martes, 4 de marzo de 2008

Esas Cartas Distraídas Y En Silencio

Esas Cartas Distraídas Y En Silencio


Esas Cartas Distraídas Y En Silencio/Otto Oscar Milanese/De Tres Gotas De Misericordia.

Brooklyn, N.Y. 1986.



Intentó matarme de alegrías. Se lo leí a rostro descubierto no recuerdo desde cuando. Sus ojos pertenecen a esas gentes que uno cree mirarlas desde siempre. Se desentiende de mi presencia, tendida boca abajo en la alfombra, fumando y fumando, camino a la noche entre ávidas chupadas silenciosas. Se ha rendido. No me procura sus iniciales hálitos de vida reestrenada; su forzada dicha ansiosa de ultrajes clandestinos. ¿Habrá entendido finalmente?


_Él también, y antes del nocturno amor amigo de sus manos aprendió a ser suicidándose.


¡Lo ha comprendido y le importa un pedo! Continúa impávidamente amodorrada de noches. Apenas se mueve sordamente, parecida a una gata vigilando el vacío. ¡Es irritante! Logra fragmentarme en el camuflado acatamiento, a reaceptarlos a diario coleccionando rastrojos de días y desatándolos sobre mi cuerpo como fardo de vivas excoriaciones esculpiéndome sus esencias en el pecho. Arribó regurgitándome el desaliento crepuscular que húbome arrojado a ustedes sobriamente vestido de duelo. ¿Os acordáis? No logro borrarlo. He organizado cacerías encarnizadas contra esos momentos, contra esas imágenes, pero eso está ahí, insobornable, patente..., es imposible existir de espaldas a lo vivido.


No me importa Ruthie, o puedo abonarla, en parte, a la suma de mis olvidos: sólo mientras fume y calle y no se remueva deasatando aromas de vientos provenientes de hojarascas podridas, de noches y lluvias. Pero se hastiará, veces raras le sucede, inmunizada a tanto silencio entre humo, a las prolongadas posturas impasibles. Suficiente un lerdo movimiento femenino suyo, y me remite a vosotros, un bamboleo de pies desnudos por lo alto o su voz imprecando...


_¡Ese cerdo hijo de puta boricua, nos vendió las píldoras sosas!


Una voz de ateridas brumas colindante a la evocación de las vuestras. Regresa el enfermizo interés en ella: me sacude hasta los tuétanos. Sé que sigue imperturbable aplastando puchos en el cenicero. Arañando con insana persistencia al viento minado de avanzantes sombras, de gramas húmedas, de hojas repisadas y tufos de cacá de perros. Continúa flagelada por los alaridos de otros instantes, y vosotros entre ella y yo. Vosotros y un desordenado aposento de muros beiges. Y las discrepancias del otro lado; las coaguladas iras, las pisadas yendo, los velados reproches, y viniendo recias y presurosas. Y de mi lado un rostro de lágrimas insomniado.


La cohibí a ojeadas de amor sádico. En ella vime inhibido de cara a vosotros, dejándome arrancar el humilde equipaje por las corrugadas manos de Osvaldo. Mucho más atrás todavía: abandonando el bus, tropezando escabrosamente con vuestros desbordes, abrazos y besos, y la inesperada jauría de interrogantes; lacónicas respuestas, afectadas conmiseraciones.


_¡Una pura tragedia, Laura, orfandarse tan pequeño!


¿Podía articular frases? Achicado, afligido, tragábame acedos gruñidos de incomodidades en el ancho asiento trasero del Dodge. Fingía abstraerme en las movedizas siluetas de afuera, retorciéndome las manos. Por cierto, Ruthie posee lapsos en los que no les permite reposar. Se come las uñas compulsivamente o se suena los dedos o tamborilea sobre sus muslos con las palmas tensamente abiertas. La detesto amablemente. Huele a noche callejera y a vosotros..., mirándola, su rostro se bifurca, se desdobla, y me siento inútil. Cotidianamente inútil de incurias. No se amarla sin desamor; sin haber soñado o creído evitarla detrás de las puertas o añadida al pálido fondo del reflejo de las cristalerías.


