lunes, 10 de marzo de 2008

Adios A Los Espejos

Adios A Los Espejos/Otto Oscar Milanese

Del Libro Inédito "Sobre Sueños Y Escrúpulos".


Al eterno temor
de Francisco José Capano.





A mitad de camino, adentrado en plena tormenta, lo pensé: "¡Debo ser el imbécil más grande del mundo!" Lo fuera o no, inexcusablemente acudía a la residencia de mi ex mujer, acuciado por un par de histéricas llamadas telefónicas. No deseaba reconocer que me corroía la premura. Superfluamente tergiversaba mi ofuscamiento, deseando no llegar; pero entonces: ¿Por qué accedí en complacer su insólito llamado? ¿Por qué me encontraba allí, casi varado, al filo de intempestiva noche agorera? Renegando por la exigua visibilidad que permitía el limpia vidrios, tras los intermitentes serpenteos luminicos de los relámpagos; no comprendía aún como pude asentir a sus ruegos. Los niños vacacionaban en casa de de la abuela, y Lida aseveraba que se encontraban perfectamente. Concernía el apuro exclusivamente a ella. Debí colgar el teléfono y tomar la ducha que pensaba. ¡Sentirlo, Lida! Nada más sentirlo, porque un divorcio es extensivo a los problemas de los ex conyuges. Las dificultades retornan a no compartirse, a su índole privativa. ¡Lida entendería! Además, sobradamente merecido lo tendría, desde que nos distanciamos se refocila en denostar y desearme cuantas mezquinas ocurrrencias vulgares, es capaz de imaginar una mujer despechada.


Fueron tres desconcertantes semanas horrorosas, Frank. Lo que devino es imperdonable. Ya no podía apurar más suplicio. Así me quedé heridamente cuerda, porque de tanto sufrir, alcancé una hueca insensibilidad cruel que todavía arremete sañudamente contra la displicencia que estigmatiza mis momentos. Esas tres depresivas semanas, excoriadas por el desamor, son indisculpables, Frank. Me las debes, como se debe una muerte alevosamentefraguada... ¡A lo peor, de golpe me he quedado loca! Dolidamente mansa, descuidando atender a los niños. Con los sentidos estrictamente alerta a los peldaños, en donde no volvieron a crujir tus presurosas pisadas, o para el teléfono ominosamente mudo. Nunca imaginéque fueras a marcharte de esa silenciosa manera exasperante: a la mañana, un adios de beso tenue en los labios, luego de abandonar el baño con tu habitual jovialidad... ¡Ah, Frank, y ya lo tramabas; implacablemente lúcido y frío! ¿Cómo perdonarte? ¡En montones de noches arrebujadas glacialmente entre tu cuerpo y el mío, lo urdías!


Primariamente me resistí a creer que no vendrías. Me abandoné a esperarte cada noche con un sabor desesperado entre dientes. Mi existencia se aferró de manera enfermiza al teléfono. Nunca paladearás la desquiciante zozobra contínua de aguardar minuto a minuto, el timbrazo que preludie a una voz que se desea escuchar; ni el vuelco súbito de amor sentido a vértigo en el pecho, cuando por fin suena el timbre, y una se paraliza estupefacta; hasta que, precipitadamente medrosa se descuelga el auricular, para recaer a la desasón de oir otra voz. Solía abreviar las conversaciones, y volverme a la amplia soledad de ausencia que abonaste a la casa. Entonces, aún te amaba sin rencor, y encontraba gusto ordenando tus pertenencias, y apañando la mesa, como si hubieses salido en la mañana, diciéndome: "Retorno a las 7:30 P.M." Como si en todas esas noches durmieras abrazado a los rincones de mi cuerpo. Es que a veces, Frank, es imprescindible engañarnos misericordiosamente, y digerir poco a poco una desolada realidad inesperada, creando mil subterfugios retardatorios; mil absurdos sedantes contra ese desgarramiento de vivencias que se desploman rostro abajo, cautivas en dos lágrimas. Y es por eso que aún me lacera tanta desilusión inventándose inasequibles asideros. ¡Aún duele, Frank! Tantos días desantendíendo las cotidianas labores de ama de casa; sobreseidamente tirar a la cama con mi cuerpo, el inventario de todos mis reveses resumidos en tu abandono. ¡Duele! Porque contigo me fui, y me quedó el rastrojo de toda una vida resabiando oscuramente por todos los entrantes. Consumí mi ardor aguardándote inutilmente a la entrada de extensos días desvaídos, en los cuales descuidé mi persona, y respondía a los niños aquiescentemente, para que me dejaran a solas. ¡Los niños, Frank! Cuando ya no pude inventarme más engaños, procuré pensar que llamarías por ellos; que hablaríamos reposadamente, intentandodiscernir y subsanar nuestros disentimientos; que de vuelta a la vida, tomo una larga ducha y me visto para ti y para el abrazo que me traes al franquearte la puerta. ¡Pero no retorné a la vida! Sólo pude regresar a la realidad de frente al espejo, deseando romperlo, y con él destruir la imágen que me provoca una acuosa risa prolongada; que me impulsa a huir por la casa, arrojando todo lo que se interponga a mi paso; hasta que encogidamente desaliñada, deje brotar tantas lágrimas, y comprenda por qué te marchaste, por qué no volverás.


