lunes, 10 de marzo de 2008

Una Sombra Quemada En La Pared

Una Sombra Quemada En La Pared/Otto Oscar Milanese

Una Sombra Quemada En La Pared.
Otto Oscar Milanese
Del Libro Inédito "Un Momento En La Pared".

Conoció su sombra a la hora decima de una mañana tropical. El sol azuano era un golpe de luz y calor sobre la sala de su hogar, recortando la sombra contra uno de los enjalbegados muros. Una sombra oscura y menuda, levantándo apenas su parte superior sobre el ángulo del horcón y el piso de cemento en un entrante de la estancia. Probó a moverse, y con ojos desorbitados siguió el silencioso movimiento de su sombra en la pared, justamente cuando a través de la puerta entornada, divisó la procesión de rostros circunspectos marchando en medio de la calle polvorienta. Los hombres caminaban lentamente, como si temieran avanzar. Los que marchaban delante cargaban el objeto largo y negro hasta entonces innominado para él; pero conocía su utilidad. En otra mañana de trópico nublado, otros hombres de caras tan serias como estos, se llevaron a la abuela en un objeto similar, y la abuela jamás volvió. Pensó que la abuela no regresó porque su sombra creció demasiado, y estremeciéndose, buscó en la pared su propia sombra, negra, menudita y apretada contra el horcón. "No la dejaré crecer", pensó, y le nació un medroso respeto por la sombra que ahora se mantenía inmovil, vigilante.


Intuyó que el momento último de su existencia latía amenazador en esa sombra que debía acompañarle siempre. La miraba evolucionar constantemente con su final implícito aguardando el ineluctable momento de saltar; porque él sabía que ese instante llegaría, como le llegó a la abuela. Odió la sombra. Desde el día en que la abuela perdiera su sombra, creía conocerla a plenitud; la existencia de la abuela había sido acorralada entre dos momentos, consumuda y perfecta. Y ahora presentía que el crecimiento de su sombra lo acosaba irremisiblemente, empujándolo hacia el instante que nunca lograría sobrepasar, porque como la abuela, quedaría atrapado entre dos momentos, todo lo que viviera en el transcurso del crecimiento de esa sombra que parece vigilarle desde la pared.


Crecía con él. La sentía crecer con él. Ella alimentándose de sus respiraciones, ganando latidos de vida que fueron de él para dejar de pertenecerles al instante. Debajo del mosquitero pensó que cada respiración era irrecobrable, y ella no cesaba de crecer en la pared. se durmió con los dientes apretados, una fina babilla aparecía en la comisura de sus labios, y no supo si antes, o ya soñando imaginó la forma de liberarse de ella.


Despertó a un día nublado y con vientos de huracán. Los azuanos corrían de un lado para otro. Regresaban las mujeres del mercado público, los macutos repletos de viveres; las voces atemorizadas por la proximidad del ciclón. En la casa de al frente dos hombres se treparon al techo, desmantelaron la antena de la TV y comenzarón a clavar el viejo zinc, comentando las novedades de los últimos partes metereologicos. Él se aferraba a la oxidada aldaba que mantenía la puerta entornada, observando el polvoriento trecho de calle con la misma emoción con que observería, si pudiera, todo el mundo de un sólo vistazo. Nunca le permitían que se aventurara solo más lejos de la esquina; la frontera de su universo comenzaba en el poste de luz y concluía en la calzada de al frente. "No tienen sombra", pensó, mirando a los hombres gesticular, mientras clavaban. Tras de él, la radio echaba una voz monotona que por enesima vez alertaba sobre el peligro de huracán. El olor del aguacero mortificó sus aletas nasales. Abrió los ojos como si un acontecimiento inesperado le sorprendiera, "No tienen sombra porque está nublado", pensó, y otra vez lo sacudió el temor. "La sombra de cada uno está con ellos", murmuró desconsolado, "aunque no la vea está con ellos". Instintivamente se volvió buscando su sombra y no la encontró. Cuando miró de nuevo a los hombres que trabajaban sobre el techo de zinc, sus ojos estaban acuosos.A la vera, o dentro de él mismo, una intranquila sensación lancinante se revolcaba. Su propia sombra. Irremediablemente creciendo. Consumiendolo a él. Moldeándose y acabándolo en una constante eclosión de existencia. La radio a sus espaldas echaba un último llamado para que las pequeñas embarcaciones regresaran a los puertos.


A mitad del trayecto de la sala al comedor de su hogar le asaltó la primaria noción sobre su peor enemigo. De una de las habitaciones del largo y penumbroso pasillo que caminaba, salió la voz de su madre, "Apurate, tenemos que recoger la ropa que está tendida en el patio. Dicen que el ciclón pasa a las tres". Se detuvo, esperando la respuesta a la voz materna; pero no hubo contestación. Una muchacha flaca, de cabellos pajizos corrió al patio . "A las tres", repitió él , echándose a caminar de nuevo y sin encontrar sentido en la frase. Para él era una expresión más de las tantas que le escuchaba a la voz de madre, desde que se tiraba de la cama amodorrado aún por el sueño, y con el chillído materno conminándole a que se cepillara los dientes, hasta que esa misma voz se le perdía por las noches entre los crugidos de la vieja mecedora. Un balanceo y se iba del mundo, y la voz de madre pasando, mareandolo de una historia a otra; y otro balanceo lo alejaba más del mundo, de la voz, del miedo a mirar la sombra de ambos yendo y viniendo con el balanceo en el piso de la sala. La cegadora luz del relámpago le arrancó un grito. La muchacha de pelo pajizo entró corriendo a la casa, apretaba contra sus hombros un montón de ropas. "Está temblando", dijo la flaca muchacha al ver que llegaba la otra mujer. Él intentó decir que lo asustó su sombra, no el relámpago, pero la voz de la madre se lo impidió. "Será mejor que dejemos al niño en su habitación, no me gusta lo oscuro que se está poniendo todo".


Sobre el zinc de la casa sonaban los primeros goterones cuando la muchacha de pelo pajizo lo llevo al aposento. Lo dejó acostado y dijo que le traería sus viejos soldaditos. Al regresar, él continuaba echado sin desvestir sobre la cama. La muchacha de pelo pajizo dejó los soldaditos en un rincón, y luego fue a darle un beso en la frente. "No teman, gritaba la voz de madre desde el corredor, cuando la flaca muchacha abandonaba el cuarto, y él buscaba debajo de la almohada la caja de cerillos, "esta casa es solida y aguantará".


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