_No hables así, Leonardo. Seremos unos padres para el chico.


No sorprediéronse. Juzgarían verosímil, de golpe mirarla en el buzón algún día, luego de apropiarse de los sobres infaltables del mes: el de la compañía telefónica, seguro social... De tanto aguardar lo inesperado, convirtiéronlo en rutinaria espera; en debilitadas conjeturas tejedoras de posibles realidades. Mentiras ocasionales asimiladas con estoica celeridad al momento de revisar el manojo de cartas, y comprender callándoselo, que tampoco hoy recibieron noticias tuyas. En vano: tanto temerlo ella, tanto admitir la probabilidad al regresar del supermercado. Inútil: tanto afirmárselo, tanto desear no convencerse él, a la vuelta de la oficina.


_¡Escribirá! ¡Cuando necesite dinero, escribirá!


No debí traerla a mi piso. Las mujeres enloquecen al adueñarse del refugio de un hombre solitario. Lo ha revuelto todo deseando convencerme de haberlo organizado. Sólo alcanzo a descifrar el reverso del antiguo desorden. Y vuestros ojos insidiosos tras todo lo palpado por ella. Su ebria dicha arrebatada expiró. Se le esfumó al traspasar el umbral, como un perro callejero que, cansado de reconocer olisqueando su inesperado hogar, se tira en un rincón a mitigar cansancios de peregrinajes. Azota un frío de calles por sus ojos, un murmullo de sombras intimidantes. Entró reñida con los objetos asperjados de la memoria de las otras. La dejo hacer. Mordiéndose las uñas a ratos, estrujaba cartas, tarjetas, números telefónicos; intentó echar en la basura vuestro retrato.


_¡No, loca!_Salíame risueña la voz._Suelta, suelta, te digo.


_Seré, sino la única, la mujer última en tu vida.


Como siempre, hubo un repetido sopesamiento, un sobresalto escondido a tiempo; una rutina estancada y visible en los parpadeantes roces oblicuos de sus miradas. Silenciosamente ambos serenábanse pensando encontrar vacío el buzón.


¡Estupendo! ¡Estuvo maravilloso! ¡Salvó elmontaje!_Exclamó ella, ajustándose el cinturón asegurador.


El sábado quedaba reducido a un montón de minutos asfixiantes; transcurrido como un bostezo inevitable entre las manos. Los encuentros con viejos conocidos en salas de teatro sumábanse a un pasadorebosante de afectaciones, de frivolidades..., y "Joaquín Murieta" en su Fulgor y Muerte, no poseyó ni lo uno ni la otra: al igual que esa debilitada existencia repetida de ellos, opaca y asombrosa de reahabilitaciones diarias, de renacimientos atenuados. Porque no puede refulgir remedada con minutos anteriores ni puede acabarse, morirse definitivamente. Es un gravamen montar su propio teatro y revivirse y matarse. Revivirse y matarse, como los centenares de rostros que resucitan el deceso de Murieta en el escenario. Matarse día a día existiendo para las mismas personas, previendo el montaje de un fardo de arcaicas circunstancias. "¡Estuvo maravilloso!" Dijo. Maravillosamente concluidas las angustiantes horas del sábado, de las plateas de teatros... Si la vieras constreñirse dentro del ajustado vestido, y estirar afanosamente el cuello, cerciorándose de ser avistada por ojos de señoras maledicentes. "¡Estuvo maravilloso!" Y pensaba en tu recámara vacía; en la sensación anodina de imaginar tu voz y sobresaltarse, inferirle matices alegres al grito de susto, de miedo; una emoción resignada a no vivirse, como tantos sueños cortados por la urgencia de los amaneceres a vestirnos de quienes somos.