En noches anteriores, Lida llamaba a deshoras para desahogar su aversión a la vejez. sus chillídos pausados, el hipo de su llanto, lograban despabilarme. Supongo que se complacía en llamarme. Así las cosas, opté por apagar el teléfono cada noche a la hora de meterme a la cama. La solución no me satisfizo. Sirvió para acrecentar las inconcretas perturbaciones que me segaban el sueño. Por las mañanas me mortificaba la idea de saberla incomunicada, si acontecía una imprevista calamidad que afectara a los niños. No restaban opciones. Procedí a dejar encendido el teléfono, resignado a esperar que timbrara matando bruscamente mis ronquidos.


Lo que me decidió a visitarla en aquella desastrosa noche, fue el sobrio tono sombrío de su voz. Oyéndola decir que urgía de alguien que la ayudara a pasar la noche, y que no me rogaría, que esa vez acuidiría a su orgullo para no humillarse más ante mi. Intuí que urdía un farragoso dislate. ¡Y fui! Es la unica explicación que logro darme, porque no la amo ni la amaba en el instante, en que imbécilmente olvidé la hora y cuarto de camino que nos distanciaban; y la endiablada nochecita, amenazando seriamente por convertirse en tormenta, para encender el coche e ir hacia ella, hacia su mortificada soledad con acre inicio de insoportable declinación; hacia su juego... ¡No, no la amaba! Quizás aletargadamente en alguna oscura sensación de insidioso remordimiento, me había despertado por entero a la conmiseración. ¡Y acudí! Pensándola al borde de una crisis neurótica, luego de probarse mil vestidos con historias de ocasiones, y confirmarque ya no le quedan; que no sólo a envejecido cruelmente su sonrisa en torno a las mejillas, sino, que también arriba a una deslavazada obesidad vergonzosa... Reimagino a la antigua Lida arrogante, y auto desapruebo haber dejado en tantas noches, el auricular y su voz estridente sobre el velador, para darme media vuelta en la cama, media vuelta en el sueño. Por eso, bajo lluvia y noche de intrincados pensamientos, marcho rumbo a su casa. Por una inconfesable debilidad masculina que me arrastra al vacío... A ella... Siempre voy camino a su inaceptable repudio de mujer resistida a envejecer.


Resurgir inesperadamente a la vida, Frank, porque las manos han tropezado con un vestido que recuerda ocasiones... Porque la rabia rompe reminescencias juveniles, y porque nadie puede erigirse en alguien, deprovisto de recuerdosl. Restan los finales recursos denodados; la estoica entrega a ferreos regimenes dietéticos, y el sudor de días entre fajas y ejercicios. Pero no es lo más implacable, Frank, esa aguijonante conciencia de andar camino a la carne flaccida, y aceptarse la novedad de un fatigado cuerpo viejo, provocador de mil avinagrados rictus entre arrugas, al definirlo en los espejos. ¡Ya ves, Frank, te digo que no es lo peor! ¡El auto-rechazo es lo que duele, Frank! Ese dolorcito secreto, íntimo... Y una se lo queda entre silencios llagados de anteriores vivencias; no así, esa soledad que insuflaste a mis días; esa infernal certidumbre de haber representado un objeto que se aparta, luego de usarse. ¡No puedo condonarte esa deuda, Frank!No puedo evitar creer que deliberadamente elegiste esa época de mi vida para abándonarme... ¡Y hoy me abandono, Frank, a la realidad que nos he planeado!


