lunes, 25 de febrero de 2008

Los Días Del Miedo/Del Libro Los Días Del Miedo/Otto Oscar Milanese

Los Días Del Miedo/Del Libro Los Días Del Miedo/Otto Oscar Milanese




¡Nadie creyó! En trances parecidos es difícil creerle a un hombre pobre. Sólo la vieja afirmó que se acostó temprano. Muy poco
valor le confirieron al testimonio de la vieja. Juró que lo sintió abrir la ruinosa puerta. Testificó haberle recordado la mugrosa tasa
con la fría porción de chocolate, y los mendrugos de pan sobre la mesa. "Recuerdo que le aconsejé poner el mosquitero", declaró la vieja. ¡Lo de siempre! La costumbre recitada por la boca desdentada de la vieja. Rutinas, cuya repetición pudo soñar o imaginar la
vieja, con esas ráfagas de dolores nocturnos que la empujan al camastro. Demasiado verosímil que lo soñara cargando encima la
fatiga del día trajinado a miseria, bostezando entre brumas. ¡Nadie creyó! Lo negó, pero no sintió apremio para que le otorgaran
credibilidad a su negación. ¡"No lo cometí"!, dijo. Lo revisaron entre imprecaciones y lo empujaron al jeep. Mediodía de sol y
letargo. Polvo y calor. Medio pueblo lo vio por entre la densa polvareda levantada por el jeep. La gente correría con la noticia a
la vieja, "Lo detuvieron en el parque", estaría enterada antes de que llegaran al cuartel; "se lo llevaron en el jeep"; antes de que lo arrojaran contra la desconchada pared de la pequeña estancia mal ventilada; "sangraba por la boca. Usted ya sabe como es de bestia
ese tal Pancracio"; antes de que el Capitán Luis Malpaso le advirtiera: ¡"Ahora si te has jodido, muchacho"!
-Se muestra renuente a cambiar. ¿No pretenderá usted, que nuevamente interceda por él ante el Capitán Luis Malpaso?
No sentía ganas de convencer a nadie. No sentía deseos de estar afuera. Se intuía ilusoriamente vivo sobre la calor agobiante.
Refugiarse en un apestoso rincón oscuro de la celda, era igual para él que lanzar un paso tras otro por las emporcadas callejas, o que
balancearse idiotamente por horas, en un mecedor, persiguiendo mortecinamente los segundos de ritualizada existencia de la vieja.
-Lo encerraron por el hábito de encerrarlo, doctor.-Gimoteó la anciana, mirando al galeno limpiar los vidrios de sus anteojos.-
Anoche se metió a la cama temprano. Concilié un sueño sin sobresaltos, sabiéndolo en casa, y hoy me lo acusan y me lo encierran.
Aprendió de ella que la existencia es una sola vez: es la primera oportunidad de cada todo, las demás son farragosas
repeticiones ineluctables. Sombras hastiadas de acudir a donde han arribado un montón de veces. Ineludible facsímil que reduce las
ganas. Llover es siempre llover, luego de haber conocido por ocasión primaria la lluvia... Calzarse zapatos es eternamente lo mismo;
movimientos automatizados por el hábito, mientras piensa lo probable e improbable de cualquier circunstancia; pero jamás piensa en que está calzándose, tal pensamiento quedó entrampado en la novedosa oportunidad de la infancia, cuando por ocasión primera fue capaz de ajustarse los zapatos sin el auxilio de manos maternas.
.
-¿A quien estafó esta vez?-Preguntó el médico, con el solapado convencimiento impasible de quien ha escuchado su átona voz,
indagando lo mismo en infinitas ocasiones.
-No lo acusan de estafa.-El susurro de voz plañidera se torna desolada.
