lunes, 10 de marzo de 2008

La Capellanía

La Capellanía/Otto Oscar Milanese

Del Libro Inédito "Momentos Dominicanos"




_ Le entregaré las rentas de dos de mis propiedades, Padre _. Dijo, don Teódulo Recio.


Los cascos de la cabalgadura del Teniente Coronel haitiano, Dezir Dalmassy, marcaron la desolada llanura azuana.


El señor Cura de la Parroquia de Azua, le miró fijamente, y preguntó:_ ¿ Lo ha pensado bien, don Teódulo?


El mediodía azuano es la mitad del infierno. Don Teódulo, sentado, con las trémulas manos entreveradas sobre la rojiza empuñadura del bastón, respiró aire ardiente antes de responder_ .Sí, señor Cura, ya lo pensé. A cambio, quiero que usted oficie una misa gregoriana por mi alma, durante los primeros cinco años después de mi muerte.


Ringleras de casitas con las puertas abiertas para el chorro de luz solar que deja al desnudo las calles angostas.


_ ¿Y si los haitianos invadieran?_ Preguntó el señor Cura.


De todos los bohíos vieron pasar a Dalmassy. Marchaba sin prisa bajo la soporífera claridad.


_ Si ya he muerto, señor Cura, continuará usted cobrando las rentas; pero si la invasión ocurre estando yo vivo, el dinero de esas rentas se empleará para combatirlos.

Las botas del militar levantaron el polvo de la calleja. El uniforme haitiano apenas brillaba bajo el ardiente sol sureño, raído y opaco, con rastrojos polvorientos de la penosa travesía entre güazabaras. Horas sin agua, bajo un sol que sólo respetaba los breves espacios que cubrían las ramas de las esporádicas bayahondas en las calcinadas soledades del sur.


El Teniente Coronel, Dezir Dalmassy, llamó a la puerta del Alcalde de Azua, don Pablo Báez, acaudalado propietario de extensos bosques de árboles de madera preciosa. La presencia del oficial no causó revuelos. Los azuanos conocían a Dalmassy, lo consideraban más un rico ganadero, que un hombre de armas. Sólo el Cura, a la puerta de la iglesia, derritiéndose dentro de sus negros hábitos en el mediodía azuano, se sobresaltó.


_ ¡Jesús!- Exclamó el Padre, dejando el rastro de sus dedos en la piel sudada al santiguarse _.¿A qué habrá venido ese hombre?

Azua es cruel al mediodía. Los perros sin dueño, perseguidos por las moscas, buscan un pedazo de sombra bajo los aleros. Viejos amodorrados entre la calor y el silencio, arriman desvencijadas mecedoras a la entrada de sus derruídos bohíos, y con manoseados pericones, entre un balanceo y otro, procuran espantar la calor que navega por los profundos surcos de sus caras. En Azua concluye la vida del viento. Las calles vacías parecen avenidas para el sol. Sólo los perros realengos, a veces se levantan, espantan las moscas con el rabo, olfatean el polvo áereo, y se escabullen por una soleada esquina. En Azua no existe el viento. Sobre las calles las moscas y los perros... Y el reumático paso de don Teódulo Recio son las unicas señales de vida.


_ ¡Maldito sol!- Masculló atropelladamente, asfixiándose, jadeándo, antes de persignarse y penetrar a la iglesia.


El Cura, de pie, en una de las naves laterales de la iglesia, parecía aguardarle. Don Teódulo Recio, apoyándose en el bastón caoba que resonaba en todo el recinto al golpear el piso, no esperó plantarse frente al sacerdote para hablar.


_ ¡Ya lo vio usted!_ Su estertorea voz, entre asmáticas respiraciones, se multiplicaba en el recinto vacío -. Ahí está de nuevo ese hombre visitando a don Pablo Báez.


_ Paciencia, don Teódulo,_recomendó el Cura _. Dalmassy y don Pablo Báez son negociantes. Se habrán reunido para tratar de negocios.


La civilización europea ancló sus flotillas en el Caribe mar del archipiélago de Las Antillas. Sabotajes y pequeñas incursiones armadas, desataban oleajes de pánico en una población ya castigada por hambrunas y enfermedades.


_ El Alcalde don Pablo Báez, es amigo de los haitianos_, se abría paso entre jadeos, la imprecisa voz de don Teódulo Recio. Temerosos jadeos que arropaban las hileras de bancos vacíos, que salpicaban de miedo a las frías estatuillas que asistían a la escena con ojos de santos muertos.


_ No existe peligro de invasión, don Teódulo _. Procuró calmarlo el Padre.


Más rápido que lo que solía durar el miedo, una familia tras

otra recogía sus bartulos, y a pesar de que la Corona Española había decretado la pena de muerte para los que osaran abandonar el territorio insular, Santo Domingo paulatinamente se despoblaba. La nacionalidad, entonces, gravitaba poco sobre las familias que huian, unas, de los constantes saqueos de los corsarios, y otras, marchaban en pos de la fortuna, hacia los ricos virreynatos de Mexico y Peru en tierra firme. La nacionalidad, bien lo sabía, don Teódulo Recio, solía nacer de un decreto, o de un tratado que firmaban las potencias europeas a muchas millas de distancia. A don Teódulo Recio le había tocado vivir un tiempo en el que se acostaba jurando que era un subdito de la Corona Española, y súbitamente amanecía siendo un ciudadano francés. Rumiando por lo bajo, mal soportó el gobierno de Ferrand, consolándose con la idea de que el yugo francés era preferible a la dominación haitiana; hasta que el hombre del Cotui, se levanta en Palo Hincado, y "Pena de la vida al soldado que volviere la vista atrás", eso grita, sable en mano, Juán Sánchez Ramírez en Palo Hincado, mientras la emoción golpeaba el pecho de don Teódulo Recio, con un corazón que se emborracha de ron azuano, "pena de la vida al tambor que tocare a retirada", no, no hay retornos, en Palo Hincado vibra la hombría en la voz, "pena de la vida al oficial que lo mandare, aunque sea yo mismo". Regresaba España por el brazo y la voluntad de Juán Sánchez Ramírez, y allá, detrás de las infinitas sabanas, en donde el unico gobierno con autoridad es el del sol sureño, palpitaba Haití como una nube de sangre, presta a desplomarse sobre la parte española de Santo Domingo.


