo ves, y casi no entiendes que te habla, que anduvo todo el Pueblo Abajo, que habló con hombres, que dio sus ordenes, que dispuso medidas para que no te mataran, Cabo; pero ya te han matado.


Reverbera el sol. Once campanazos lastiman los oídos de los perros realengos. Un vientecillo de calor levanta polvo y papeles en un breve remolino que agoniza en las sucias cunetas. Azua suda bajo su infierno solar, y a lo lejos, Martín García enfurecido, acentúa su vozarrón de trueno sobre el silencio del valle.


- He dicho que no quiero violencia-. Tremoló la gastada voz del anciano Gobernador. Miró con desconfianza las recién desempolvadas escopetas que llevaban los hombres.


Eran hombres casi sin rostros. Ya no tenían mas razones que su odio y su venganza, y las habían puesto de pie con ellos esa mañana.


- No debió venir, señor Gobernador-, dijo cualquiera de ellos. Todos parecían iguales. Desfasados bajo un calcinante sol que derretía sus rasgosindividuales; despersonalizándolos.


El Gobernador, don Francisco Báez, extrajó un pañuelo del bolsillo del saco, y se restregó la frente, antes de emitir un largo suspiro, acompañado de un movimiento negativo de cabeza-. Todo hombre que salga esta noche será arrestado. Hablaré con el Cabo Millo hoy mismo, para que abandone el pueblo; pero no quiero violencia, así que vuelvan a meter esas escopetas de donde las han sacado.

- Ese hombre no verá el anochecer-, dijo otro del grupo, con voz desafiante.

Asi que dijeron que no volverías a pisar este pueblo, Cabo; pero ya estabas aquí con tu sombrero Panamá bajo el sol azuano, y los gritos de ella son como una premonición, desatándose calle abajo par ir a tu encuentro. Ya estabas aquí, Cabo, y te parabas firme, como si en vez de hablarle a camaradas de siempre, te detuvieras frente a un ejército de rostros rígidamente anónimos a la hora de pasar revista. "Vayan a divertirse, muchachos", es tu voz la que resuena aún viva bajo la resolana, "de mi no se ocupen, que yo sé donde estoy y con cuales gente brego". Y antes de que se dispersaran, ella que se te echa encima, Cabo,ella que te moja la cara con su cara y te reprocha con su grito, "¡No debiste venir, Remigio!". Su piel se convulsiona bajo el duelo del vestido, y la ves más parecida a la vieja,"Ese artículo del periódico lo único que perseguía era atraerte aquí, Remigio. ¿Como no te has dado cuenta"? Habla como hablaba la vieja desde la mecedora que arrastraba a la calzada en las bochornosas noches de agosto. Sí, Cabo, cada vez más parecida a la vieja que se abanica el rostro y sin dejar de balancearse en la mecedora de caoba te aguanta el beso en la frente, te soporta "el no vuelvo tarde", y acaba gritando a tus espaldas "¡Acabarás mal, Remigio, los hombres guapos siempre acaban mal!". El recuerdo de la vieja, el lacrimoso abrazo de tu hermana te impulsan a despojarte del sombrero Panamá, y a buscar, por encima de la cabeza que ella reclina contra tus hombros, el viejo cementerio municipal. "Allá está la vieja", pensaste, Cabo, y tus ojos se llenaron de la árboleda del parque 19 de Marzo, buscando detrás de ella, la blanca sombra quieta del cementerio. "El pueblo parece un Campo Santo", murmuraste sin reparar que tus palabras acrecentaban la inquietud de ella, Cabo. "Este pueblo, Remigio", dijo ella levantando la barbilla y conteniéndo el llanto para mirarte, "está de cacería, y tú eres la presa".


La Meche vió llegar a los seis hombres cuando doce campanazos subían al sol a la despejada mitad del siempre azul cielo azuano. "Ni siquiera tuve que salir a encontrarmelos",pensó, trepando una pierna sobre otra, y dejando al descubierto la provocadora mitad de un muslo de mulata.