Acudirás, Frank. Sientes pena por mi... En cambio, no puedo tenerte lástima ni acepto la tuya. Detesto tus irrísorios esfuerzos por no traslucir tus sentimientos; por no delatarme un ápice de la conmiseración que provoco en ti. Eres tan irremediablemente mal actor, que no logras evitarme el embarazoso segundo de atrapar compasiones en tu mirada. Sé que no sientes lástima por la imbécil mujer enamorada, que súbitamente se ve de frente a su abandono. ¡No, Frank! No vendrás compadeciéndote de un frágmento de mivida al que temes entrar. Porque también tú has resbalado a la abisal desgana de horas, desgarrado por el monomaníaco temor a envejecer. ¡Vendrás únicamente por eso! Conozco el angustiante placer morboso que te impele a reconocerte calladamente en mi. Es el horro, Frank, la arraigada fobia a considerarnos con unos años de más, afeándonos el aspecto. La inusual preocupación comienza a los treinta. ¡No un año antes ni uno posterior! La idea cobra un punzante sígnificado de valor estacionario; una acaba viviendo por, y para ella... ¡No es tan despiadada la vejez, Frank! ¡Lo cruel es el proceso de envejecer! Es lo inaceptable: esa lenta rendición de una vida resistiéndose vanamente a una biológica metamorfosis. Esa diaria claudicación de condiciones y voluntades entregadas al recuerdo. Quien ha envejecido acepta y convive con su condición. Quien envejece, repudia el cambio autorechazándose. ¡Se debería envejecer de golpe, Frank! Que exonerado fuese el martirio de manifestarse una nueva arruga entre días. ¡De golpe, y ya! No más alejamientos de sueños, por la preocupación de un par de libras extras, o por la disminuida firmeza petrea de los senos. No más medirse y medirse vestidos entre jadeos y chillídos desaprobatorios, y observarse, entre iracundas lágrimas, de frente, de lado y las nalgas por el espejo. ¡Envejecer y se acabó! Pero existen tantos días para cargarlos sobre una vejez que aún no es definitiva; sobre una abulia cotidiana que encausa su odio a la desesperación. ¡Tantos días, Frank! ¡Y tú sobre ellos, como una deuda por cobrar!


Metido de lleno en la desagradable nocturnidad huracanada. Rumbo a Lida y sus repentinos accesos de iras que la ahogan en reiteradas maldiciones. Es sencillamente inadmisible concluir en que no hubo amor, ni pizca de amor en el afónico tono de su voz. No advertí siquiera despecho, o un lancinante residuo de amargura insepulta. ¡Sólo rencor! Un afilado rencor continuo que reptó de sílaba a sílaba; de odío escondido a odio pronunciado. Y escupe y escupe ingratas vivencias descoloridas; ama rememorar cada instante adverso; quizás, con el inexplicable propósito inocuo de apuñalarse las ganas con ellos, de suicidar cada momento, enterrando la imagen de la Lida fresca y bañada de vida. No hubo amor ni despecho ni dolor, cuando aceptó definitivamente mi distanciamiento. Unicamente un chispazo de incredulidad vacua; un ramalazo de inconcreta angustia. ¡El odio! El creciente odio hacia todo lo que fue, poseyó o quiso. Las detestó, no por constituirse en intransformables, sino por haber andado la vida dentro de un reloj, y arrojarse ajadamente contra ella misma al doblar la esquina. Esas cosas que también van buscando la vejez con uno, y continúan perteneciéndonos, ya sin gusto al paladar, esmorecidas por nocturnas ventoleras que las llevan a contra alma, a contra vida. ¡Es así su odio! Su intransigente resentimiento que le saca irisados destellos de juventud.


¡Estaba a un paso de estas ineludibles arrugas! A un paso de esta desmazalada incertidumbre que se instala entre pensamientos y cobertores en cada insomnio. ¡A un paso! Y acabaste por echarme en el brumoso fondo árido de la depresión, Frank. Pero, un día, se emerge de golpe. Una olvida olvidarse de sí misma, y brota a las horas; aferrada a cada instante con una revitalizada noción de la existencia. Entonces, es cuando más lacera procurarse motivos para vivir. Intuirse como una palpitante llaga sobre el arrítmico corazón de los días. Alguna vez, Frank, el tiempo hiede a desencanto en los sentidos. Una intenta buscarse en lo que ha sido o ha representado ser, sin lograr, más que un vago sabor a farsa. ¡A fiasco, Frank! Ahí es donde duele la vida: en su consuetudinaria bofetada de vacío y desengaño. De ahí, es de donde una se levanta o lo intenta o lo sueña. Levantarse a percibir cada frustración o sueño que nos plasma sobre el papel en blanco de la existencia. De ahí una surge, dolidamente consciente, con su fardo de memorias y circunstancias; con su inventario de emociones desplegadas sobre el tiempo. De ahí una surge, con la tácita tendencia de transformar cada día en rutina, que todo encaje en el esquema de vida que se ha delineado. Y ya no podemos trascender nuestros propios hábitos, Frank. Es más comodo reincidir en las costumbres.


