lunes, 10 de marzo de 2008

No Abandones A Leroy

No Abandones A Leroy/Otto Oscar Milanese

No Abandones A Leroy
Otto Oscar Milanese
Del Libro Inédito "Sobre Sueños Y Escrúpulos".


Elsa eligió un lugar neutral para la reconciliación que tanto yo deseaba. Un pequeño restaurante sudamericano, ni muy cercano a su casa, ni muy próximo al estudio de soltero, que para entonces ocupaba sin el desorden habitual en un hombre célibe. Continuaba casado con Elsa, y tras cinco años de traumática separación, mantenía intacta la inveterada costumbre de vivir como cuando cohabitabamos. El mas mínimo detalle de ornamentación en el modesto estudio, había sido concebido para satisfacer el gusto de ella. A la entrada, el alegre sonajero parecía aguardarle, y aun el halo solar que violaba el reducido espacio de las cortinas venecianas entreabiertas, otorgaban a la salita ese aspecto de claridad difusa que tanto amaba ella, y que no logra dar a los objetos su plena forma rotunda. Pero Elsa, en cinco años, apenas traspasó, en un par de ocasiones, el umbral de la estancia que se decorara pensando en ella; y sin embargo, la brevedad de su presencia entre el sillón azul con lunares blancos, y la mortecina luz de la lámparilla sobre la otomona, compensó la fugacidad de ambas visitas. Empinada sobre sus zápatos de tacones, imperceptiblemente tremolando sus aletas nasales, cual predador que olfatea el olor de su victima, revistó con morosa morbosidad cada particularidad del recinto. Sus ojos violetas caminaron las paredes azules, en donde la copia de un Goya,y una réplica del Valle de Los Caídos salvaba la desnudez casi institucional de los muros. Sólo entonces, tras cerciorarse de que el alfombrado no desentonaba con los sobrios colores del mobiliario, se dejó caer pesadamente en el sillón, emitiendo un profundo y corto suspiro, parecido al que deja escapar súbitamente, quien luego de una jornada agotadora siente el benéfico influjo de la intimidad del hogar, y desinfla las tensiones al descalzarse. Esto fue precisamente lo que realizó. Ayudándose con la punta del pie se aflojó un zápato; repitió el movimiento para despojarse del otro, y comenzando a encoger los dedos sobre la alfombra, para luego estirarlos, dijo lo que había aguardado escuchar durante un lustro: "Creo que nos merecemos otra oportunidad".


No propuse ni osé insinuar que se quedara. Coligiendo anticipadamente las reacciones de Elsa, la aspiración a lograr, pese a que es legalmente mi esposa, una noche de amor, que acondicionara favorablemente la platica reconciliadora para el día siguiente, acabaría malogrando esa oportunidad que me anunciaba, mas con acento de quien impone, que de quien ha llegado al convencimiento de que extraña la compañía de un ser querido. Con Elsa todo marchaba al revés. Primero habría conversación, o mas bien, monologaría largamente, explayándose en una serie de consideraciones que justificaran la determinación tomada; pero sobre todo enfatizaría en lo que aún "milagrosamente", y esta última frase la creo muy capaz de deletrearla con franca ironía, esperaba de mi. Luego de la cena y del monologo humedecido con Riuniti blanco, podría esperar la noche que no había vivido en cinco años. Cuando Elsa dejaba de ser Elsa o se volvía mas humana, mas mujer, sintiendo a cada palmo el estremecimiento de horas intimas como un oleaje de placer y martirio estrellado contra su desnudez.


