lunes, 10 de marzo de 2008

¡A mi no me engaña el diablo, Compay!


A Mi No Me Engaña El Diablo, Compay/Otto Oscar Milanese/Del Libro Inédito "Azua: Sisal Y Sangre".


La brisa marina del Palmar de Azua arrastró las palabras del capitán Edigen Nin, "El Veneno":


- Coronel, llegó la patana con los hombres.


El coronel José María Alcantara salió del barracón. Apoyándose en la balaustrada lanzó un escupitajo a la tierra hoyada de cangrejeras. Tras el salivazo, una amplia sonrisa pretendió humanizar los desmesurados rasgos de su cara amarillenta.


- Ordene que les den el rancho, capitán Edigen, luego de alojarlos-. Las palabras extrañamente melosas, demasiado afables en la voz de un militar, fluian suavemente sin interrumpirle la sonrisa.


Acuciados por seis guardias que mandaba el capitán Edigen Nin, "El Veneno", los hombres comenzaron a descender de la patana. Latigazos de sol desataban la humedad de piel que ya traían consigo por el amontonamiento de unos contra otros. Bajaban con los huesos pulverizados por el incesante traqueteo del vehículo pesado sobre trechos de carreteras mal pavimentadas. Gruñían y se quejaban al unisono.


- ¡Callense!- Ladró el capitán Edigen Nin, "El Veneno"-. ¿Acaso créen que han llegado de compras a un mercado?


La orden no le agradó a Benigno Frometa, "E´ta ma’ que claro que e’tamos preciosos", pensó, "to’ e’tos jombres, al igual que yo no han cometío na’; pero ya e’ clarito que e’tamos preciosos to’".


A Benigno Frometa, desde el momento en que dos guardias le solicitaron ayuda para empujar un camión varado, nada comenzó a gustarle. No le causó buena impresión la actitud de los guardias ni le agradó la petición, sin embargo respondió: "Como no, pa’ eso e’tamos nojotros, pa’ serví a la guaidia del generai Trujillo. Acompañando a los guardias se adentró por calles y callejones de la ciudad de Moca, pero el camión no aparecía. Bajo su pecho la aprensión golpeaba como tambora forrada de corazón. "’Onde e’tará ese maidito camión" se decía a si mismo Benigno Frometa. Mentalmente escupía un rosario de imprecaciones contra la hora en que se le ocurrió salir a dar una vuelta, para desperezar los musculos, luego del almuerzo, y agilizar la digestión. Ahora la vuelta se le convertía en una dilatada ronda en compañia de dos guardias hoscos, silenciosos, que le estaban arrastrando por las periferias de Moca. No se atrevía a preguntar por el camión. Tampoco cometía el desliz de aventurarse a protestar. Optaba por callar, como hombre que había crecido con el temor y el respeto hacia los militares resumidos en aquella popular respuesta, bruscamente dada a un ciudadano por el guardia analfabeto que leía un periódico puesto al revés: ¡"Cállese y déjese de vainas, coño, que la guaidia de Trujillo lée como quiera"! Los guardias le dijeron que al doblar la esquina encontrarían el camión, y al viraje de la bocacalle, Benigno Frometa se tropezó con otra circunstancia que ahondó su dísgusto. El camión no era un camión, sino una patana de las que frecuentemente usaban los centrales azucareros. Una patana que comenzaba a atiborrarse de hombres comidos por laincertidumbre. Un débil murmullo de voces que mezclaban el miedo y la desesperación golpeó sus oídos. Haciendo acopio del exiguo valor que sentía bañar su indignación quiso protestar; pero una voz le ordenó tajantemente:


- ¡Montese y mantengase calla’o!


El capitán Edigen Nin, "El Veneno", le dió fuego al cigarrillo y lo mantuvo apretado entre sus dientes coloreados por la nicotina. Los guardias empujaban a punta de fúsil a los recién llegados hacia una alambrada de púas. Del grupo salió una voz energica, demandante.


- Quiero hablar con el coronel-. Gritó un hombre alto, obeso, con un pequeño bigote encanecido. Llevaba una camisa a cuadros que parecía reventar poco antes de perderse bajo unos pantalonesde corduroy sostenidos por una correa de cuero gastado.