Años comprendiéndose a ese precio. Confesándose sandeces, cada cual atrincherado en sus cavilaciones, veladas tras dialogos intoxicados de vida diaria. Cuidándose del más parvo indicio, algún desliz que sugiera tu evocación. Convencíame en mayor grado, a medida que los días posteriores a tu marcha se filtraban por las salomónicas, soplando silenciosos aullidos de nostalgias. Los señores sentábanse a la mesa evitando mirar tu sitio. Tácitamente pactaron erradicarte de sus conversaciones. Pero percibíate ocupándole los pensamientos con una cosntancia aberrante. A ella se le notaba desde lejos. Sus silencios bruscos confirmábanlo: soportaba mustiamente un desmoronamiento de tardes frente a sus pupilas. Sólo de tanto autonegarselo, veía, cuando retiraba las viandas, emergerle el hueco de aquellas horas presumiblemente gratuitas; porque créeme, procuró anonadadamente convencerse de que nada pasó. ¿Qué habría de ocurrir? Un mal gusto de días en la boca, en los amaneramientos aburguesados, en el olvido pleno...; desear no haber vivido lo incómodo, lo molesto. Tanta hipocresía compartida, tanto olvido a muerte constituíase en el burdo disfraz con el cual pretendieron enmascarar sus frustraciones; era la soslayada claudicación a admitir que tu fuga siempre les dolió. Ese dolorcito entre bochornoso y lancinante como un callo en el culo.


En tantas horas de sábado abdicante, ella intuíalo también rememorándote. Estudiando su sobriedad de reojo, pensó:

"Ahora mismo recuerda su tez lampiña, su delgadez... En este momento-lo presintió penosamente- desea preguntar":


_¿Habrá correspondencia del muchacho?


¡Pero no! Mira la noche de al frente convirtiéndose en una pasajera de las avenidas. Acelera despacio, y dice:

_No creo que estuviese brillante, porque su aceptable actuación sobresaliera entre un puñado de novicios.


La advierto por todos los entrantes de la casa. Olfateo su presencia entre mis cosas con una anterioridad más antigua a vosotros y a la noche suspendida tras la ventana, a la nocturnidad de mis pesadillas, al oscuro silencio mojado de cielo en la hierba. Mi boca, también es mi boca sucia de la sensación de briznas y tierra cuando la nombro, y me arrastra al pálido sabor de vuestras vidas. Insistentemente me aproximo a la ventana, deseando encontrar afuera un rojizo amanecer desabrido de calles sucias. La oscuridad continúa paralizada. Mi rostro recobra el brillo untuoso que Osvaldo secaba con toallas húmedas, luego de sacudirme del sueño.


_¿Aún no regresa?_Interrogábale, no muy convencido de habérmele escapado al sueño.

_Todavía. El señor volvió intempestivamente. Le he dicho que la madre de ella tuvo otra recaída, que salió apresurada y nerviosa.

La emoción les dejó petrificados. Luego prefirieron continuar mintiéndose, y confesáronse tímidamente dejarse sorprender por un bofetón de soflamada incredulidad.


_¡Su escritura!_Musitó él, apoderándose del sobre y cerrando el buzón con un veloz giro de llaves.

_¡Su escritura!_Reaccionó remedándole, ella.


Subieron al apartamento sin mediar palabras. Él, poseído de una estricta circunspección se dejó caer en el sofá con tu carta en las manos. Ella habló desde el bar; su modulación clara, limpia, no denotaba impaciencia, temor.


¿Te das cuenta?: "¿Qué nos cuenta el muchacho?" Sin turbarse, asiendo todos los hilos de la situación; carente de estremecimientos mínimos, como si jamás le asaetara un escozor antagónico al reposo; un rostro de dudas superpuesto a tu cara, a tus gestos; miedo a tus cartas o a tu retorno. Si lo vivió, lo deshizo contra sus ojos fríos de engaños. Fingía estupendamente no desasosegarse por lo que pudieras contar, y, tan bien lo representaba que, si el señor lo supiera, admiraría su teatralidad; pero sabes muy bien que sólo tiene ojos y tiempo para escribir en el matutino lo que ve en los escenarios. "¿Qué nos cuenta el muchacho?" Y acudió a tenderle la bebida, echándosele a los pies con simulada docilidad perruna, y quizás a suspirarle..., a recordarle lo mucho de mal agradecido que tienes. Porque: ¿Qué podrías contar ahora, para asesinar sin revuelos tanta incomunicación sufrida a despechos, tantas omisiones desagradables?


