martes, 4 de marzo de 2008

Buenas Noches, Mamá/Otto Oscar Milanese

Buenas Noches, Mamá/Otto Oscar Milanese




Buenas Noches, Mamá/Otto Oscar Milanese/De Tres Gotas De Misericordia.

Apenas la intuiste rodó echa de amor acabado por las negruzcas laderas de la noche. ¡Ah, lo que pueden las mujeres, viejo! Mis recuerdos te divisan imbuido de aquel aire peculiar y anacrónico de perdonavidas, oleando en cada tenue fumarada pretéritos amaneceres, umbrales, calles y esquinas manchadas de vuestras presencias. Ah, mon pauvre amí! Bota ese nudito de lloros contenidos y vente a desentrañar el rancio legado de las alboradas. Las antiguas alboradas. ¿Recuerdas, mon vieu? El té de jengibre listo para colarse y las voces difónicas de tanto acompañar altisonados compases de guitarras.


No desearía verte convertida en lo presagiado por Nadine en los días anteriores tu risa donjuanesca, a tu esmerado vestir, a tu voz atenorada. Existes frente a mi del modo indeseado. Como lo que eres luego de haber sido tú. Mirarás nuevamente las emporcadas punteras de tus calzados, sondeando el abismal vacío de tu existencia. Turbadamente apurarás de golpe todo el cognac y musitarás "La vida es un fiasco".


¡Oh,Marcel, Marcel! ¿Para qué es útil mi voz, si no alcanza a estremecerte en el marasmo perpetuo de tus penas? Anda, la noche espera, late, ahí afuera, como una flor lloviznada de futuros, de voces, de sueños... ¿No la sientes entreabrir los acerados muslos de aventuras inesperadas? Sacúdete, hombre, ella se impacienta. Entendido. ¿Es ella la que aún muerde, muerde los ribetes de tus noches? ¿Y el canto de los grillos y la ilación de tantas angustias que no pueden ser la vida? ¡Ella, claro, ella! El chispazo feral de tus ojos de amor. La torrencial exaltación, las afirmaciones precoces, el enfatizado ardor "No toutes les femmes sont comme ci, come ca"! Irremediablemente no hubo celos, mon ami. ¿Cómo, cuándo, dónde pudiste sentirlos salpicarte de impacientes locuras? Si jamás viste la picardía tigresina al desnudar los dientes o la simulada mano al descuido retocándose el peinado ni la mirada fugitiva y pasionaria entre sedosas pestañas. Para nadie las hubo. Y aún te abrasa ese calor de proximidades calladas, de sonados besos al mentón, de bon soir mon amour.


Si le hubieras conocido novios, creo, no te sentirías más fraudulento de lo que hoy eres: un absurdo creciente y devorador suplantando tu realidad. Muerde, muerde a puñaladas silenciosas, corrosivas, arteras. A veces ya no las sientes, y entonces, vertiginosamente suda tu piel el brusco vértigo irresistible que va ganándote, al comprender que ella es la mordida en esencia. Ancha y brumosa como cráter siniestro.


C’est la vie, Marcel, c’est la vie..! Ese matrimonio de cosas cotrapuestas e imposibles; el bazar de las costumbres y los desusos. Nunca el subrepticio abandono de un coche a dos manzanas del apartamento. Nunca domingo de teatros y restaurantes. Y nunca retornar demasiado anochecida a casa. Siempre frente a ti con el acre regusto de los últimos cigarrillos de la velada, la imperdonable postura recatada al sentarse y la vaga emoción de la lectura de turno, paseándole por el rostro. ¡Celos..! ¿De quién? Quizás de alguna cara de paso, visualizada en cualquier tren, donde redecubriste el tímido deseo aferrado a tus desvelos y desmejorías. Y comenzaste a perseguirla. Más bien, a perseguirte como sombra desmenbrada del cuerpo. Era la persecución del cansancio, del hastío recetado por la cotidianidad. ¿Recuerdas los hermosos ojos de aniquilantes rutinas, de híbrida existencia, refrescante y sangrada, camino a la confusión de los demás? Te aficionaste a seguirla a hurtadillas; tren a tren, estación a estación, hasta efectuar la transferencia que presumiblemente por azar te llevaba a su mismo vagón y a asirte a la misma manija. Ella nublada de lejanías la frente, y revista en mano, incansable, hombre, leyendo consejos culinarios o sugerencias de amantes fracasados para ilusas jovencitas. Y tú... Sólo un pasajero de su tren y su vida.