El capitán Edigen Nin, "El Veneno", separó los delgados labios, y apretando aún mas entre los dientes la punta del cigarrillo, gritó:


-¡ Sargento Basora, traigame a ese sujeto!- Una lágrima sacada por el humo resbalaba de los endurecidos ojos del capitán "El Veneno".


El movimiento de la hilera de hombres que resignadamente avanzaban hacia la alambrada se detuvo. Respirar era un escozor, un resuello. La tierra emanaba un vaho que aletargaba los sentidos. El sargento Basora arrimó a empujones al hombre hasta donde el capitán Edigen Nin, "El Veneno", fumaba.


- ¿ Con quien dice usted que desea hablar?- La pregunta se arrastró con el bailoteo del cigarrillo que no se despegó de los labios.


- Con el Coronel-. Respondió el hombre con entereza.


Por primera vez, el capitán Edigen Nin, "El Veneno", apresó el cigarrillo entre sus dedos índice y mayor. Antes de retirar el cigarrillo de sus labios, chupó con fruición.

- Lo que tenga que contarle al coronel, conversemelo a mi-. Dijo, y arrojó la colilla contra el pecho del hombre, lanzándole luego la fumarada en el rostro.


- Esto es un atropello-. Se ahogó el hombre en su propia voz, en su propia rabia.


- Claro, como no-. Se burló el capitán Edigen Nin, "El Veneno"-. ¿Y eso es lo que quiere decirle al coronel? ¿Que esto es un atropello?


- Eso y mas-, gritó el hombre-, le diré que no puedo estar preso, si no he...


Las garzas que a lo lejos hurgaban en los raquiticos lomos de las vacas, remontaron el vuelo, asustadas por la detonación. El capitán Edigen Nin, "El Veneno", se guardó la pistola reglamentaria.


- Resultó que este sujeto decía verdad, mirenlo bien-, dijo con deliberada lentitud, metiendo la puntera de su bota derecha debajo de un costado del cádaver-, ya no puede estar preso. ¿Alguien mas piensa que no puede estar preso?


Le respondió elmovimiento de la fila con un arrastrar de pasos sobre los cuajarones resecos de una tierra calcinada. En la distancia, las garzas reanudaban su cacería de garrapatas sobre los escualidos lomos de las reses.


Trajano Minyety enfrentaba la realidad de mala gana: "La Cuca" se moría. Su débil respiración asmática era el único signo de vida, entre las mantas de coloridos retazos que la abrigaban. No alentaba ni para desear sentarse en una silla de güano, mientras Marinancia, entre solicita y abrumada, luchaba por meterle en la boca tres o cuatro cucharadas del caldo de pollo que acababa derramándose, emporcando el raído camisón de la enferma. Se retorcía las manos desesperadamente en el patio, debajo del limonero. Trajano Minyety pensaba que se le terminaban las razones para decirle a Marinancia "Ya usté verá, mujé, como un día de e’tos "La Cuca" vuerve a sé la mesma de enantes". Pero Marinancia, sosteniéndole el esmirríado cuerpo por debajo de las axilas, continuaba llevándola cinco o seis veces desde el aposento de tablas hasta la letrina. "Si ombe mujé, un día de e´tos "La Cuca" se levanta y coge la batea pa’ dirse con usté a lavá ropa’ en el arroyo". Pero Marinancia salía de noche y de día, con la escupidera en las manos, y el corazón aguándosele en los ojos para arrojar los vomitos de "La Cuca" en la letrina. "Pa’ mi que va de mar en pior Trajano, y ya no quiera usté darme e’peranzas, que la muchacha va de mar en pior, y ha’ta la color ha perdío ya".


"La Cuca" no abría los ojos, y había dejado de llamar con una voz quedita, quejumbrosa a Marinancia. El ensalmo contra el mal de ojo no le aplacó el frío sudor que una y otra vez Marinancia le secaba de la frente con una deshilachada toalla. La infusión que mandó hervir la curandera de Domingo Frío no atajó los vomitos, ni puso fin a las carreritas a la letrina. Postrada en las brumas del aposento, "La Cuca" se iba volviendo translucida. Tendidas en un cordel de un extremo a otro de la pared enjalbegada, sus remendadas mudas aguardaban. En un entrante, la imágen de la Virgen de la Altagracia veía consumirse sobre si misma una vela y encenderse otra. Pero "La Cuca" no se levantaba. Su piel se recogía, se adhería a los huesos. A Marinancia la vencía la humedad de su rostro hundido sobre los vaciados senos, hasta que la tos carrasposa de la enferma la sobresaltaba.