Es la sombra de sus propios días. Miles de días uniformes, agrietados. Anónimas horas de ajetreos; de complicadas
preocupaciones consuetudinarias. Así es ella: un vestido hilado con los cién mil inútiles momentos de su vida. No puede ser de otra
manera, procurar cambiar es como deshilar su vestimenta. No encuentra siquiera tiempo para recordar que un día fue ayer, que la
carne le dolía a latido de petrea juventud; o que aun asfixiada entre harapos, podía sonreir de frente, con una cara de proyectos, de
sueños que fueron apagándose cada día, en cada respiración, en cada frase, gesto o movimiento con los que reeditaba sus repetimientos. ¡"Acabaré de igual modo"! Piensa. "Repitiendo sus manías y costumbres hasta no ser yo, sino ellos mismos". Piensa. Es lo que ha ocurrido con la vieja. Se ha convertido en todo lo que hace. Reclinó la espalda contra la mohosa aspereza del muro, contra el tufo de excrementos resecos que anegaba toda la celda. No sentía deseos de que le creyeran y volvieran a echarlo sobre una libertad ilusoria. "La vieja nunca ha estado tras rejas", piensa, "pero nunca ha sido libre".
-¿No?-El médico se puso tenso, en guardia. Ella comenzó a temblar.
-¡Lo acusan del sabotaje a la Central Eléctrica!
-¡Cómo!-La sorpresa bailó abruptamente en la voz. Las manos se detuvieron engarfiadas sobre los anteojos.-Eso ya no es tan sencillo como robar para comer, Paquita.
-No está involucrado en eso, doctor. ¡Mi Daniel no es un terrorista, usted lo conoce!
-Pienso como usted, Paquita. ¿Pero si lo arrestaron debe existir alguna evidencia?
-¡No existe nada, dóctor; pero no dudo que me le fabriquen un caso a mi muchacho, que hasta presenten pruebas en su contra! Anoche sentí a mi Daniel empujar la puerta; le recordé la cena sobre la mesa, y que debía rezurcir el mosquitero. Estoy segura de que a la hora que se produjo ese atentado, mi Daniel dormía, dóctor.
-¡Es tu obra!-Casi eruptó el Capitán Luis Malpaso, encendiendo un cerillo.
Las pisadas llegaron mucho después del crepúsculo. Pensó que eran libres, que el pobre diablo que hacia resonar las botas encima
del patio encementado del cuartel policial, pensaban que sus pasos eran libres. ¿Acaso no venían envíados? ¿Puestos en movimiento por una lacónica orden? Escuchó el tintineo de las llaves; la metálica batalla de unas manos buscando a tientas la cerradura. Detrás del ruido se levantaba una densa oscuridad de pueblo. Segundos. Minutos. Una espectante eternidad de espalda reclinada contra la
pared sucia de graffitis que se fueron disfumando con el crepúsculo. Pensó en la vieja, como si acabara de trasponer el renegrido marco de la única puerta de la casucha, y la oyera quejarse de las dolencias del reuma, o pensar en voz cascadamente alta en el exiguo menú del día siguiente. "Vida de pobres". Pensó. "Siempre con el sobresalto de pensar en el bocado de mañana". La puerta gimió hacia adentro, hacia él, hacia las brumas. ¡"Salga"! Gritaron. ¡"El Capitán desea verle"!
-¡Tu obra, muchacho!-Acercó la llamita al pábilo del quinque, luego sacudió el fosforo entre los dedos y lo arrojó en el cenicero
del escritorio.
-¿Cómo, dónde conseguiste los explosivos?
La luz de la lámpara le permitió verlo completamente. De pie, tras el escritorio, mirándole, como si en lugar de observarle, mirara
por la ventana ubicada a sus espaldas los difusos contornos de la calle.
-Nunca he visto un explosivo, señor.
El viento penetró en ráfaga caliente por la ventana, la llama del quinque se agitó y oscilaron las sombras.
-No seas terco, muchacho. Negándote a cooperar, unicamente conseguirás extender el asunto, tornarlo más penoso.
-He dicho la verdad, y no me creen, señor. Anoche estuve en casa desde muy temprano.
-Para que te enteres, muchacho-,la voz adquirió su matíz más difónico-,existen dos personas que te reconocieron. Los vigilantes
de la Central Eléctrica han declarado que tú eras uno de los saboteadores.
Se encogió de hombros. Imaginó a la vieja muerta de fatiga, movilizando de un lado a otro su anatomía reumática, rogando ayuda
para liberarle.
-Procuramos ayudarte.-La voz se empeñaba por encontrar un tono paternal.-Tú podrías simplificarlo todo, muchacho.
-Todo es simple, señor. Tan simple que les parece inverosímil: no tengo nada que ver en este asunto.