- ¿Temprano para diversiones?- Preguntó uno de los que llegaban, con voz untada de socarronería.

Sacó un paquete de cigarrillos de la cartera. Dejó entrever, inclinándose para encender el cigarrillo, la turgencia de sus senos por el escote abierto del vestido. Sus pestañas alargadas parpadearon rapidamente, y sus gordezuelos labios estiraron la sonrisa pintada.

-Nunca es temprano para gozar la vida, caballero-, su voz luchaba contra una ronquera que sonaba a tabaco y alcóhol.


- No deberíamos quedarnos aquí-, dijo el que parecía mas joven. Llevaba el bigote afeitado, y una espesa patilla caía en forma de L sobre sus maxilares.


- Demetrio siempre se pone nervioso cuando está entre muchachas-, se burló el que había hablado primero.


- Pues aquí no metemos miedo-, dijo entre risas la Meche. Sobándose con las palmas de las manos el muslo descubierto, agregó con voz meliflua-, avisaré para que vengan las muchachas, y ya verán como hasta ese niño cambia de opinión.


-No deberíamos quedarnos-, insitió Demetrio-, el Cabo podría necesitarnos.


La Meche se puso de pie para buscar a sus compañeras. "Ya no hay dudas", pensó, mientras se asomaba al patio y llamaba, "son la gente de Cabo Millo, y no debo dejar que salgan de aquí. El Síndico Beltré pagará unos cuartos por unos clientes que de todas maneras me iban a caer".


- Ya callate hombre, y enchulate con una-, le dijo a Demetrio uno de sus compañeros, mirando a las mujeres que se acercaban riendo entre retazos de conversaciones.

- No me da la gana-, porfió Demetrio-, no quiero que se diga que al Cabo Millo lo mataron mientras yo estaba enchulado con un cuero.


Le sirvió los moros al tan de la una.- ¿Es que ni siquiera vas a dejar esa embromienda quieta ni para comer?- Preguntó Lucinda con voz destemplada.


Se acomodó la escopeta entre las piernas, y probó el primer bocado-. Es mejor que la tenga a mano, mujer, porque de un momento a otro empezarán los tiros.

-¡Ofrezcome, Virgen de Altagracia! Te has pasado todo el santo día llamando una desgracia. Como no sueltes esa maldita escopeta, el primer muerto serás tú si se te zafa un tiro, Damian.


No la escuchaba. Tomó el aguacate y partió una tajada-. A ese hombre se le dijo muy claro que no pusiera un pie en Azua, Lucinda.


- Y dale con la misma vaina-, dijo ella, escánceandole agua de un jarrón en un vaso-, parece que todo el pueblo no sabe decir mas que esas palabras: Que se le dijo que no volviera, que si vuelve es una ofensa, que ya es hombre muerto. ¡Coño, ya estoy harta! Y total, el hombre está aquí desde hace horas, ¿y que ha pasado, Damian? Las calles desiertas, y los que tanto hablan detras de las aldabas como mujeres.


Le quitó la cascara a la tajada de aguacate. Se quedó mirando a su mujer, luego de poner el cuchillo sobre la mesa-. Lo que pasa es que ese tipo es muy escurridizo; pero ya han ido a buscarlo un par de veces.


- Nada de escurridizo, Damian, que el hombre no vino escondido ni se está ocultando. Lo que pasa es que no lo han encontrado desprevenido, y ninguno de tus amigotes ha tenido valor para dispararle de frente.