Al franquear la puerta que da a la calle, la noche me abrumó de tempestad. Olfatée el vientecillo eléctrico que removía en un rumor las ramas de los árboles del boulevard. Una serpiente luminica asaeteó mi rostro, y con ella surgió la indecisión de cerrar o no la puerta tras mis espaldas. La autoritaria voz del trueno desmoronó mis dubitaciones, y me arrojé escaleras arriba en busca de un impermeable.Llegando al cuarto y último piso, los primeros goterones caían pesadamente sobre el cristal del tragaluz del corredor. Frente a mi estudio, y metida de lleno en la claridad que salía de la puerta entreabierta de su apartamento, estaba la señora Hernández. Una mujer gruesa y de baja estatura, que mataba la abulia de sus días de jubilada, espiando por el ojo de la cerradura a todos cuantos subían o bajaban del último piso. "Estaba por llamar a su puerta", dijo al verme, con voz zumbona y poco educada, "venía a pedirle un poco de sal. No me he dado cuenta de que el salero estaba vacío, hasta después de freir los huevos, y no me atrevo a bajar las escaleras para ir a comprar, pues el reuma no me ha dado tregua en todo el santo día, y por si fuera poco, ha comenzado a llover. ¡Vaya nochecita nos espera! Menos mal que ya usted ha llegado". "Aguarde usted unos segundos, y regresaré con la sal", dije malhumorado, notando la descortesía habitual de la señora Hernández, quien tenía por costumbre hablar sin preambulos lo que le interesaba al avistar a un conocido, ahorrándose los saludos.


Cerré la puerta en sus narices. Cinco años de vecindad me aconsejaban impedirle otear mas allá del umbral. No deseaba que el resto de los inquilinos del edificio, conociera las interioridades de mi refugio de hombre solo, como yo conocía minuciosamente los hábitos y el mobiliario de cada apartamento, "En el 3D es mejor no llamar", solía decirme la señora Hernández cuando me atrapaba frente a la puerta de mi estudio, "es gente poco aseada, y el hedor te abofetea tan pronto abren la puerta. Esa gente vive en un hacinamiento tal, que es un milagro dar un paso sin golpearse. En cambio, los del 2A si que son personas ordenadas, y para mi, que hasta adineradas deben ser, pero"..., se interrumpía, doblaba un brazo y haciendo un puño de la otra mano se golpeaba el codo, "serán todo lo limpio y ricos que quieran, peros sus muebles se caen a pedazos de viejos". Pensando en todo esto, apresuradamente tomé un paraguas negro arrinconado en el closet, y un tarro de sal en el gabinete de la cocina. "Pero vuelve usted a salir", el afectado asombro subió el tono de la voz de la señora Hernández, cuando le tendía el tarro de sal. Corrí escaleras abajo, gruñendo entre dientes que llevaba prisa. Antes de alcanzar el rellano del tercer piso, me pareció oirla gritar que el paraguas no me serviría de nada.


El paraguas no me cubría por completo. Gotas del aguacero golpeaban de humedad mis hombros,y antes de avanzar media cuadra noté los calcetines mojados. No podía retroceder. Marchaba con un retraso de cinco minutos en el tiempo previsto para acudir puntual a mi cita con Elsa. Picadas de angustias agilizaron mis pasos. Una demora de dos minutos era suficiente para volver a Elsa irascible. Argumentaría que el tren se tardó mas de lousual. Ella, la conozco, echaría sobre el reloj una mirada de disgusto, y asumiría una pose lejana, casi desentendida. Pretextaría que la tormenta imprevista me obligó a salir con retraso. Elsa se empecinaría en sostener su mortificante mutismo, y si el coraje interno que le impide pronunciar coherentemente sus pensamientos, se desborda, con ademanes bruscos tomaría su bolso con un "buenas noches" que le tropieza entre los dientes, mientras me quedo a la mesa de un restaurante elegido por ella, aguardando una cena ordenada para dos comensales.


Tomé el trecho mas corto para llegar a la estación de tren. Un desolado callejón que, en ocasiones de menos prisa evito transitar. Al costado y a lo largo de este callejón que va a desembocar a la altura del subterraneo del tren, corre entre la somnolencia y la lobreguez un amplio traspatio de iglesia. El viento removía los pesados ramajes mojados de los árboles, y arrojaba al aguacero contra mi indumentaria. Recordé a la señora Hernández, y maldije su pronóstico, el paraguas me había servido de poco. Serpientes de luces descubrían a intervalos el empapado yeso de varios santones diseminados entre la arboleda del traspatio de la iglesia. Llegaba a la esquina, y escuché. No quise creerlo, y avancé dos pasos mas; pero volví a escucharlo, ahora mas nitidamente y mas próximo a mi. Ya no tenía dudas, un niño lloraba en la mojada soledad de aquellos contornos.