Un amarillento brillo feral serpenteó brevemente por los ojos del Capitán Luis Malpaso.
-¿Te empecinas en negarlo, eh?-La voz perdía el atildamiento anterior.-Si no deseas cooperar, existen otros métodos, muchacho...
¿Veremos cuanto aguantas?
De regreso a la celda, un oleaje de rabia le subió la nausea a la boca; porque la vieja estaría suplicando, humillándose para que
lo dejaran en libertad. "Para liberarme hacia esa tortuosa humillación diaria de nuestras vidas". Piensa. La visualiza
arrastrando sus andrajos y hambre hasta el umbral de la mansión del fiscal Andrés Resquemor. ¡"No"! Piensa, y le arde su gemido
silencioso como una llamarada de frustraciones enclaustradas en mil sueños; destinadas a la furia y al olvido de sus divagaciones.
¡"No, vieja, no es útil ni necesario! ¿Para qué pelear por una libertad de harapos? No soy un hombre libre ni dentro ni fuera de
una emporcada celda. El hombre es la cárcel del hombre, vieja. Ellos tampoco conocen la libertad. En algún momento he sido un
hombre libre, porque no he recordado preceptos sobre la libertad. He sido un hombre y la noche, sin pensar en cotidianas luchas, en horas futuras; sólo ahí, libre entre noche e instante de conciencia irracional. Libre, vieja, porque he sido un hombre y la mar, y sólo
eso; en cambio, ellos son hombres y la elección de un ropero. Hombres eternamente inducidos, hasta en la selección de sus jabones y
afeites, actúan bajo el soterrado influjo de cerebros publicitarios. Yo he sido un hombre y la miseria. Prisionero de mi mismo, eso es lo peor, vieja, peor que la prisión de ellos reducida a una voluntad anónima que les impone gustos, planea comodidades, y les habitúa a
una convencional existencia de trayectoria colectiva, de orgullo civilizado; de muerte diaria en la aceptación pasiva, consciente o
no, de sus normas preestablecidas. No vieja, no es útil ni necesario"... Pero sabe que la vieja lloriquea y lloriquea, como si tratarase de pedir limosnas para comprarle el ataúd. Sabe que va desde la residencia del fiscal Resquemor, hasta la austera casa del
Padre Sereno, gimiendo y suplicando. Nadie le crée. Ella gime y suplica como si lo estuviera haciendo desde toda la vida; porque
todo lo que realiza la vieja, posée la particularidad de eternizarse, de enraízarse en los sentidos. Si cose, uno crée haberla visto
cosiendo toda la vida. Sabe que solloza, y el fiscal, el Padre y el doctor, pensarán que vomita los cién mil momentos deslucidos que ha
vivido ella, sollozando a contra vida. La existencia del indigente es llanto de días que resbala hacia inútiles consuelos; hacia
extrañas esperanzas apuñaladas por los miserables remedos de rutinarias supervivencias.
El fiscal Antonio Resquemor enseñó la mueca, luego de abocarse al gollete del frasquito de antiacido. Eruptó, pidió disculpas, y se
frotó los gordezuelos labios con el reverso de las manos.
-Señores...-Pausó involuntariamente, aguardando un nuevo erupto. Sostuvo las miradas del Padre Sereno y del dóctor Agramonte.-
Señores, no le concederán credibilidad a las frases de esa anciana.
-¿Por qué no?-Preguntó el Padre Sereno.
El fiscal Andrés Resquemor esbozó una sonrisa autosuficiente.-Por muchas razones, señor Cura. Reconocieron a ese chico entre
los que sabotearon la Central Eléctrica. Su madre jura que lo escuchó llegar temprano desde su alcoba; pero no tiene la misma
seguridad para afirmar que el muchacho se quedó toda la noche en casa. Las evidencias son escasas. Es la palabra de los vigilantes
de la Central, contra la de Paquita, contra la del muchacho.
-Esto tiene causas políticas, fiscal-,dijo el dóctor Agramonte-,y Daniel nunca ha estado ligado a ningún partido, nunca se ha
involucrado en actividades proselitistas.
El erupto brotó inesperadamente. Se excusó el fiscal.- Cualquier organización política de izquierda pudo haberle pagado.