Sus ojos me desgarran desde el otro lado del ascendente humo del cenicero. Turbias indagaciones, inicios de apáticos reproches elevándose en espirales, difuminándose. Ha degustado la pregunta entre los dientecillos sin diastemas. Aguardó. Su diestra soba la frente, carraspea y retraga sus frases. Habrá pensado: "Es una estúpidez, por vez primera nos arañamos el pasado sentados a la mesa de una melancólica taberna portuaria en las Antillas Menores". Una estúpidez, habráse dicho en elinstante, cuando sus ojos tras la barrera de humo se poblaron de luces portuarias, y su rostro emigró hacia las antiguas expresiones desenfadadas. Otra vez nos devolvimos al crepúsculo de taberna y de pitazos de sirenas entre cigarrillos y confidencias, y ojeadas alcohólicas a la estertórea vida del puerto, por los sucios cristales de la ventana. Entonces sonreía, y no vislumbraba la nocturnidad agria y frustrante de su presencia, que ha velado las memorias comunes; y el sabor de amor en apertura frente a las sombras flotantes de un mar enmudecido.

Sugirió estrujar la carta y echarla a la basura sin abrirla. Temía, obviamente temía. Él proseguía silencioso con la barbilla entre las manos, oyéndola perorar. "Conviene desmantelar la farsa", le dijo, "no es hijo nuestro". Se le aferraba a los pies inconscientemente. "¿Cuando le ha importado nuestro sufrimiento? ¿Cuando?" Le sobaba reciamente del tobillo a la rodilla, y persistía en hablarle bajito y desconsolada, y a maldecirte, digo yo, para si. "Cuando recibimos noticias suyas fue para lamentarnos". Los estudios costeados y las decrépitas costumbres de antepasados que te inculcaron llegaron a su boca. Y las malas horas, así las denominó, posteriores a tu ida. La imbécil esperanza de creer en tu regreso. ¡Pero todo quedó claro! ¡Muy claro! ¡Jamás volverías! Nunca sabrían nada de ti, o muy poco y avinagrado... Al año y meses varios de haberte ido presentóse una mulata de pisadas pornográficas, exigiendo una indemnización de los señores por contagiarla del herpes que pescaste, según ella, de una puta venezolana en tu breve vida de marinero.


Incomoda tanto silencio ya no nuestro. Por sus ojos retoco a tientas los recuerdos. Existe en ellos una desmazalada insinuación a vosotros. Cuando habla me zahiere de vuestros acentos, de vuestros almuerzos tiznados de aristocrática tirantez, apenas disminuida para introducir el tema de mis estudios.


Dos o tres veces al día baja las escaleras por cigarrillos. Breves intervalos de diurnidad restablecida. Ganada a mordiscos cálidos de ausencias deseadas. Entonces, suelo recobrarme. El torbellino de reminiscencias desquiciantes cesa de golpe, y gravita melifluamente la vida en mis contornos. Es un alivio. Un súbito alivio acustico estallando a la entrada de los oídos. Una apelmazada quietud audible inmediata al cesamiento de un impertinente zumbido. ¡Acabo por revomitarme en la realidad! Una realidad viciada de ruidos inherentes a mi existencia, de constreñidas rafágas perceptivas de los días de otras gentes. Los días de Ruthie, por ejemplo. Procuro imaginarla a veinte mil millas náuticas de mi en aquella noche. Viviendo este presente de humo y de píldoras y de amor semi estéril bajo niebla de noche artificial. En aquella noche no pudo existir distinta. He sorbido mustiamente sus carcajadas borrachas de tabaco, y su rostro embalado de entonces. El desbrochamiento de la blusa y el joven salto duro de los senos. Pero sus ojos, perdidos en escenarios disimiles a los imaginados me sollozan: ¡No! No jugaba a la puta de taberna emborrachando marineros. un forcejeo de sombras a contra luna, un arañar de gritos ahogados lo ratifican.
Extrañamente decidió aplazar la lectura de tu misiva. La señora, sufriéndolo, cuidábase en aparentar olvidarla o no interesarle su abandono acusador sobre la repisa de los libros o en el velador. Deseos no faltáronle de borrar solapadamente toda huella de tu carta. Lo vi en el feral repudio de sus ojos al llenarse de tu masculina caligrafía en el sobre ribeteado de azul y rojo.