¡Ahora desearía pensar que no medité! Que un golpe de lluvia y viento me arrastró como un autómata al coche, pretendiendo rezagar el miedo. El miedo encontrado a ras de tempraneras mañanas, en la dubitación al disponerme a revisar los diarios. Porque puede ocurrir, Lida, lo extraño es que no haya sucedido, que bajo un titular de negras letras, tu sonrisa de retrato viejo desborde el cauce de mi temor. ¡No lo pensé! Marché a encontrarme con tus ojos para suicidar mi pánico. ¡Mirarte! Reirme silenciosamente de mi absurda pusilanimidad, y volverme a casa con el sedante de tu reciente presencia. ¡Ah, volverme a casa, al sueño, a través de lluvia y noche! Dormir lenamente ajeno a tu borracha voz de baja mar milenaria. Dormir casi ebrio de lluvia soñando en las ventanas. Obligarme a creer que aprendes a soportarte, Lida. Que acabas venciéndote a la inalterable razón impiadosa de los años. Y ya no sientes las últimas bocanadas del aliento que te impulsó a luchar en la derrota. Ya no más rebelarse a una vida atiborrada de momentos, que muestra la resaca de oleajes turbios en torno a tus sienes. No más modificar sonrisas en acentuamiento y duración; persiguiendo no despertar en ellas, oscuros surcos que abochornan el semblante. Me obligo a creer que ya no sueñas con estiramientos de músculos faciales, que repentinamente entiendes que todo artilugio queda sobrante... Y tiras contra tu acuosa cara espejeada, cremas y lociones; y lanzas años y años, llorando de rabia, trémula de impotencia. Mordiéndote los labios, clavándote salvajemente las uñas, y prorrumpiéndo en un desahogado llanto de rendición ineluctablemente total.


Lo peor es que ando en alguna parte de la noche. En alguna llovizna de agua, mis cavilaciones han quedado encerradas, imaginando a Lida tensamente pasearse fumando por la casa, aguardando el timbrazo a la puerta. Lo peor es que la encontraré miserablemente encogida, abrazada a un viejo osito de peluche, y no responderá a mis palabras. Meciendo mecanicamente la parte superior de su cuerpo, con la opaca mirada fija en un vacío de años; en un siniestro cráter de emociones irrecuperables... Hasta que inicie unos semi-gruñidos imperceptibles, y acabe gimiendo convulsivamente, a la vez que me dispara las reconvénciones que ha pensado decirme desde hará dos semanas.


Nunca logra convencerme la idea de que Lida ha enloquecido. De que su histérica monomanía medrosa hacia la vejez, adquiere irrebatibles visos de locura. Suelo desechar tales cavilaciones, avisorando en ella a una mujer despechada... Es más comodoimaginarla de ese modo. ¡Qué importa que no sea la realidad! O cuando menos, su única realidad. En nuestros años de convivencia proyectó la imagen de una mujer equilibrada, segura de sí; de sereno caracter firme, aún en las escasas dísputas conyugales que sostuvimos. Y de repente se derrumba. Es otra Lida, la que refunfuña agriamente a todas horas, motivada casi siempre, por minucias. Otra Lida, amante de ofensas y denuestos. Viviendo a la puerta de una inquina cotidiana que la moldea insufrible a sí misma.


Lo imperdonable, Frank, es que jamás me ofrecieras un dísgusto; que me convirtieras tan imbecilmente segura de ti, para reservarme el desengaño al borde del ocaso de nuestras existencias. Cuando menos lo podía creer, Frank. Cuando menos posibilidades de asimilarlo me confería la vida. ¡Y no lo creo ni lo asimilo ni lo acepto, Frank! El golpe ha sido demasiado atróz y tardío..., demasiado latente por años su urdimiento. ¡Y nunca sospecharlo, Frank! Viví arrimada todos esos años a tu oculto desencanto, sin preverlo, para encontrarme súbitamente con la mueca de tu olvido.


¡He debido vivir ignorando a Lida! ¡Ignorarla lo más posible! De vez en cuando una llamada preguntando por los niños. ¡No más! Quizás una intrascendental plática a la hora de recoger a los chicos para pasear. Evitar interferencias de cualquier índole en mi vida, y darselo a entender desde la primera angustiante llamada que realizara.


¡Me orillas a ejecutarlo, Frank! Tú y tu desconsiderado silencio estéril de años. Aguardando jovial, calculando el momento, mientras representabas el papel de comprensivo esposo amante. ¡Me obligas, Frank! Ya ves, como estas fruslerias repensadas en un mal momento de iras renovadas, acaban por aglutinarse en torno a tu realidad... Me deja atónita la certeza de que son algo más que las incoherentes puerilidades de mis desvelos. Son la mezquina sombra de la venganza que ha dormitado en cada letargo de vida resabiada, en cada segundo de amor desengañado... Te escucho llamarme, Frank, desde el umbral de la puerta entornada. Oigo tus pasos aproximándose a tu realidad de mujer encontrada inerte sobre viscosos charquitos de sangre. ¡Veo tus ojos devorados a medias por el pavor y la sorpresa! Sé que tardarás una eternidad en sacudirte el estupor, y comprender por qué la policía acudió tan silenciosamente rápida para transportarte a la realidad que te traspasa mi última voluntad: ¡Veinte años, Frank!

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