El dóctor Agramonte intercambió una breve mirada con el Padre Sereno; se aclaró la garganta, antes de pronunciar pausadamente:-Eso no suena logico, fiscal. ¿Para que pagar, cuando cualquiera de esas organizaciones cuenta con miembros dispuestos a ejecutar esa clase de trabajos.
-Creo-, dijo el Padre Sereno-,que se han apresurado en presentar a un culpable, acuciados por la próximidad de las elecciones.
Una ráfaga de viento caliente se filtró por las salomónicas, la estancia se llenó de un estéril olor a polvo, a sequía.
-¿Qué insinúa usted, Padre?-Dijo casi con violencia el fiscal.
-No es una insinuación, fiscal-, dijo sobriamente el Padre Sereno-, es la opinión de la mayoría de los ciudadanos, que
interpretan el arresto de Daniel, como una maniobra de los oficialistas destinada a mejorar su imagen en visperas de elecciones.
-Nunca me pareciste más hombre, como la ocasión en que viniste a tomarme a la fuerza.
Con lentitud ceremonial se desabrocha el cinturón, lo envuelve en la pistolera y lo deposita sobre ela cómoda.
-Hoy quiero aliviarme tanto como entonces.-Es una voz bronca, veloz, imperiosa.
-¡Suficiente es con verte, hombre! Aquella vez,-las palabras de la mujer emigran una por una a un brumoso infierno nostálgico,-
lograste hacerme sentir que no era lo que soy. Jamás imaginé que vendrías a por mi de esa manera: "Vine a pagarle por una de sus
muchachas, Mariana. Si no lo aceptas por las buenas, haré que me cobres por las malas". Eso fue lo que dijiste. De verdad que te
veías muy hombre; que me...
La silencia la boca que duramente se adhiere a su boca; lalengua que procura entreabrirle los labios; la mano que levanta el
elástico de los panties; el cuerpo que la echa y cae sobre ella en la cama.
-Sigues tan bruto como en aquella noche.-Se queja ella, evadiendo el beso. Siente el denso aliento del hombre abrir caminos
por su cuello, se detiene; avanza desesperado sobre el cuerpo estremecido de pasados instantes, de compradas ganas de otras
ocasiones.
-Presiento que aquellos días han retornado.-Dijo, con los labios levemente por encima de un rojo pezón endurecido.-Que regresa el infierno.-Hunde la cabeza sobre el cuerpo de la mujer, bajo la fija mirada de la hembra que ve perderse su pezón en la boca del hombre. Inesperadamente vuelve el golpe de conciencia que le grita que está solo. Solo y empequeñecido, como su sombra siluetada por el sol cenital. Solo y extraviado en la calor de callejas apestosas, en el invariable mediodía de siempre. La vida se le acumula en un segundo, y paladea mil frustraciones a la vez. Saborea una rota ilusión de existencia hasta hoy aceptada, sobrellevada. Hasta hoy conocida y afable, orientada; pero súbitamente se interroga: ¿Por qué ha tardado tantos años en descubrirse? ¡"Debo estar loco"! Piensa.
Años de ruin vida bostezada entre cotidianos murmullos de pueblo chico. Años de cara a los mismos hospitalarios rostros, a los
comentarios. Habituado a leer los matutinos entre una orden impartida y otra; a los domingos de misa, y a los vulgares cuerpos
ajados de las prostitutas, y la vida fugándose y fugándose entre la calor y el fastidio de ebrios alborotadores; entre querellas de
amantes esposas golpeadas. Se siente desubicado en el lugar en donde siempre ha vivido; extraño, raro dentro de su rutina, como si por primera vez viviera todo aquello a lo que le ha conferido valor de costumbres.
Cerrando el consultorio sintió el peso de la presencia a sus espaldas. Olfateó el aroma de la fumarada, y luego llegó la voz
inflexiva, baja, hiriente.
-¡Buenas tardes, dóctor!
Completó con la llave el medio giro final en la cerradura, y se volvió:-¡Buenas tardes, capitán!
En los ojos del capitán Luis Malpaso se condensaba todo el calor del día.- Dóctor, no debería usted propagar la falsa idea de que el cuerpo policial está politizado.
Sostuvo la amarilla mirada del capitán Luis Malpaso.