Husmeaba por la casa una esencia abstrusa, fraguada a desvaríos. Aún no avistábase claramente la nariz del caos suscitado posteriormente en torno a tu carta, y la señora redoblaba su habitual maquillaje. No obstante, a penas duras, disimuló las bolsitas violáceas bajo los párpados. Lo pensaba y sufría, no importa cuantos simulacros casi naturales se le viera realizar afanosamente. El señor sabíalo, también él, pese a su profesión de critico, se me antojaba un gran actor. En el transcurso de los almuerzos atrapábale de costado una implacable sonrisilla cínica. Pensaba-y sólo entonces una roñosa piedad me asaltaba por la señora-: "Urde una vaina escabrosa. Disfruta el padecimiento de su mujer". Parece que la espía venirse, merced a la connivencia de su jefe, dos o tres excitadas veces del trabajo para comprobar si el sobre continúa cerrado. Irresoluta deteníase a mirarlo. Creo que atrevióse a tocarlo medrosamente, como si acercara sus manos a una hoguera. Cuando él volvía, inalterablemente respetaba el hábito de descalzarse en el living, antes de perderse en los aposentos y ducharse para la cena. Allí, frotando los dedos de los pies contra la alfombra, esperóla muchas veces oírla decir que la carta sin leer le tenía los nervios de punta. Un día cansóse de aguardar. Suspiró, y cuando lo creíamos quejarse de las callosidades, se levantó golpeándose la frente con las manos abiertas y mascullando contra su memoria.


_¡La carta del chico ha esperado días por abrirse!_Dijo.


La señora probó su momento de aprensión. La vi lívida y cerrando las manos hasta dejarlas exangües. Viró velozmente sus ojos, su interrogación desesperada hacia mi: "¿Se lo contará?" "¡Ojalá y se lo diga!" Pensé yo. No supimos si se lo dijiste o no. El señor dio lectura a tu escueta misiva con el mismo semblante impasible con que hubo rasgado el sobre. Ella, mal disimulando un ávido rostro angustiado, aguardó tensa el más parco comentario, el gesto más confuso e inexpresivo. ¡No existieron! Cuidadosamente se entregó a la tarea de romper el papel en minúsculos trocitos carnavalescos, que dejaba caer en el cesto de la basura.


Embalada y torpe murmura sandeces inaudibles. Su espalda sudorosa descansa contra mis piernas. Habla creyendo variar de interlocutor... Insulta, golpea mis pies, roncamente llora; ríe, maldice, y cuenta, cuenta horas que ya sé; minutos también míos, de lloviznas y de silencios agredidos a resuellos e imprecaciones. Temporalmente la he creído dormida. Apaciguada de dolor, encogida y miserable con el mentón descansando en las rodillas... ¡Pero no! Cohibidamente levanta la cabeza. Sus ojos son dos soles heridos de anocheceres deprimentes, mirándome por entre el espeso cortinaje rubio removido a manotazos. Por vez primera ha descubierto que estoy aquí, nueva vez a contra noche y a su vera, repulsivamente a su lado, como si le hediera mi alma.


_¡Fuiste tú!_Musitó estropajosamente.