Te notas enfermo. A lo peor te ha dado por huirle al apetito con acelerada facilidad, parecida a la que te gobernó cuando descuidaste tu apariencia, cuando abandonaste la Sorbona y te mandaste a mudar sin avisarnos, sin dejar dirección. He querido verte para creerlo, mon ami. Pareces una pésima broma despreciable. Te veo roñoso, mon ami. Tu cuerpo grita duchas, rasuradas y mudas nuevas. Aún estamos a tiempo; afuera el verano de los indios nos florece diversiones, olvidos. Sacúdete, como cuando solías decir "Podemos alcanzar el tiempo". New York va filtrándose en la noche, vamos a sumergirnos, a relampaguearnos de sus palpitados destellos.


¡No vendrás, mon ami, no vendrás! Ni siquiera fuiste tú quien me recibió a la puerta. Quedaste rezagado en otros días. Mis rasgos te son indiferentes ahora, ¿mi rostro? ¿Es mi rostro lo que decididamente rechazas? Hoy lo ves más de hombre, el mentón más firme y seguro, la expresión más sosegada: ya no te resulta mi rostro el compañero de toda una era. No te trajo ráfagas de nuestras escapadas de las aulas o de las pláticas vespertinas por Les Champs Elissees. No llegué con rastrojos de mediodías, de cafés soñolientos donde la sombra de los minutos nos iba escupiendo monótonos y repetidos. Siempre idéntica tu defensa de las excentricidades de Dalí, iguales mis elogios a Picasso, o la admiración por Borges o Sábato, siempre lo mismo, Marcel.


El reloj se acercaba a las cinco de la tarde. Corrías sudoroso de destinos, temiendo extraviarte por los gritos estremecidos que amordazabas. Miedo a no ser tú. Pavor a no pisar las calles, sino el palpitar etéreo de otros pasos. "El tiempo", decías, "es una utopía. Nosotros somos los que nos movilizamos hacia las cinco, las seis... Venimos a hoy o vamos a mañana o retrocedemos hasta ayer". ¡Oh, Marcel, Marcel! Aún convencido del viaje de tu vida hacia los tiempos, de que eres el pasado en esencia, tú y tu vida metidos a tu antojo en el rostro de otros días. Pero has pasado y las horas continúan, continuarán sucediéndose. Empiezo a titubear, a conjeturar, Marcel, a preguntarme si siempre fuiste así. Y me duele a falsedad tu antigua imagen pulcra, parisiense, rebordada de constante jovialidad. Entonces, pasabas por las horas, una y otra vez en París, en New York, y te rompías abruptamente sobre la risa de tu máscara. ¿Te introducías por los gestos o por las frases? ¿Por acaecimientos rutinarios o por las reumáticas glacialidades de callejones enneblinados? Entrabas, Marcel, regresabas a sus horas de bonjour vertido sobre la cómoda. Era ineluctable. En el viraje de una esquina, en el sonido de la lluvia sobre tejados o en la similitud de otra cara de mujer abordabas el pasado.


Andabas en pos de su tiempo. Su futuro y presente se conjugaron en tu desalado presente. Toda su vida enmarcada en un segundo de la tuya, en el lapso de chupar un Chester Field, Marcel, en el momento de bajar el interruptor. Las manos niñas de su recuerdo asidas a tu antebrazo en cualquier instante de cruzar calzadas o su cuerpo moldeando una irreductible fragilidad femenil; los senos recién llenados o la voz amanecida distinta. Los ojos con nuevos rincones para albergar al pudor. O cerrando los ojos, Marcel, reteniendo retazos de vidas, como si los ojos fuesen las manos de la memoria. Cerrando los ojos, Marcel...

Nadine siempre lo presintió. Nada extraño, siempre hablabas de su olfato especial para rastrear todo lo inconfesable, lo engavetado para nosotros. ¿La recuerdas abandonando el intento de pasarse el lápiz labial frente al espejito del bolso? ¿O a mitad de la seriedad y de la broma registrar su voz en bemol? "Él se pone raro por segundos". Y yo no veía nada irregular en ti. Fuiste camarada ideal para los museos y teatros, para las tertulias inacabables de los domingos o para burlar los efectos del champagne, deambulando entre risas, pareceres y confidencias por los boulevares de Montmartre.

A media noche, el timbre del teléfono arrancándome del sueño. Aconteció mucho después de la madrugada cuando te confié "Nadine luce enamorada de ti"; mucho después de la breve pausa de francachelas y orgías, dictada por la tesis en preparación. Y luego, bastante tiempo luego de la sentencia de Nadine "Nos lo va perdiendo una mujer". Su voz llovió en mi oído una sucesión rauda de aseveraciones y preguntas venidas desde el otro extremo de París. Enloquecía imaginando tu cadáver a luz de luna sobre el Sena.


El siguiente día comenzó con sus toques presurosos a mi puerta. No tuviste ojos para ella, mon ami, te juro que aún ojerosa y desmaquillada se le veía encantadora. "En todo esto existe una mujer", espetó al encontrarse bruscamente conmigo. Y yo pensando "La ahorcan, la estrangulan los celos con meras suposiciones", y repitiendo lo dicho anoche por el hilo telefónico, "No va para mucho Nadine, conozco a Marcel". ¡Ay, Marcel, ya ves, decía conocerte! En verdad contigo sólo comencé a desconocer las sombras. Luego sobra un montón de gestos imprecisos; de disfraces familiares; de ecos acentuados con las apariencias de cada cual. "Yo lo conozco, andará de juerga y nada más... Ya verás cómo uno de estos días tendrá rasurado rostro de Marcel en la Sorbona; risa de Marcel por la Sainte Chapelle, ya has de verlo, Nadine". Mas no lo vio.


Madame Renan agitó velozmente sus dedos y contó los francos que le adeudabas de la renta, antes de confinarlos al fondo de su terroso mandil, tu silueta se le perdía entre el vocerío de la Rue du Colisée. Entonces comenzabas a ser tú. A vivir, a sentir lo que eres hoy. Nadine trajo cara de llanto desde tu apartamento. Madame Renan subió con ella a señalarle tus pertenencias a medio empacar y desordenadas sobre la alfombra y la cama. "No vendrá- su voz compungida, mortificada en aparentar serenidad-, se marchó abandonando sus cosas, como quien nada requiere".


Pero ya tú te habías ido, Marcel. Mucho antes de conocerte ya no estabas. Nunca miraste las terrosas aguas del Sena, "Él se pone raro por segundos", nunca por Le Quartier Latin o merodeando por Montparnasse. Nunca hubo tiempo en París. "Podemos alcanzar el tiempo", asirlo por las lenguas que nos lamieron o nos van a lamer las cicatrices de las vivencias... ¿Qué hora es? Quelle-heures est il? What time is it? Y ya te montas sobre los minutos elegidos... Las cinco, Marcel. En París hay niebla y una nostalgia callejera de can olfateando el retorno de su amo. Las cinco, y te metes a las rutinas de sus días newyorkinos, en la inasomable confusión de sus titubeos. Marchas hacia ella, enmarañado en la abisal desolación del azul monótono de sus pupilas. Alcanzas su abrigo, el bolso de piel, y va cayendo una hora, densa, compacta y entre murmullos; estática hasta cuando revives basurales, esquinas bochornosas de adictos. Sientes entre su abrigo y el bolso la caminata de una hora, letárgica, espumosa, resbaladiza. has caminado la noción de hacerte de segundos. Era incapaz de intuir que cuando mirabas a Nadine nublado de vacíos, medías el tiempo. Comparabas el momento de nuestras voces con el de su voz, y descubrías cinco, seis o siete horas separándonos de ti..., de ella.


Las cinco, Marcel, y ya estás en New York. Regresa la mordida, mon ami; como un beso helado a final de tus mejores sueños, al final de los silencios, frustraciones y de recónditas vergüenzas. Acudes a las mañanas de su pasado, de tu presente. La imaginas recién empleada en una factoría de New Jersey, desde entonces venía arrastrando esa pétrea cara cotidiana de soporte familiar. La mamá se regalaba un rostro alborozado, nunca se los confió ni fue preciso. Su expresión facial era una propaganda de orgullo tierno, acabado de florecer en las madrugadas, al tenderle el humeante tazón con café negro o el lunch o el beso a la ardorosa mejilla que manchaba el adios.


¿A qué has venido, Marcel? ¿A seguirla como antiguamente de la fábrica a la casa? De tren a tren, amparado en tu deplorable apariencia; mientras ellas donan sus ojos a las ansiedades cuando revisan el buzón esperando encontrar cartas de París. Es rush hour, Marcel. La vida solloza fastidios y ambiciones por los subterraneos, por las calles. Estas gentes-es lo triste- volverán a ser mañana lo que han sido hoy a las cinco de la tarde: obreros, oficinistas, operadores, retornando a la casa, como ella, Marcel, con treinta peldaños por delante y un sucio apartamento, testigo de sus "buenas noches, mamá", como eco de tus mismas palabras.

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