-¿Acaso no lo está, capitán?
-No perseguimos ni encarcelamos ideas, dóctor. El muchacho ha atentado contra la seguridad del Estado, y aguarda un juicio
imparcial. Usted es un opositor de este gobierno, y nunca se le ha molestado.
Recordó la espesa molestia acre en la boca de duodecimo cigarrillo consumido. Recordó que entre callejuelas y crepúsculo
había deambulado, hasta decidir regresar temprano a casa. Rememoró cuando empujó la deteriorada puerta, y con él entró a la casa el chirrido de goznes. ¿"Eres tú, Daniel?" La pregunta de todas las noches surgió desde algún rincón de las penumbras. Quizás la vieja recordaría, y se lo ha contado y recontado al médico, al Padre, al fiscal... Sin embargo lo plausible es que la vieja, con una mitad muerta de sueño, y la otra de fatiga, fuera incapaz de precisar la hora en que él había llegado. Cuando le respondió, recuerda no haber identificado su propia voz. Era la voz del hábito, de las mil pretéritas noches en las que le contestara de igual modo: ¡"Sí,
mamá"! La sensación le pateó el estomago. En otras ocasiones la confundió con vértigo; hasta que pudo definir que la provocaba
predecir lo que la vieja le diría. Poseía la convicción de que podía preguntarle si le molestaba mucho el reuma, antes de oirla quejarse; que podía confirmarle que pensaba poner el mosquitero, anticipándose al consejo de ella. "Sobre la mesa tienes el chocolate y el pan, hijo". La voz sonó asmática, arrojada contra las paredes; arrastrándose por las sombras. No recuerda si le respondió, o
unicamente pensó la respuesta, convertida en desmazalada costumbre en su boca. ¡"Sí, mamá"! Dijo o pensó decir, bajando el pábilo de la lámpara y expeliendo aire para ahogar la luz.
-Ser gobierno, Pancracio, es personificar la incomprensión. El precio de la democracia es el desengaño, y la crítica sin tregua a
quienes se les creyó y endiosó durante su ascenso al poder.
Transpira copiosamente. A intervalos se abanica el rostro con un mugriento ejemplar de periódico. A sus espaldas, tras la ventana, un débil sol rojizo retiraba sus zagueros jirones de luz de las calles, del polvo, de la tarde.
-Gobernar es un suicidio al que nadie quiere resistirse, capitán.
-Así es, sargento. Paradojalmente la pluralidad democrática se resuelve en una totalitaria opinión adversa al régimen existente. La palabra mágica es demagogia, Pancracio. Con esta palabra puedes desvalorizar todo lo que cumpla un gobierno. Posée más merito la emocionada promesa de construir o de proveer empleos, lanzada por un candidato en campaña desde una tribuna, que las obras realizadas por un gobierno. Si construyen una autopista, escucharás las protestas: que el gasto era innecesario, que aisla a tal pueblo, y no faltaran los que digan que se construyó por demagogia, y ya tienes a la autopista enlazada a temas electorales.
-Como lo del muchacho, capitán.
-¡Sí, como lo del muchacho, Sargento! Sólo porque estamos en período electoral desean cambiarle la cara al asunto. Presentarnos
como esbirros capaces de todo, con tal de presentar una imagen positiva del régimen.