_ ¡Sí existe!_ Gritó con miedo, don Teódulo Recio _. ¡Existe peligro, Padre! ¿ No sabe usted, que ya en Beller, el Comandante Amarante pidió la presencia del ejército haitiano? Montecristi, y Dajabón piden a gritos a los haitianos, y ya ve usted... Ahí está Dalmassy conversando con el Alcalde Báez. ¡Los haitianos están sobre nosotros, y ya no hay hombres como Sánchez Ramírez, Padre!


¡ La comarca era rica! El corte de madera preciosa estaba en su apogeo, y el Alcalde pablo Báez, era uno de los hombres que mas se beneficiaba como exportador. ¡La comarca era rica! ¡La iglesia no! Cada mañana dominical, a la puerta de la iglesia, el padre saludaba el desfile de miserias individuales, que religiosamente resignadas se santiguaban frente a él, y pasaban a llenar el recinto con sus olores, con sus ojillos de hambre inocultable, y sus penas de visceras que roncan. ¡La comarca era rica! ¡Los hombres no! Enjutos y mal cubiertos por sus andrajos, se arrastraban como sombras. El padre comprendía, y apenas mencionaba el diezmo en sus sermones. El Padre comprendía, miraba el penoso desplazamiento de sus raquiticas extremidades sobre el piso de la iglesia. los veía llegar en pequeños grupos, se apretujaban silenciosos y ceñudos en los banquillos de madera.


_ Núñez de Cáceres impedirá que los haitianos entren _. Dijo el Cura, buscando afanosamente un argumento que calmara a don Teódulo Recio._ Somos un Estado libre, don Teódulo, y el doctor Núñez de Cáceres gestiona el apoyo de la Gran Colombia.


Afuera, el mediodía y sus caliginosas horas desalojaban a trechos las polvorientas calles azuanas; pero arriba, el sol mantenía su implacable caudillismo sobre el sur, y Dalmassy no salía aún de la casa del Alcalde.


_ ¡Núñez de Cáceres!_ El grito de don Teódulo Recio salió de la iglesia, y fue quemado por el sol _ . A ese iluso nadie lo apoya, señor Cura. El Estado soberano que ha proclamado no tiene ejércitos que lo defiendan. Estamos en manos de los haitianos, y la Gran Colombia no hará nada cuando Jean Pierre Boyer caiga sobre nosotros. Simón Bolivar es amigo de Haití, señor Cura, no de nosotros. Estamos sólos y sin fuerzas, por lo que le ruego que destine usted las rentas que percibe de mis propiedades, para los movimientos que lucharan contra Haití.


La tarde azuana entraba con brisa. Brisa caliente que levantaba pequeños remolinos en las calles, y obligaba a los azuanos a echar aldaba a suspuertas, para protejer las casas del polvo. Pero el polvo siempre entraba, se filtraba por los intersticios de las viejas paredes de tablas, y se posaba en las mesas, en las sillas, en los cuadros, sobre los cobertores. Azua: Polvo. Sur y sol. Sol como lluvia caliente de rauda luz que inunda la vida.


Don Teódulo Recio abandonó el fresco amparo de los muros de la iglesia, y se arrojó a la impiedad del sol azuano. En la calle deambulaba gente, y algunas mulas eran arreadas por el camino de San Juán. "Por ahí vendrán los haitianos", pensó don Teódulo Recio con aprehensión, y con inseguro paso que necesita del bastón de caoba, tomó el camino de su casa. Cuatro campanadas, lentas y espaciadas, oradaron las sombras que habían ganado resecos trechos de tierra agrietada; oradaron los aún ardientes rayos de un sol que se alejaba. A esa hora, frente a la casa del Alcalde Pablo Báez, el Teniente Coronel haitiano, Dezir Dalmassy, ponía un pie en el estribo. Tarde calurosa. Cielo implacablemente azul que anunciaba otra noche típica del valle de Azua , en donde millares de estrellas ofrecen un beso de luz, a la dura tierra que no recibe el húmedo beso de los aguaceros. Ágilmente, el militar haitiano montó en su caballo, y despidiéndose del Alcalde Báez, se fue como había llegado, por el camino que conducía a San Juán, por donde llegarían los haitianos. El sol golpeaba de frente al jinete que se alejaba, dejando atrás las últimas casas del pueblo. Entonces, la calle se llenó de gritos, y de gente que corría a la casa de don Teódulo Recio. De pie, a la puerta de la iglesia, el Cura no se inmutó por los gritos, ni se distrajo por las carreras de los vecinos. Continuaba mirando empequeñecerse en la distancia a la montura y al jinete haitiano; cuando los perdió de vista, entró a la iglesia sin prestar atención a los gritos que estremecían la calle. Ya dentro del recinto religioso pensó, que al día siguiente oficiaría la primera misa gregoriana en sufragio del alma de un buen azuano.

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