_¿Estás loca, Ruthie? ¡Has fumado excesivamente!


_¡Fuiste tú!_Repitió.


Tus cartas fueron acusadas con regularidad. Al señor no veíasele por ello cara de alegría ni de enfado. Convirtióse notoria su intencionada amnesia. Vi acumularse, en ocasiones, tres sobres con tu escritura en el tarjetero o en la mesita del teléfono. Ella desvelábase procurando espantar las ojeras con los cosméticos; pero el rostro de mal dormir, lejos de ahuyentársele relucía en sus expresiones ambiguas, en sus gestos lerdos y sobrecargados de una inmoderada serenidad.
Exiguo alivio disfrutaba la señora. Exiguo y minado de incertidumbres vagas, apacentadas en la sevicia de su mirada insidiosa; en su voz comedida, porque si entredientes domeñaba los impulsos y emparchaba su entereza, durante los períodos provocativos de tus cartas dejadas como al descuido por todos los rincones; peyorativos tornábansele los días posteriores a cuando finalmente él, adustamente decidía leerlas y destruirlas ceremoniosamente.


_Ya lo sabe._Me decía a solas._Lo sabe desde la primera correspondencia del muchacho y la socaba morbosamente.

La tregua zozobrante ondeaba el banderín de la espera anteriormente estéril. Tus cartas recibíanse con regularidad inusual, como si desde que marcharas hubieses escrito cartas extraviadas, que ahora llegaban con un burlón retraso, coincidiendo con las más recientemente fechadas. Ella desmoronábase. Dejaba transcribir en sus pupilas los interrogativos insomnios padecidos. Su voz se viciaba de altisonantes acentos plañideros que me aficionaron-poseído de una deleznable alegría imprecisa-. Así, preguntándome impaciente: "¿Ha dejado saber Leonardo la hora de su regreso?" Imaginábala pensando: "¿Llegó carta del chico?"


¡No, yo no! Ellos y el olor a noches infidentes... ¿Pero me oiría Ruthie, sabría que se lo digo en los frecuentes intervalos cuando voltea a mirarme? Ellos y las pesadillas, y la bronca voz de Osvaldo desparramándose sardónicamente sobre mi despertar. Intentaba denodadamente regresar al sueño, y vueltas y sudores; y sus imprecaciones asiéndome de realidad. Soñaba virarme por vez última, sábanas enredadas a los pies y cayendo al piso, cerrar los ojos frente a la pared. Sus manazas me agitaban "No lo grites, tonto, no lo grites. Despierta o despertarás al señor. ¿Deseas enterarlo? ¿Eso es lo que quieres..., verlo sufrir?"


La señora perdió el valor de mirarse al espejo. Me habría mandado a deshacerse de ellos, a no ser por la explicación que le adeudaría a su marido. Lacónicamente excusaba su indisposición atribuyéndosela a la úlcera del estómago. No aseguro que fuese mentira, tantos sobresaltos reprimidos debieron importunarle la llaguita; pero no la vi vomitarse en sangre como tú y yo la veíamos en el excusado, ni las arcadas llegáronle. Sospecho el relucimiento de una enfermedad ya curada como argumento. El señor seguíale la corriente, mostrándose comprensivo y solícito, y cenando-creo que para torturarla, imaginarás, ella realmente ansiaba quedarse a solas- en su recámara. Renunció, cuando la fatiga de una repetida angustia estigmatizóle huellas indisimulables en el rostro, a las reuniones sociales, al teatro sabatino y a las dominicales veladas de los centros benéficos que, caritativamente, de manifiesto propulsaba.


Tus cartas llegaban ineluctablemente. El señor entraba risueño con una entre las manos o un día aparecían sobre el tocador o la radio, resignadas a una paciente espera. Por las noches se me asustaba el sueño de pensarlo al revés y al derecho; de quedarme a tientas, siempre inútilmente, arañando las farragosas fronteras del embrollo. Quizás, ocasionalmente estuve a un viraje de esquina para darme de golpe con la realidad. Pero convencíame del absurdo, imaginando al señor enterado del trajín de sus salidas a deshoras. Recordarás, muchas veces nos dijimos "Lo sabe y juega". O "No puede ser tan rematadamente cabrón. Aguarda, maquina... Lo ha sabido desde siempre, y la noche tuya también, y tu fuga"... Aguardó hasta beberse las condolencias y las lágrimas. El periódico para el que escribe el señor, redactó una hermosa y emotiva esquela necrológica, lamentando en términos superlativos el deceso de la "meritoria señora", y la gran dolorosa pérdida que significaba para él, luego de diez ejemplares años de matrimonio.


¡No, yo no! El calor de puta soñado cada noche, y las manos sucias de infidelidades. Pesadillas de jadeos y de voces bajas, de risas contenidas. A la siguiente mañana soportaba sus rostros complacientes frente a mi. Soportarlos por horas, y sobre todo a él. Me dolía odiarlo. "¿Pero cómo no lo sabes aún?" A veces me laceraba el grito detenido en la boca acre. "¿Cómo no lo sabes, si yo lo sueño cada noche, si todavía me repulsa su olor a hombre?"


Ella. La noche. Y sus furcias manos pretendiendo ser de madre. La regresiva pesadilla. Las vueltas en el lecho. La incómoda nocturnidad resollando en mis narices, presintiéndola inclinada sobre mi, trémula. ardorosa. En el cristal de la ventana resbalaban las finales gotas de una lluvia otoñal. Me deshacían cuidadosamente de las mantas, como nunca Osvaldo solía al interrumpir mis pesadillas. Su aliento, como en el sueño, rodaba desde la nuca a los hombros. Su aliento y el calor de sus manos desenredando brumas por mi piel. ¡Perra! Ya no soñaba, sucedía. ¡Perra, puta, atreverse a..! Todo se desarrollaba absorbido por un silencio de oscuridad confidente.


La humedad tatuó mis pies de calles. Continuaba sin asimilarlo. Acababa de suceder nuevamente, y conmigo, se atrevió... Y tú apareciste Ruthie. Luego del sueño, después de sus runruneos, luego de la lluvia, y sobre la noche aún, como una lancinante invitación al murmullo de vientos y sauces que nos presentimos cuando nos reecontramos. Sobre la hierba y la noche a gritos hirientes contra mis manos, "¡Así, perra, así!" Recuerdas Ruthie, a nuestro lado o detrás o emporcándonos tal vez, el hedor a cacá de perros. Tus tibios arañazos contra el aire de lluvia, y ella con su voz remota, sucia de lechos y de espasmos "Es un desagradecido, cariño, abandonarnos así sin más". Nuestros brumosos forcejeos entre ráfagas de llanto y de bofetadas, "¡Cállate, puta, cállate!" Y el ruido de los autos al otro lado de la plaza.


Si el imbécil autor del artículo supiera de tanta vida soportada merced a la duplicidad de ambos. Tú y yo la hemos vivido, y acaso acabaremos igual que ellos, reaceptándonos como nunca hemos sido o pretendido ser. El señor se recupera aceleradamente de la congoja y el vacío dejados por la señora. A la semana de las exequias-sólo faltaste tú, y tu ausencia causó más rumor que un pecado de sotanas-marchó a Santiago en viaje de distracción. Ha regresado del Cibao con mejor color, y casi restablecido. ¡Ah! Cuando emprendió el viaje olvidó tu última carta, recibida antes de la inesperada muerte de la señora Laura. Pasé tres días mirándola sobre la otomana, embriagado de una morbosa curiosidad intolerable. De continuar así, hubiese revivido los días de la señora. Tomé el sobre, pensando decirle, si por su paradero indagaba, que probablemente alguien, durante el velatorio la había removido. Rasgué el sobre e inmediatamente, imitando los parsimoniosos movimientos del señor, comencé a destruir en trocitos el papel en blanco que contenía.

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