A las 10: 00 A.M., el centinela retiró el endurecido pan, y el desabrido huevo frito. Lo escuchó murmurar y alejarse por el
corredor. La sonrisa le creció boca abajo, aplastada contra el camastro en el que desmazaladamente abandonaba su cuerpo. El brazo
derecho colgaba, rozando el emporcado piso de la celda. El entumecimiento comenzó como un cosquilleo molestando a los dedos;
con pesada lentitud angustiosa se desplazó hasta la muñeca, y palmo a palmo lo sintió avanzar hacia el codo. Bastaba movilizar repetidamente el brazo, para ahuyentar la molestia; pero nada importaba. Eso no podría entenderlo jamás el centinela que había
retirado la comida. No importaban los retortijones oleados por el hambre, ni la avanzada molestia de calambre por el brazo. "Y pensar que afuera"... Pensó. ¿Para qué pensar en la vida rutinaria de ahí afuera? Imprevistamente se le encaran veinte años de vida que no le encamina hacia ningún sitio. Se siente tan vacío, tan vívidamente vacío, como veinte años con su hambre y sus rotosas mudas, y sus buenas noches de dos décadas para los oídos de la vieja, y su desvencijado camastro con veinte años entre las sudadas mantas
aguardando a por su diario cansancio. Veinte años para no ser nadie o nada, y lo peor: nada disímil se le antojan los próximos veinte
años. "Es la cárcel". Piensa. "Ha sido mi prisión desde que nací". Mira las rejas que le han puesto los hombres y le parecen
insignificantes, sin sentido, incapaces de ser celdas para dos décadas que han sido prisión de si mismas. Veinte años de recorrer
callejuelas mojándose los pies descalzos; de lustar zapatos en plazas públicas, y de acomodarse al hambre, engañando al estomago con
sueños. Meses de luchas reiniciadas, concluyéndolas en asfixiantes resignaciones destinadas a nuevos e incontables intentos. ¡Y la vida huyendo! Huyendo, huyendo sobre corceles de semanas, de rendimientos; sobre marejadas de meses inhospitos y descarados que
pintan cara de vida derrumbada, inservible; arrinconada contra un lánguido desaliento. Años de madrugar y retornar a donde la vieja
con las manos vacías; años de oirle Padre Nuestros, y de odiarle su piadosa resignación de pobre que no sabe, ni puede más que volverse más pobre. Ovillado en el olor del piso de tierra apisonada, en la humareda de fogón que encienden los trocitos de leña, que soplan los renegridos cartones blando y sudados en las manos de la vieja. ¡"Siempre preso"! Suspira. ¡"Preso de la nada, de la miseria"!
Después del angeluz, la primera ráfaga de viento de lluvia lo sorprendió a mitad del trayecto que recorría.
-¡Dios, al fin el aguacero está próximo!-Exclamó, arrastrando su paso arrastrado.
Se mecía como una autómata en la desvencijada mecedora, cuando se apersonó a la puerta.
-Pase usted, Padre Sereno-,dijo Paquita mostrándole una silla- se necesita que ocurra una calamidad para verle por aquí.
-¡Ah, Paquita, el reuma apenas me deja pisar las calles! Pero mya ve usted, he venido, a pesar de la amenaza de lluvia.
-Ese aguacero no caerá, Padre Sereno. ¡Este pueblo está maldito, no lloverá!
-No son palabras piadosas, Paquita.-La voz se registró afablemente amonestadora.
-Padre, creo que usted es la única persona en este pueblo que entiende, que la palabra piedad es algo más que un par de renglones
en el diccionario.
-Es injusto el halago, Paquita. Estás dolida por lo del muchacho.
Las palabras del Cura le detuvieron en el balanceo en la mecedora. Se quedó observandolo con los labios entreabiertos.
-¿Dolida? ¡Sí, sí! Es probable. Dolida por lo de mi pobre Daniel... Y aún más. Padre, inconforme, amargada por todo. Por mi
vida, por esta miseria, y por la vida de él.
-¡Paquita..!
-¡Sí, Padre!-Le interrumpió, al tiempo que reiniciaba impetuosamente el balanceo, con rabia.-¡Sí, Padre Sereno! Es tan
difícil admitir que no conformarse con su miseria es casi un pecado para la iglesia.
-Tergiversas las palabras sagradas.
-Es posible, Padre, pero el hambre, y no poseer más que un miserable rancho, no es una buenaventura. De todos modos, si peco
pensando de esta manera, no será este mi pecado mayor, Padre, sino, el haber vivido mintiéndole a mi muchacho, simulando una conformidad que nunca he sentido.