Las dos, Cabo. El sol es una mano que oprime las respiraciones y arranca un denso vaho de las calles. Las tres, Cabo. El pueblo en falsa calma. Tensión y angustia. El sol decidido a no ceder su opresor gobierno de calor que entreabre los botones de las camisas, y desciende como un mazazo sobre sienes y frentes. A las tres, ella intentaba guardarse el llanto, Cabo. A las tres, ella comenzaba a creer que te volverías vivo a la capital; pero el silencio, la calor, y horas de anticipar esa muerte que ahora conoces sobre la mecedora, acababan reabrumándola, y volvía el estremecimiento de escuchar pasos en unas calles que sólo hoyaba el sol. El sol y el miedo, Cabo. Volvía el desasociego al mirarte, y tú se lo descubrias a rostro descubierto. Era una mirada de última vez. Una mirada que se llena de golpe con todo lo que puede abarcar, sentir, atrapar. Y otra vez a llorar quedito por los rincones, Cabo, mientras los campanazos de las cuatro se adueñan de la soledad de tiendas y pulperias, de mercados y de plazas. Sólo allá en los suburbios se oye vida. Risas y cantos. Frases que se rompen a mitad de borracheras, Cabo. Sólo allá se oye vida, y piensas en tus hombres con una sonrisa que va comiéndote poco a poco la vida debajo del bigote. A las cuatro pudiste verlos. Eran mas de cinco sombras derretidas por el sol sobre la calzada de al frente. Sin ruidos, para no alarmarla a ella, acercaste la carabina a la ventana; pero las sombras se las llevó el sol, disfuminándolas al viraje de la bocacalle.

- Esto se acaba antes de las siete de la noche, mujer-, dijo Damian, levantándose para salir a la calle, con la escopeta entre las manos-, al viejo Báez se le ha metido en la cabeza decretar un toque de queda, y hay que arreglar este asunto antes de que oscuresca.


- Quedate en casa, Damian-. Pidió Lucinda-. Que al fin y al cabo, a ti ese hombre no te ha hecho nada.


Se detuvo a la puerta. Cinco campanazos despedían a un sol que aún quemaba-. Tú no entiendes de esto, Lucinda. No es una vaina personal, es peor, ese hombre nos ofendió a todos como pueblo, y para colmo regresa creyendo que tiene mas pantalones que todos.

A las seis, Cabo, fue a las seis, cuando el sol de Azua deja de ser un martirio sobre la piel, y como una enorme burla amarillenta sonríe alejándose en dirección a San Juán de La Maguana. A las seis, Cabo, con mortecina luz amarilla y zagueras bocanadas de vientos caliginosos. Cuando la calzada te invitó al paseo de la muerte con un cigarrillo entre labios, y el eco de las campanas de la iglesia Nuestra Señora de Los Remedios repercutía en los contenes sucios, en los grises charcos disminuidos por la lengua de un soleado día azuano, en las endijas empolvadas de las casas que los moradores procuraban tapiar con cal. No supiste de donde vino la muerte. Sólo ese brusco picotazo en el pecho que te tumba el cigarrillo y que te dobla con un "Coño, tanto hablar mierda para matarme así".

Todos sus compañeros se habían marchado con las mujeres a los aposentos. En el bar, frente a siete frascos de ron vacíos y un cenicero hediendo a colillas arremolinadas, quedaban él y la Meche.


- ¿Le temes a las mujeres, Demetrio?- Interrogó la voz ebria de la mujer con un despojo de burla de la que a última hora se desiste.


La miró por encima de la mesa, sosteniéndo su brumosa mirada-. No es eso-. Dijo laconicamente.


- ¿Se puede saber que es, entonces, hombre?- Preguntó sin ansiedad. El fosforo temblaba en sus manos imprecisas al encender el cigarrillo.

- Busco a las mujeres en su ocasión. No he venido a Azua para eso, y ahora mismo un compañero puede estar en peligro.


Levantó el rostro pintado, empujando la bocanada de humo hacia el cielo raso. Se puso de pie, y fue a sentarsele en las piernas al hombre-. Olvida ese asunto ya, hombre. Si quieres que te diga, estos son otros tiempos, Azua está muy cambiada, y aquí nunca pasa nada, amorcito.


Demetrio no respondió. La Meche dejó resbalar una mano experta por sus patillas-. Mira, no perdamos el tiempo, por qué no me sirves un último trago y nos vamos a mi cuarto.


