martes, 4 de marzo de 2008

Cabón/Otto Oscar Milanese

Cabón/Otto Oscar Milanese

Parque 19 de Marzo 4Cabón/Otto Oscar Milanese/Del Libro Inédito "Azua: Sisal Y Sangre".
A la memoria de Gloria Italia Milanese,
quien siempre me habló de estas cosas.



Atravesando el negro portón de hierro del cementerio la sonrisa del militar se le echó encima. Jacinto Cabón, alto y encorvado se estremeció bajo los últimos rayos de sol de la tarde. Frente a la esquina del Campo Santo, las luces de la barra se encedían. Hombres fumaban a la puerta, por encima de ellos la voz de Dioris Valladares empujaba rafagas de merengues desde la vellonera hacia la calle, "Vete lejos güaragüao/y no seas tan picotero/no te comas mi pollito/que ya está en el gallinero"...


_ ¿El enterrador Cabón?_ Preguntó sonriendo el coronel José María Alcantara_.¿Jacinto Cabón?


_ Yo mesmo señor, pa’ servirle a usté-. Dijo el enterrador atropelladamente, estrechando la manaza que afablemente le tendía el coronel. Cohíbido, comenzó a caminar hacia la esquina en compañía del militar que le echaba los brazos al hombro, como si él fuera un viejo conocido que acabara de encontrar inesperadamente el coronel.


Se detuvieron en la esquina con el crepúsculo azuano ya metido de lleno en las calles polvorientas, en las casas de maderas techadas de zinc. "Porque si tú te lo comes/yo te rompo el cogotico", las voces de los hombres cesaron en la barra, el jaleo merenguero decaía. Jacinto Cabón, miraba por encima de los anchos hombros del coronel el monumento de mármol y bronce en el centro del parque 19 de Marzo, y volvió a sentir la repentina sacudida de su delgado cuerpo. El coronel lo trataba con afabilidad, pero evitaba mirarlo a los ojos. La mirada del militar se perdía siguiendo la carretera que va hacia Barahona-San Juán de La Maguana.


_ Usted podría hacerme un gran favor_, dijo, azucarando la voz. En la otra calzada la vellonera de la barra enmudeció; los hombres espiaban disimuladamente la escena.


_ Como no, señor-. Respondió envarándose el enterrador Jacinto Cabón-. Ya le he dicho que e’tamo pa’ servirle a usté y al ejército.


Lo miró de frente. Sus ojos espejeaban la sonrisa que no abandonaba la boca._ No es gran cosa, amigo Cabón, sólo que quizás le molestemos durante algunas noches para que haga su trabajo.


Al verlo de pie bajo el umbral, flaco, negro y encorvado con dos fundas de papel en las manos, la mujer pensó: "Otra ve’ viene ajuma’o". Y él dijo: "¿’Onde e’tán los muchachos, mujé? Trajé lo’ ingredientes pa’l asopao de ‘onde la pulpería de Fafí". Sin dejar de sacar agua de la tinaja de barro, la mujer lo vió depósitar las fundas sobre la renegrida mesa sin mantel, pensó "La tanta bebentina y la miseria lo tienen acaba’o" y luego respondió: "Lo muchachos e’tán ahí afuera jugando Cabón. Haga usté que dentren porque el aguacero ya lo tenemos arriba". Las voces de él saltaron desde el marco de la puerta hacia la oscuridad de la calle, en donde rodaban alegres gritos infantiles. Ella se aprestó a poner el jarrón con el agua sobre la mesa, rasgó un fosforo y aproximó la llamita al pábilo de la lámpara, pensó "E’ta noche dormiran contentos. Voa encendé el anafe". A la puerta del bohío, descalzos y con los hinchados vientres al aire, dos niños se le echaban encima al enterrador Cabón. "’Sión Pay", gritaron, y tras sus voces se desataba el trueno. Papeles y hojas resecas se arrastraban por la calleja, empujadas por latigazos eléctricos de un viento cargado de lluvia.


El coronel José María Alcantara escupió las palabras contra el arrugado pañuelo con que tapaba boca y naríz-. En esta tierra ya no cabe un muerto más, capitán Edigen. Esos malditos perros ya no tienen ni que oler en donde van a excarvar, en cualquier palmo de tierra que meten sus patas, sacan restos de osamentas.


_ Hay que enterrar mas hondo, coronel_, dijo fríamente el capitán Edigen Nin, "El Veneno_. Ya le he dado ordenes al cabo Griseldo Pérez de que cave mas profundo.


Se detuvo a la puerta de la oficina. Contempló al capitán con detenimiento. Edigen Nin, "El Veneno", procuró disimular el leve temblor que estremecía su cuerpo_. A partir de hoy los muertos se llevaran a Azua por la noche, capitán, para evitar epidemias, para darle un descanso a esta tierra.


El capitán Edigen Nin, "El Veneno", intentó responder; pero el portazo dado por el coronel volvió a cerrarle la boca. Miró a todos los rincones, como buscando inexistentes testigos de la humillación. Acabó por encogerse de hombros, y dejándose caer en una silla de palos detrás de un escritorio de roble, sacó de entre las gavetas un frasco de triculí. "Igual da", pensó el capitán Edigen Nin, "El Veneno", destapándo la botella, "que los enterremos en Azua o que los sepultemos aquí en La Plena", se abocó el frasco desesperadamente. El triculí bajaba ruidosamente abrasándole la garganta, desparramándose por las comisuras de sus labios. "Un muerto es un muerto donde quiera que se le entierre", lanzó la risotada al final del pensamiento, limpiándose los labios con el reverso de las manos. Afuera llovía. Una lluvia mansa que alejaba momentaneamente la calor del valle azuano. El capitán Edigen Nin, "El Veneno", recordó a los cientos de andrajosos hombres hacinados tras las alambradas, y escupió con asco sobre las húmedas tablas del barracón. "Hasta el aguacero está contra esos pendejos", rió, después ahogó risa y pensamientos en otro trago de triculí.


_ Usté no me engaña, Cabón_, dijo la mujer, apoyando medio cuerpo sobre la cruz de cemento con inscripción gastada por el tiempo_, dende la noche del aguacero usté anda di’tinto, y ha’ta lo’ muchachos se lo han nota’o.


El sol bajaba como luminosa mano de calor. Sin camisa, hundido hasta la cintura en la fosa, Cabón arrojaba paletadas de tierra a los lados._ Déjese de vainas, mujé, que a mi no me pasa na’. To’ e’tá bien, y manque sea malo y chin loque apare’ca, ni a usté ni a lo’ muchachos le farta comí’a.


_ Y esos jombres, Cabón-, dijo la mujer con voz medrosa-,¿por qué vienen esos jombres a de’pertarlo a usté to’as las noches?


Lanzó la pala a un rincón del foso. Dejó resbalar el reverso de su huesuda mano por el serpenteante sudor de la frente._ Esos jombres, mujé-, dijo, levantando la vista para mirarla_, esos jombres ya me tienen jarto. ¿A qué crée usté que vienen, mujé? Vienen pa’ que yo haga lo único que he aprendí’o hacé en la vida; pero ya me tienen cansa’o. No me dejan dormí tranquilo.


_ ¡Ay, Gran Poder de Dio’!- Exclamó la mujer, reincorporándose y caminando hasta el borde del hoyo_. No vaya usté a cometé un di’parate, Cabón. Haga lo que esa gente le pida y quedese calla’o. ¡Hagalo por mi, Cabón, hagalo por sus hijos!


El capitán Edigen Nin, "El Veneno", estaba envenenado de miedo. Desde que por las noches amontonaran cádaveres para llevarlos a Azua, en la parte trasera de los empolvados camiones que transportaban el sisal recogido a la capital, el coronel José María Alcantara no se despegaba la sonrisa de los labios. Y el capitán Edigen Nin, "El Veneno", huia de esa sonrisa, como quien huye de la peste. Procuraba en los soleados días, mantenerse alejado del coronel José María Alcantara, inspeccionando a los hombres que se afanaban en recoger sisal. El miedo lo paralizó aquella mañana, cuando el sargento Manuel Basora llegó contándole que la noche anterior "el coronel había salido del barracón como a eso de las nueve de la noche", y él, "El Veneno", se lo imaginó sonreído bajo el río de estrellas, "y que sin saludar a nadie encendió el motor de "La Silenciosa", y entre la polvareda y los ladridos de los perros realengos pisó el acelerador rumbo a El Rosario", y él, "El Veneno", lo visualizó escupiendo con desprecio a través de la ventanilla cuando alcanzaba la altura del caserío. Lo Imaginó dejando atrás La Cienaga y Las Barías con los improperíos desbordándose por entre la apretujada sonrisa. "La Silenciosa" dejando polvo y miedo tras de si, pasando Ansonia y frenando aparatosamente en el Cruce de Los Jovillos. "Y que al entrar al bar todo el mundo dejó de bailar", eso le dijo el sargento Manuel Basora, y él, "El Veneno", como si lo viera erguido, imponente, enfundado en su uniforme de coronel; como si lo viera halar una silla, sacar la pistola de reglamento y dejarla sobre la mesa, antes de pedir una botella de Brugal. "Bueno, que no, que no todo el mundo dejó de bailar, que a su mesa no volvieron un muchacho de Ansonia, y un cuero que dicen que es de por los lados de San Juán de La Maguana. Que la vellonera tirando sobre la noche: "Eroina cuando viniste", y ellos bailando cuerpo contra cuerpo, "Eroina cuando te vas", y que el cuero con la cara rozaba la cara del hombre de Ansonia", y él, "El Veneno", a cada palabra del Sargento Manuel Basora, entrecerraba los ojos, y veía al coronel tamborileando sobre la mesa, sin despegar los ojos de las nalgas de la mujer. Echarse el primer trago de golpe, y perseguir con la sonrisa el contoneo de las nalgas de la mujer. "Y que Eroina yo vine anoche", sólo se oía la vellonera, "y me voy por la madrugá". Y que llegando hasta aquí el merengue, el coronel empuña la pistola y acaba el baile de la pareja con un tiro en la cabeza del hombre". Y él, "El Veneno", oye los gritos de los parroquianos, ve la sangre que mancha el vestido de la prostituta, y escucha las carreras, las mesas derribadas, las maldiciones... El miedo lo envenena, y recuerda que entre tragos el coronel le confió, "Cuando me gusta una mujer, capitán, aunque esta sea un cuero, no me agrada que nadie me la baile".


Miedo. Muerde con furia entre los manchados dientes la punta del cigarrillo, y se quita la correa_. Con que tú eres el que ha querido desarmar a un guardia. Ahora veremos si de verdad tienes cojones para aguantar lo que te has ganado_. Deja caer la correa rabiosamente sobre el rostro del hombre, abriendo un surco sanguinolento en la piel. Tiembla el capitán Edigen Nin, "El Veneno". Su cólera se tizna de miedo, y patea implacablemente los costados del hombre que ha caído a la calcinada tierra. Una patada revienta los labios. Las quejas brotan entre sangre y pedazos de dientes. Revolcándose, el hombre, arañando el polvo, ofrece la espalda mal cubierta de arapos al capitán Edigen Nin, "El Veneno", y baja la correa en busca de la carne. Miedo. Mientras más metido en el cuerpo, en la sangre, lo siente; más rápido baja la correa, mas sonoras son las imprecaciones, mas brutales las patadas.


_ Capitán Edigen_, oye a sus espaldas la voz de un guardia, y desatendiendo al hombre que entre espasmos entra a la inconciencia revolcándose en el suelo, se vuelve a la voz_. Mire lo que nos ha traído el último camión que nos llegó cargado de hombres.


Miedo. Sus ojos empequeñecen. Sus parpados se aprietan hasta parecer celdillas. Arroja la colilla que pisotea con las emporcadas botas, y sonriendo mira detenidamente a la mujer que le lleva el guardia. Su miedo se apacigua. Siente un súbito relajamiento que le permite agrandar la sonrisa en sus labios.
_ ¿Cómo te llamas?- Preguntó, acercándose a la muchacha, escudriñándola, dando vueltas a su alrededor. Andaba vestida pobremente, pero lucía limpia y no tenía trazas de ramera.


_ Cristina_. Respondió ella, con la mirada clavada en el polvo.


El capitán Edigen Nin, "El Veneno", le levantó la barbilla con una mano. Tembló, y procuró esquivar la mirada del oficial. Con la mano libre acarició el trasero de la muchacha por encima del gastado vestido. Ella respingó y dio dos pasos atrás. El guardia que la había traído rió.


_ No la encabrite, capitán, que es virgen aún.


_ Pues mejor-. Dijo riendo el capitán Edigen Nin, "El Veneno"_. Mucho mejor, porque si con esto no se contenta el coronel, ya podemos ir encomendándonos al mismo diablo.


Lo sintió levantarse una, dos, tres veces y quitar la aldaba a la puerta para husmear la soledad de la calleja. Nada. Ni los perros aullaban. Ni las ramas de las matas de jobos, de almendras, se movían en los patios besados por luz de estrellas. Nada. Lo sintió tirarse nueva veza su lado, sobre los viejos cartones. Los niños dormían en otro rincón del bohío que olía a vela de mosquitos. "De’cansa, Cabón", dijo ella en la oscuridad, "que e’ta noche no vendrá esa gente". Volvió a levantarse. Arrastraba los pies descalzos por el piso de tierra. "Vendrán, mujé, y ya e´toy que no aguanto ma’. ¡E´ta mesma noche se lo digo, coño"! ¡"Ay, virgen de Artagracia", se levantó ella de pronto, "pero güeno, e’ que usté se ha vuerto loco, Cabón!" Retornó a franquear la puerta. Bajo la luz de las estrellas parecía un espectro, encorvado, clavado en el dintel. La mujer se estremeció a sus espaldas. "Loco no, mujé. E’ que ba’ta ya de tanto abuso. No me dejan de’cansá. Hoya y hoya y en eso se me va la madrugá. E´to no pu’e seguí así". La mujer encendió la lámparade gas. Apagó el fosforo, que aún ardía en el suelo, pisándolo con las rotosas chancletas. "Yo ya le tengo dicho, Cabón, que usté no diga na’. Oiga lo que oiga, vea lo que vea, usté manténgase calla’o". Cabón echó aldabas nuevamente a la puerta; la mujer rezaba en un rincón, la luz de la lámpara de gas tiraba su silueta contra el techo de palma del bohío.


El capitán Edigen Nin, "El Veneno", llamó a la puerta de la oficina del coronel José María Alcantara, y cuando recibió orden de entrar, abrió la puerta empujando a la muchacha hacia el interior_. Mire usted nada mas, que regalito le traigo, coronel_. Dijo, situando a la aterrorizada mujer frente al escritorio de Alcantara.


Abandonó el asiento y dando dos grandes zancadas se puso frente a la muchacha. Era baja, y un poco delgada, apenas alacanzaba a rozar el pecho del coronel_. ¿De dónde has sacado a esta mujer, capitán?


_ Vino entre los hombres que nos trajo el último camión, coronel. Con usted será su estreno, no conoce hombre todavía_. Apuntilló sonriendo el capitán Edigen Nin, "El Veneno".

Una lujuriosa sonrisa cubría todo el amarillento rostro del coronel José María Alcantara. Súbitamente una de sus manazas tiró con brusquedad del viejo vestido de la muchacha, rasgándolo. Cristina se sacó el espanto con un grito, y se reclinó contra las carcomidas tablas del barracón, instintivamente buscando un refugio inexistente. El capitán Edigen Nin, "El Veneno", escupió una breve carcajada contra el pudor y el miedo de la muchacha. Se aproximó lentamente a ella. Temblaba encogida, casi resbalando hacia el suelo, pegada a la pared. Sus ojos la poseyeron por un instante, mientras el capitán "El Veneno", recomenzaba la carcajada, ahora bajita y corrosiva. Asió con fuerza el brassiere y tiró de el; los pechos de la mujer, pequeños y redondos, rematados por rosados pezones, saltaron ante la lujuria de los dos hombres.


_ ¡Tiene lindas tetas!- Dijo el capitán Edigen Nin, "El Veneno."


_ Déjenos solos, capitán_. Ordenó sin mirarlo, el coronel José María Alcantara, y antes de que el capitán cerrara la puerta tras de si, pidió:_ Haga que me manden una botella de ron Brugal.


Cristina doblaba el cuerpo hacia adelante, entreverando los brazos sobre el pecho para proteger su desnudez. El coronel José María Alcantara tomó del cabello a la mujer, obligándola a mirarle_. ¿Dónde te montaron al camión?


La mujer lo miró con ojos llorosos, suplicantes_. En las afueras de la capital, coronel. Esperaba por algún vehículo que me llevara hasta Azua.


_ Pues que casualidad_, casi susurró el coronel José María Alcantara_, ¿acaso no sabes que estás en Azua?


Abrió los ojos sorprendida. De su sorpresa caían dos lágrimas arrancadas por el temor y por la presión con que el coronel la tiraba de los cabellos_ Déjeme ir, se lo ruego. Necesito ver a mi hermano.


La soltó. Cristina procuraba componerse el vestido, el pelo. La inesperada bofetada le reventó los labios. Tocaban a la puerta, cuando sintió los grandes labios del hombre buscar los suyos, replegarse sobre el hilillo de sangre que manchaba su boca_. La sangre me excita_. Murmuró él, tirándole su aliento en plena cara, atrapando entre sus manos los senos firmes, los pezones endurecidos por la desnudez. Continuaban llamando a la puerta, y él la entreabrió sin soltarla, para coger el frasco de ron Brugal.


Las dos mujeres se miraron por vez primera en un rincón penumbroso del bohío. Ambas tenían rastrojos en las caras del trasnoche de la noche última. Una rezaba de rodillas frente a una imágen de la virgen de Altagracia colocada sobre una silla de palos; la otra de pie, cubría con sus manos las partes del cuerpo que el vestido roto dejaba al descubierto.


_¿Cabón?_ Dijo en tono hueco, ausente, la mujer que rezaba_. A cabón se lo llevó la noche. Ellos se lo llevaron_. Comenzó a reir dándose golpes en los flaccidos senos.


_ ¿Quienes se llevaron a mi hermano?_ Preguntó la mujer, arrodillándose, abrazando a la otra. En torno de ellas corrían, jugaban los dos hijos del enterrador, con los mocos resecos, con los vientres inflados al desnudo.


_ No volverá_. Afirmó la mujer, y comenzó a rezar un Ave María que interrumpía con un gesto negativo de cabeza_. No volverá, no volverá. Se lo llevó el ruido del camión. Se lo llevó la noche. Ellos se lo llevaron_. Reanudaba el rezo gimoteando.
_ ¿Quienes, quienes se lo llevaron?_ Insistía la mujer mas joven, echándose a llorar de pronto, estrujándose el cuello como deseando borrar las violaceas señales que lo afeaban.


Dejó de rezar y contempló fijamente a la mujer._ Ellos, los que venían a enterrá por las noches_. Y lanzó una carcajada.


Se puso de pie, y sosteniendo las partes rotas del vestido caminó hacia la puerta. Se detuvo para mirar por última vez: Los niños habían dejado de jugar y comian puñaditos de tierra en medio de la sala. La mujer continuaba arrodillada frente a la imagen de la virgen de Altagracia, a veces rezaba, a veces reía. "Yose lo tenía dicho que no dijiera na’ viera lo que viera", todavía la escuchó decir cuando ya se alejaba por la desafaltada calleja.

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