En el patio, taciturno, Trajano Minyety no sabía que hacer con la dureza labriega de sus manos. Las sepultaba en los bolsillos sin fondos de sus empolvados pantalones, apretaba con ellaslas ramas bajas de la mata de guanabana, o terminaba destrozando con los dientes sus uñas renegridas. "Compay", le gritó una vecina del otro lado de la empalizada, espantando a los lagartos, que corrieron palo arriba, palo abajo, "Compay, no pierda usté la fe. En er ventorrillo de don Tranquilino, e’taban dijiendo anoche que había llegao un do’tor dende er pueblo de Baní". ¡"Conchole, comay", dijo Trajano Minyety, animándose de pronto, "y ‘onde pue’ yo ver a ese do’tor"! Se aproximó al cercado, pegando casi la cara contra los mohosos palos. "E’taban dijiendo que e’ un nieto der viejo Goyo, compay. Así que no pierda usté ma’ tiempo y arrimese a su bohío".


La carretera frente a él. Larga y sinuosamente negra. Apenas transitaban automoviles. Su ansiedad se acrecentaba. La carretera. Silenciosa y espejeada por charquitos de agua de las últimas lluvias. Oteaba en dirección a la capital. Pasaban raudos dos, tres coches camino a Azua o mas allá. Y él cada vez mas inquieto. Cada vez mas aguijonado por la premura de encontrar quien lo llevara a San José de Ocoa, para enrumbarse desde allí por entre riscos y lomas hasta el rincondito Domingo Frío. Paseitos cortos, nerviosos. Iba. Venía. El frasco y la caja de médicinas en las manos sudadas. La carretera siempre a sus costados, vomitando camiones carboneros que se perdían de su mirada rumbo a la capital.


En Domingo Frío, Marinancia estaría velando la mejoría de "La Cuca", pensaba él, y paseaba su zozobra por todo el cruce de Ocoa. Señales a los carros que vienen; señales a los carros que van. Ninguno se detiene. Ninguno dobla hacia San José de Ocoa. Las horas discurren. El paquete de médicinas arde entre sus manos, y "La Cuca" allá tirada entre los retazos de la miserable manta que arropa su quebranto. "La Cuca" abriendo los ojos, porque el doctor la había visitado con Trajano, y con Trajano delante, ese hombrecito que en un principio a él le pareció demasiado joven y esmirriado, como para ser un doctor, le tomó el pulso a "La Cuca", y hablando una jerga que no era la jerga de la curandera de Domingo Frío, dijo lo que él pensaba que padecía "La Cuca", que a lo mejor resultaba lo mismo que decía la curandera; pero que Trajano no podía asegurarlo, porque el doctor nombraba con nombres extraños y pintorescos a las enfermedades y sus remedios. Lo importante era que "La Cuca" abría de nuevo los ojazos y reconocía poco a poco las derruidas tablas del aposento, porque entre Marinancia y el doctor la hicieron tragar, luego de sudar intentándolo con el vaso de agua que se derrama, con las pildoritas que se traban entre dientes; pero al fin la hicieron tragar. El doctor, entonces, rebuscando en el negro vacío de su maletín de cuero extrajo una bolsita transparente de la que pendía una manga, y mientras Marinancia se arrodilla frente a la imágen de La Virgen de La Altagracia, implorando que "La Cuca" no devuelva lo que se ha tragado, el doctor pasa por el caballete del bohío un trozo de cuerda, amarra sus extremos al culo de la funda transparente, y en la punta de la manga inserta una aguja que clava en las venas de "La Cuca" para fijarla luego con esparadrapo. Ahora en el Cruce de Ocoa, casi sonríe pensando que la vida baja gota a gota al cuerpo endeble de "La Cuca". Casi sonríe pensando en la desesperación y los temores de Marinancia, cuando el médico, siempre hablando en su jerga dijo que Trajano tendría que ir a Baní a buscar mas penicilina y suero para la enferma. ¡"Ay gran poder de Dio’"!, exclamó Marinancia llevándose las manos a la cabeza, "pero como va a bajá mi probe marío con e’tos aguaceros". Pero bajó. Abandonando a la mula antes de recorrer la mitad del enfangado camino, para que no se quebrara una pata. Resbalando, aferrándose a matojos y yerbajos. Bajó. Hundiéndose en lodazales y cayendo en charcos.


Se plantó a mitad de la carretera y agitó sus brazos con desesperación. La calma se le metió en la sangre cuando escuchó el chirrido de los frenos de la patana cargada de hombres.


- Por Diosito, necesito un arrenpujoncito ha’ta San José de Ocoa-, dijo atropelladamente-, e’ una emergencia, llevo la medecina pa’ mi hija enferma.


- Déjeme ver ese paquete-. Dijo el guardia que se había desmontado de la cabina de la patana.


- Son la médecina de la probe"Cuca"-. Dijo Trajano Minyety, extendiéndoselas.


- Montese atrás, y acomodose entre esos hombres-. Ordenó el guardia-. Yo llevaré la médicina de su muchacha. Ahí delante iran más seguras.


- Dio’ se lo pague-. DijoTrajano Minyety, encaramándose a la patana, y sintiéndose aliviado. Su alivio duró apenas unos segundos, los que tardó en ver que la patana en vez de virar rumbo a San José de Ocoa, continuaba hacia Azua.


- ¡Oiga, paré!- Gritó sofocándose, Trajano Minyety-. Paré que yo me apeo.


El motor de la patana rugía. La curva de El Número comenzó a vislumbrarse. Desde la cabina lanzaron un objeto, y la brisa arrastró ruidos de carcajadas. La médicina de "La Cuca" fue a caer al pedregoso fondo de una cañada reseca.
Las primeras lenguas solares, que incendiaban el cielo por el oriente, acentúaron la sonrisa afable que el coronel dejó vagar por sus labios cuando se enfrentó a los prisioneros que le aguardaban formados militarmente.


- Para quienes aún lo ignoran-, dijo el coronel José María Alcantara sin dejar de sonreir., están ustedes en el Sisal de Azua.


De entre las columnas de hombres de caras sin lavar, abotargadas de mal dormir, y con ropas polvorientas por la pernoctación a campo raso, surgió un murmullo. Trajano Minyety golpeó con el codo un costado de Benigno Frometa, y le murmuró:


- Anoche ya se lo decía yo, señor, pa’ mi que e’te coronelcito e’ güena gente. Na’ ma’ fijese usté en esa sonrisa. Le apue’to que si le cuento lo de "La Cuca", e’te jombre me deja dir.


- Pue’ lo que e’ a mi-, dijo Benigno Frometa, sin dejar de mirar al coronel José María Alcantara-, no me engaña ei diablo compay.


Un ramalazo de brisa ardiente levantó la polvareda. Toses y estornudos agitaron la formación. La silueta de los barracones tomó un matíz difuso. El aplacamiento del polvo permitió observar la huida de una iguana preñada por entre matojos y pedregales. La meliflua sonrisa del coronel permanecía inalterable.


- Ustedes están aquí por la ley contra la vagancia que ha promulgado el gobierno del Generalísimo Trujillo. El Benefactor detesta el ocio, ¿Verdad, capitán?- Dijo, ladeando el rostro para mirar al capitán Edigen Nin, "El Veneno", situado a un par de pasos detrás y a su izquierda. Sólo el capitán "El Veneno" advirtió que el jovial rostro del coronel adquiría una sanguinaria expresión al mirarlo. La cara se le contrajo graniticamente; pero al volver la mirada hacia los prisioneros exhibía su sonrisa de siempre.


cacto A Trajano Minyety lo torturaban repentinos impulsos de levantar la mano, de dar un paso al frente y mostrarle las cayosidades de sus manos al coronel. Decirle que la vejez le asaltó el cuerpo luchando para que la tierra de su conuquito, allá en Domingo Frío, pariera. La imágen de "La Cuca" postrada aún en su lecho de mantas de retazos por falta de médicinas, le humedeció los ojos. El coronel entendería si le contaba lo de la "La Cuca". Se decidía a hablar, cuando la afectada voz del coronel lo paralizó.


- Quien se la quiera seguir dando de vago aquí, será castigado-. Dijo, y comenzó a pasearse sin prisa frente a las columnas de caras circunspectas-. A la Patria hay que engrandecerla con el trabajo. Todos ustedes deberían sentirse orgullosos de laborar para el Benefactor, de servirle al país. A las cinco de la mañana estarán todos de pie y listos para recoger sisal. La faena concluirá al oscurecer.


El resuello de mas de tres centenares de respiraciones acalló el rumor de ramas que el viento arrancaba a las palmeras al borde de la manigua.


- La Patria necesita hombres fuertes y sanos-. La voz se suavizaba notoriamente cada vez mas. La sonrisa alcanzaba el climax de la benevolencia-. Los que padezcan una enfermedad que les impida rendir en el trabajo que den dos pasos al frente, para enviarlos a enfermería o retornarlos a sus hogares si es necesario.

Azuanamente el incendio que asolaba el intenso azul del cielo, pareció verterse sobre la tierra. El picoteo de fuego ardía en la piel orlada de sudores. Los hombres se miraron oblicuamente. El estupor les hacía olvidar el calor. El coronel José María Alcantara continuaba sonreído. Transparentes gotitas de humor acuoso circundaban la afable contracción de sus labios. Un hombre con acento cibaeñodió dos pasos al frente, y adujo problemas renales. Siguió un capitaleño, gritando padecimientos reumáticos.


- Yo no tengo na’-. Le dijo Trajano Minyety a Benigno Frometa, viendo como seguían saliendo hombres que gritaban sus enfermedades reales o supuestas-. E’toy sano, gracia’ a Dio’ y a la virgen; pero debo dirme por "La Cuca", señor, y e’ta e’ mi oportunidá.


- Quedese usté, ombe, compay. No vaya a cometei una baibaridá que le e’toy dijiendo bien clarito que no se fie usté dei diablo.


- Pue’ lo que e’ yo, me enfermo agora mesmo-, respondió Trajano Minyety, escuchando otra voz cibaeña que anunciaba trastornos cardíacos.


- No vaya a dir usté compay. Hagame caso. Yo si que e’toy enfeimo de ve’dá, pero no voa decí na’. Llevese de lo que le digo, que culebra vieja no cae en lazo, compay.


El grupo de hombres que se declaraban inhabilitados engrosaba. Trajano Minyety recordó a "La Cuca". Pensó en lo que estaría imaginando Marinancia cuando otro día transcurría sin verle aparecer. Precipitadamente dió los dos pasos al frente y anunció:

- Sufro der e’togamo, coroner.

Ochenta hombres hambrientos bajo la resolana; pero con la certidumbre de retornar a sus casas, aguardaban frente al barracón donde el coronel José María Alcantara había instalado sus oficinas. A las once de la mañana hierve el sol en Azua. A las once de la mañana los cuajarones de tierra reverberan. Los sombrajos de los cambrones y de las bayahondas parecen oasis impotentes contra las soporiferas rachas de una brisa que se torna en infernal aliento solar. A las once de la mañana cesó el murmullo de ochenta resecas gargantas que procuraban infundirse animo. El coronel José María Alcantara, al igual que cuando les diera la bienvenida, apoyaba el peso de su recia anatomía sobre la rustica balaustrada. La sempiterna sonrisa jovial parecíainmune a las inclemencias del clima desertico.


- El capitán Edigen Nin, al mando de seis guardias, los conducirá a la enfermería-. Dijo el coronel con voz melosa-. Antes, quiero que terminen una fosa en el camino a Guayacanal. No la pudimos acabar porque la pala mecanica se averió.


Antes de recorrer un tercio de la extensa hilera de matitas de sisal que debía recoger, Benigno Frometa sentía sus manos más vivas que nunca. Y el sol arriba. El sol cayendo como gotitas de plomo fundido sobre sus espaldas. Las manos enrojecidas y excoriadas por invisibles tajos que las dentadas hojas del sisal abrían. De soslayo miraba a la derecha y a la izquierda el fatigoso desplazamiento de hombres que como él, se doblaban para arrancar la matita a las entrañas de la calcinada tierra. Sobreponiéndose a las punzaditas que escocían en sus manos; relegando al olvido la pastosidad de su gaznate reseco, y mal soportando las tenazas de fuego que por encima de la empapada camisa le quemaban la piel de hombros y espaldas, Benigno Frometa, con inusitado esfuerzo arrancaba matitas, avanzando casi doblado hacia la tierra.


El capitán Edigen Nin, "El Veneno", despues de dejar a los enfermos frente al barracón del coronel, transportó al resto de los hombres a las plantaciones de sisal. Ordenó que cada uno se situara al inicio de una hilera de plantas, y sacudiendo el fosforo con el que acababa de encender un cigarrillo, anunció:


- Cada hombre debe alcanzar el final de su hilera antes de que oscurezca-. Pausó para arrojar la fumarada, y para exhibir ostensiblemente una hacha que le tendió un subalterno-. Procuren no llegar de último, porque cada día se le cortará una mano al último que acabe.


A las once de la mañana todos avanzan parejos, creando un oleaje humano que se abate sobre los surcos sembrados, que se reincorpora y vuelve a abatirse. A las once de la mañana todos se observan de reojo, arrancan el sisal y adelantan en una afanosa competición cuyo premio es la preservación de las manos. Las manos que, a las once de la mañana, ya lucen inflamadas por la constante rozadura con los dientes de las hojas de sisal. Y el sol arriba como una dictadura de fuego. Nauseas y subitos mareos. Avanzan. Cortan sisal y adelantan. El hambre se desploma a cascadas por las visceras vacías. Arrancan matitas. Avanzan sin dejar de mirarse de reojo.


Divisaron a los ochenta hombres cuando pasaban por la empolvada carretera rumbo a Guayacanal. El capitán Edigen Nin, "El Veneno", marchaba señalando el camino, con un cigarrillo entre los dientes. Detrás los hombres como niños alborozados. Escucharon retales de loas al coronel. Bendiciones que la débil brisa caliente arrojaba fraccionadas contra sus oidos. Los hombres caminaban animándose entre si, y algunos, omitiendo la presencia del capitán, osaban escupir tímidasrisotadas. A los costados del compacto grupo, parejas de guardias con los fusiles sobados apremiaban a caminar. Cerraba la retaguardia otra pareja de uniformados con sus San Cristobal intimidantes. Los vieron pasar poco despues de las once de la mañana; pero ninguno descuidó doblar la adolorida espalda y arrancar sisal.

Benigno Frometa empezó a sufrir los efectos de su edad, cuando la ignea circunsferencia partió en dos mitades el intenso azul del cielo azuano. Transpiraba copiosamente, y de las zaheridas manos resbaló en un par de ocasiones el sisal que ya había desprendido,provocando que se retresara brevemente. Las rodillas flaqueaban lanzándolo hacia adelante. Mas arriba del coccix, lancinantes mordidas de dolor lo inducían a levantar el cuerpo, buscando un breve alivio, más de lo que debía permitirse para no demorar entre una recogida y otra. Alarmado se percató de que tanto a la derecha, como a la izquierda, muchos de sus compañeros lo dejaban rezagado, avanzando en sus respectivas hileras. Sintió temor de mirar atrás. Se empeñaba en recuperar el terreno perdido, cuando lo inmovilizó el eco de una descarga de fusilería. ¡"Carajo"! Exclamó, mirando en dirección a Guayacanal, "Yo se lo aiveití a ese probe infelí". Una nueva descarga le hizo respingar. Horrorizado, se puso en movimiento, maldiciendo su retraso, y pensando que su sed era lo mismo que tener un sol metido en la boca.


- ¡La mano abierta encima del tronco!- Gritó el capitán Edigen Nin, "El Veneno"-.¡Sargento Basora, amarrele el brazo!


- Esto huele mal, capitán Edigen. Parece que este hombre...


El capitán Edigen Nin, "El Veneno, echó la carcajada manchada de nicotina sobre las primeras sombras del crepúsculo. Se apresuró a imprimirle la última chupada al cigarrillo, y dijo:


- No se extrañe usted, sargento Basora. Todos estos enemigos del jefe son así. Todos privan en gallitos; pero se lo hacen encima cuando les echamos el guante. Acuerdese de la lloradera que le entró a esos al mediodía, cuando supieron que ese hoyo era para ellos. Benigno Frometa sintió la mordedura de la cuerda en su brazo. Miró por última vez su mano abierta sobre un tronco talado, y aunque el diablo nole engañara, deseó haberse ido junto con Trajano Minyety.

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