La empujó violentamente, poniéndose de pie-. ¿Oiste eso?- Gritó como un loco y corriendo hacia el patio llamando a sus compañeros. A su espalda la Meche maldecía desde el suelo con las piernas despatarradas y el vestido quemado por el cigarrillo.


- Salgan-, vociferaba Demetrio en el patio-, ha sonado un disparo, salgan, el lio ha comenzado y el Cabo Millo está solo. ¡Salgan ya de una maldita vez!

Los hombres salieron amarrándose los cintos unos, con los zápatos en las manos y sin camisas otros; detrás de ellos las mujeres desnudas reclamaban que se les pagara-. Mas te vale que sea verdad lo que dices, Demetrio, porque si no...


Hasta el patio ya metido en sombras llegaron los ecos de nuevas detonaciones.

- No perdamos más tiempo-, dijo Demetrio-, esos tiros suenan por los lados de la casa del Cabo Millo.


Salieron a medio vestir. Delante de ellos el aire enrarecido por la polvora del tiroteo; detrás, las reclamaciones insultantes de las mujeres.

Ella los avizoró desde el umbral y por entre las lágrimas que le opacaban la mirada. Llegaban con el resuello de la carrera en la boca y con el rojo inflamado de la borrachera en los ojos, Cabo. Pero ella ni se percató siquiera, porque adentro ya te morías sobre la mecedora, y desde la puerta su voz rota por el llanto gritaba que trajeran al médico. Ellos, Cabo, ahora que amanece, y retorna el castigo del sol, no se detuvieron a mirarte. Corrieron a la casa del doctor. Lo encontraron tan livido como tú, y como tú cabo, sentado en una vieja mecedora con tus matadores de frente encañonándolo con sus escopetas.


2 comentarios:

Fidel Moises Sanchez Garrido dijo...

Esa casa del cabo millo es una que esta todavia en pie, es la casa de la cafeteria Moises, o sea la cafeteria de Juana Mañaño, aun en el negocio se pueden ver en la pared y en las cornizas los huecos de los impactos de bala, es una reliquia historica. Otto, podrias hacer un relato de quien realmente era el Cabo Millo? pues la historia Azuana hace un salto en esa decada de los 1910's cuando las luchas internas hicieron casi una guerra civil.

Mr.zayas dijo...

SALUDOS:
Mi nombre es Geovanny Alexander Zayas Romero, bisnieto del General Remigio Zayas(Arias Cabo millo)nieto de su hijo Abraham Zayas y hijo de Geovanny Arístides Zayas hijo de Abrahán, me dirijo a usted Sr. Otto por que siempre he querido saber algo de mi bisabuelo solo me quedaba un cuadro del él, que ya está roto, el es mi orgullo pero a pesar de todo no sé nada de él, la historia que usted narra me dejo sorprendido, de él solo sé que se caso con tomasina pulseado creo que es así el apellido se que ella era italiana y el de origen cubano, se que lo mataron en azua en una intensa batalla, se que era un hombre guapo de los que no se espantan por ver un oyó negro de frente y sumamente orgulloso es lo único que se y que tuvo 2 hijos Abraham mi abuelo y su hermana lo único que logre escuchar era que mi abuelo decía que era un hombre el cual no le tenía miedo a nada y q el cabo millo decía que el hombre se mide por los cojones me gustaría que usted se ponga en contacto conmigo si le es posible, me gustaría practicar 10 minutos madamas con usted Sr. Otto para mí sería un Gran honor conocerle a usted y al mismo tiempo saber más sobre mi bisabuelo, por cierto se que debo tener familia por parte de el allá por azua eso nunca lo he sabido pero tengo mucha curiosidad por que la hermana de mi abuelo nunca la conocí que era hija directa de él y sé que ella vivía por azua .
Quedo a la gran espera de sus buenos oficios Sr. Otto gracias porque por vía de usted supe algo más de mi bisabuelo.
ATT. Geovanny Zayas R:
Teléfono: 809-435-5292 Celular: 829-914-0476