Reinicié la marcha, apremiado por el pensamiento que traía a Elsa fumando impaciente, y mirando un pedazo de calle mojada a través del cristal de la puerta del restaurante. Sólo debía atravesar la calle para alcanzar la boca del subterraneo. Ahora el llanto infantil se desencadenó como una tormenta paralela a esa que anegaba las horas tempranas de la noche con zigzagueantes luces repentinas, estruendos de oscuros nubarrones y chorros de agua contra mi paraguas. Pude rastrear la dirección de donde llegaba el llanto. Procedía de un oscuro bote de basura semi tapado y reclinado contra el árbol plantado un poco antes de la esquina. Olvidando momentaneamente a Elsa, retrocedí cinco pasos y destapé el bote. El llanto se mojó de lluvia y golpeó plenamente la sorpresa de mi rostro. Rememorando la cita con Elsa, y pensando que a lo peor no existiría otra oportunidad para reconciliarnos, instintivamente dejé el bote tapado tal y como inicialmente estaba, y eché a correr. Encima de mi, aguacero y relampagos; detrás, el llanto semi ahogado dentro del bote. Jadeando me detuve frente a las escaleras del subterraneo. Un rincóndito reproche estremeció mis huesos ya calado por la lluvia, y me devolví.


"Debo dejarlo", pensé en el trayecto de regreso, "alguien pasará y lo recogerá". El aguacero amainaba paulatinamente. "Todavía tengo oportunidad de contentar a Elsa; pero si no acudo lo tomará como un desaire imperdonable. No debo tomar esa criatura". Dejé caer a un lado la tapa del zafacón, y con esmerado cuidado que me causó sorpresa, tomé a la criatura. "La acaban de parir", pensé, cuando la claridad del relampago me dejó ver sus parpados hinchados, su oscura cabecita manchada aún por la sangre materna. La habían metido en una de esas bolsas blancas que suelen dar las grandes tiendas para que los clientes guarden la mercancia comprada. Con imperdibles ajustaron la boca de la bolsa en torno a su cuello. Al levantarla y cobijarla debajo del paraguas cesó de llorar, y creí ver que sus ojos se abrían atrapándome en la primera mirada que echaba al mundo.


Otra vez bajo la lluvia, con una criatura recién nacida y recién encontrada en brazos, acudió el recuerdo de Elsa. "Nunca cambiarás", colijo que me enrostrará agriamente, observándome desde la altura en la que encumbra su desprecio, cada vez que procura remarcar mis defectos, "cinco años rogándome una nueva oportunidad, y cuando decido ofrecertela, no apareces". Decidí dejar a la criatura a la puerta de la iglesia, tocar el timbre y correr hacia la estación de tren. Aún podía apaciguar la ira de Elsa, y comencé a rodear la cuadra, buscando la entrada de la casona anexa, en donde residía el Cura. A la altura de la esquina, metido en la luz del poste eléctrico, reparé en el nombre de grandes letras rojas y azules inscrito en la bolsa. "Leroy", leí en voz alta. "No es un mal nombre para alguien que han abandonado", dije, hablándole con la voz mordida por el inicio de un resentimiento. La oportunidad, a lo peor la última, de volver con Elsa, ya la daba por perdida, y Leroy dormía ajeno a todo.


Lo acomodé a la entrada de la casona, pulsé el timbre y eché a correr... Pero, ¿Y si nadie acudía? ¿No habría sido preferible dejarlo semi cubierto en el bote de basura, que allí, abandonado a la puerta de aquella casa, completamente a la interperie? Ocultándome tras un robusto árbol, opté por esperar. Pasó un minuto y nadie abrió la puerta. Leroy comenzó a llorar, y me alegré. El llanto llamaría la atención del Cura o de alguno de los servidores de la casa. La puerta continuaba cerrada. La voz del trueno volvió a traer la lluvia, y ante mi se repitió el motivo de la ruptura entre Elsa y yo. "No puedes reprocharmelo ahora, ni mucho menos exigirme", dijo cinco años atrás, un poco después de otro trueno nocturno, de otra lluvia, "eso ya lo tratamos antes de casarnos, y no pienso parir". De pronto me aterró imaginar que la puerta se abriera y tomaran a Leroy. Corrí, ya totalmente olvidado de Elsa que maldecía entre dientes y pagaba la cuenta. Sólo pensaba en la cara que pondría la señora Hernández, cuando a través del ojo de la cerradura me espiara llegar completamente empapado y con una criatura en brazos.

No hay comentarios: