martes, 4 de marzo de 2008

Días De Casas Vacías/Otto Oscar Milanese

Días De Casas Vacías/Otto Oscar Milanese


Días De Casas Vacías/Otto Oscar Milanese/De Tres Gotas De Misericordia.

"House for sale
including memories".

Magazine Psychology,
October 1986.



Lucía lloraba todas las noches, y todas las tardes prometía no llorar. Aún lo prometía poco antes de dormirse abobada por el argumento de la última historieta relatada por la señora Alice. Entonces la atmósfera se tornaba ligera, se respiraban silencios de aposentos de niña. Ahogado, amortiguado por el cristal del ventanón, se escuchaba el secreteo del río con las sombras, allá, pendiente abajo.


Durante el desayuno explicaba no desear levantarlos, no querer gritar, pero esas pavorosas lucecitas flotantes de su cuarto la conducían al paroxismo de la histeria. Don Agustín nunca decía nada. A lo mejor lo contenía la paliducha mano amorosa de su mujer frotando los hombros escurridos de Lucía, a lo peor sentíase torpe y optaba por callar. A la noche, al retornar de la finca, y luego de la religiosa cena, aconsejaba medio de mal talante, medio jocoso...


- Eres grandecita, nena, y ya se te dijo que son luciérnagas, sólo luciérnagas.


Lucía, ojos aguados, expresión huidiza, sin acertar a reposar las manos en un lugar fijo, asentía repetidamente y todas las noches un "no sucederá más" que siempre sucedió escapaba por su boca. La mamá, entonces, compungida, introdujo el tema de la pesadez nocturnal que gravitaba en la casa.


-Será la cercanía del bosque.- La calmaba don Agustín.


Platicaban alrededor de dos horas, luego de acabada la cena. Ella, el ánimo influido por los bruscos despertares de la niña, eslabonaba hipótesis, derrumbadas por las concisas y pacientes respuestas de él.


Eran largas las noches. Parecíame que ellos existían para la noche, en realidad sólo las embadurnaban de un parecido absoluto. Temprano al oscurecer, el timbre del teléfono anunciaba la venida de su voz. La señora Alice corría desde la cocina con un "¡Hola, cariño!" , usual y apagado, luego la recitación del menú. Don Agustín solía llegar veinte minutos después de timbrar el teléfono, con un beso retratado en las pupilas para el mentón de su mujer y las palabras cariñosas, y festejos para Lucía y la pequeña Aida.


-Mamá soñó que la casa se incendiaba.


-Los sueños son los ojos de los invidentes.- Decía él.


Cenando, la vieja Estela tenía siempre sueños para relatar. Los años o la ceguera le trasladaron la vida a los sueños. El último vestido comprado por su hija era idéntico al llevado por su difunta amiga Laura, cuando la soñó en noches pasadas. Lucía despertaba a millones de luciérnagas entre las gramas colindantes con la casa.


-Te lo digo, nieta. Tú las asustas y por eso vuelan brillando de miedo.


- ¡Cállate, mamá!- Sonaba la voz intranquila.- Lucía es demasiado impresionable.


Todas las noches, como si estuviera programado, quedaba él, solo, frente al ventanón, mirando la oscuridad paseante del río, allá muy abajo y quieto entre murmullos. Fumaba excesivamente, y no parecía contrariado o caviloso. Sólo fumaba de frente al silencio. De cara a la noche montuna y cálida, desarrollándose en una poblada soledad de insectos. Agradecida, trataba de lucirle acogedora y liviana en aquella ineludible espera de lo que jamás acontecía estando allí de pie. Finalmente optaba por retirarse a las habitaciones, y el tiempo me golpeaba elástico y dulzón, de quietudes realizadas por respiraciones de dormidos... Los gritos de Lucía encendían las bombillas, el tiempo retomaba direcciones precisas en la noción de los rostros hinchados de sueño.


- No soporto más, Agustín.- Dijo ella una noche, y por primera vez oí aquellas palabras.-Debemos mudarnos.


Un atardecer rojizo de cielo sobre el verde de la vegetación apagándose a girones, a trechos lentos sumiéndose en las brumas,llegaron en la vieja camioneta Ford por la sinuosa carretera. Sus voces traían alegrías y proyectos. Amanecieron propinando escobazos de rincón a rincón; dispusieron la sala, el comedor, y establecieron las habitaciones. La señora se enamoró del cuarto frontal con salomónicas mirando al pequeño huerto; pero la vieja Estela lo pidió para sí y hubo que concedérselo.


- El aroma del monte le sienta bien a la vejez. No puedo ver las hortalizas, hija, ni los árboles que presiento al fondo, al otro lado del camino; sin embargo, aquí respiro más olor a monte que en el resto de la casa.


Lucía andaba de pañales y gritando siempre por el biberón. Cuando vinieron llegó dormida. La señora le preparó una cuna provisional con frisas y almohadones junto a las escaleras, mientras su marido ataba en el patio al perro que aullaba incesantemente.


- ¡Jesús, como aulla ese animal! ¿En esta casa no ha muerto nadie, verdad Alice?

-Terry se siente extraño, mamá, sólo es eso.


Con el devenir de los días, la señora, a pesar de que jamás hablaba de mudanzas, las sugería cuando se quedaba a solas con don Agustín. Nunca pudo o supo acostumbrarse a mi. Terry meneaba el rabo husmeando por todos los rincones; don Agustín andaba satisfecho sabiéndose dueño de la finca, de la casa; la vieja me conocía mejor que todos, quizás debido a su ceguera me había tanteado toda la madera al alcance de sus dedos. Sólo la señora Alice continuaba siendo una extraña en su hogar. Una extraña enemiga que andaba presintiendo fantasmas en cada silencio ataviado de noche tropical, y que no halló amor para estas paredes adornadas a disgustos, a pesar de verse quejumbrosa una mañana y orlada de sudores entre los niños gritos brotantes de su entrepierna.


- ¡Otra hembrita, don Agustín! ¡Mi hija le regala otra hembrita!

Y años más tarde, llorando hasta descascarar las paredes, abrazada al escuálido cádaver de la anciana. No tuvo memoria o nunca fue de esas mujeres tenaces y aferradas a un lugar, de acuerdo con sus momentos gratos, con sus sufrimientos. Nunca lo fue. Embaló sus pertenencias y los recuerdos no rieron, no lloraron, todo lo arrinconó en un impasible pasado. Atravesó este umbral sin una sola ojeada retrospectiva, como si nunca llorara a su vieja madre, inclinada, aturdida un día sobre el ataúd de pino, imponentemente llenando toda la sala. Cruzó por el jardín, y éste no le recordó los primeros pasos de Aida. Se marchó perseguida por luciérnagas, un rastro de lloriqueos de niña sondeaba sus enaguas.

- No es Lucía quien grita por las noches.- Dijo una mañana la vieja durante el desayuno.


- ¡No me digas!- Se burlaba don Agustín.- ¿Quién podría ser?


- ¡No lo sé, pero no es Lucía!


- ¡Ay, mamá, se te ocurren unas cosas!


- ¡No se me ocurrió! ¡Lo soñé!

Recién nacida Aida, Lucía le confesó lo mismo a la señora.


- Lloro de miedo, mami, pero no grito... Se me saltan las lágrimas, pero el miedo no me deja gritar.


La señora no se conformó con dejar la Biblia abierta por las noches, y murmurar extensísimas oraciones... Arreciaron sus argumentos para cambiar de residencia, y don Agustín accedió, como buen marido, finalmente. Y me dejaron sobre la colina, de cara a la pedregosa pendiente del río, liberada de los gritos de Aida y resignada al deambular lloroso de la vieja, aguardando nuevos inquilinos, por mis rincones.

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