Recordó que de un manotazo espantó las moscas posadas en el borde del tazón. Tomó el endurecido pan y lo introdujo en una bolsa de papel. Recordó que le sobraban diez minutos para salir al patio, al próximo amanecer de siluetas difusas, arrojar el chocolate frío entre las piedras, y sepultar la bolsa con el pan entre los desperdicios del bote de la basura. En su estomago despertaban los estruendos de una catarata. No le prestó atención, debía fregar el tazón y colgarlo por el aza de uno de los clavos en la tablita de la cocina. Ella despertaría con el primer rayo de luz que se arrastrara por el piso de tierra. Surgiría a la vida, a la muerte. Se levantaría como un fantasma oradado por inmensidades de horas parecidas; de miserias reeditadas en su andar vacilante, en su voz cansada. Vería el tazón lavado y en su lugar, la mesa limpia de migajas. Otro día. La puerta abierta hacia el patio, hacia remotos cantos difónicos de grillos. ¿"Otra vez has madrugado, Daniel"? Lo zahiere la inquisición de la voz silabeante. Todo el sabor de la noche corre entre los dientes de él, pastoso, ácido, insoportable. "Me sobresaltaron las pesadillas, mamá. Ya no pude
dormir más". La pesadilla es estar despierto. ¡Él lo sabe! Desesperadamente despierto entre brumas y cobertores elaborados a
retazos por la trémula mano de la vieja. Toda la noche gravitando en el centro de una huracanada lucidez que lo transporta al insomnio. toda la noche como una bofetada de abrumadora realidad, "Si pudiera no ser yo", estuvo pensándolo en el decurso de un minuto, de una hora, tendido boca arriba sobre un oleaje de sombras. No ser él o regatearle al sueño la dicha de soñarse siendo otro. Él, con su infancia atracada en una esquina, con los ojos hastiados de sueño. Dormirse, casi no siendo la confirmación de si mismo; sin los estertóreos ronquidos constipados, con los que la vieja rellena las áridas soledades de casa sitiada por la oscuridad. Sin rememorar la desidia que lo arrojó vestido sobre el camastro. No ser quien es, acosado por los mosquitos y revolviéndose a filo del desvelo. "Es urgente rezurcir el mosquitero", dijo ella, moviéndose en la cocina, "por las noches siento la desesperación con que te
rascas". "Lo que apremia recoser es nuestra vida, vieja", piensa él, "este andrajo de vida".
Entorna los ojos, marcha, viaja, acude al sueño. A la iterativa costumbre de fugarse. La vieja estará en el patio en cuclillas,
disponiéndo trocitos de leña entre las renegridas piedras del fogón. Entorna los ojos y la capta lancinantemente de golpe; como si en un sólo segundo pudiera atrapar todas las mañanas vividas por ella. Entrecierra los parpados y mira los lentos movimientos con que ella rasga el fosforo que aproxima al pachuché. Toda una vida detenida en la minúscula llamarada azulada que brota de sus endebles manos. Nunca ha existido de manera disímil, ni en otro instante. Siempre miserablemente subsistiendo agachada, con el pañuelo anudado a la nuca, con el pachuche mordido por los amarillentos dientes, y de frente a las piedras del fogón. Se pregunta si alguna vez la vieja habrá deseado no ser ella. Se le torna imposible imaginarla resistiéndose a su afán de vida. La vieja lava descoloridas mudas rotosas, y existe. Imposible visualizarla rebelándose contra un continuo presente de sesenta ajados años. La vieja escupe silencios de amontonadas horas miserables, enciende el fogón, y es ella. De tanto ser uno, se acaba por habituarse, o por aceptar la creencia de que se nació para ser eso. A la vieja le ocurre: años de Padre Nuestro, y es ella, aguardando desmazaladamente lo que ha dado por muerto desde hará media vida. Urge engañarse para soportarse siendo ella habituada a los andrajos; a la fatiga cotidiana que la arroja quejumbrosa sobre el camastro. ¿Qué soñara la vieja, cuando se calla por las noches, cuando ya no le escucha quejarse? Él no conoce ráfagas de sueños venteando los rincones letales de esa mirada. La vieja no sueña ni sonríe. Es ya tan demasiado ella que no se lo permite. Anteriormente, cuando la abservaba sentarse en la mecedora, a la hora del crepúsculo, llegó a pensar que ella soñaba. La imagino evadiéndose del ruinoso dédalo de horas agobiantes en las que ella había sumergido su existencia. "Tanteará algún sueño agradable, y se irá", pensaba él. "Se marchará con los ojos manchados de minutos crepusculares. Abandonará estas derruídas paredes sucias, se irá... Se irá con el denso aliento de sueños que apuñala noches de hambre y de mosquitos". Pensaba que procuraba evadirse la vieja, tantas veces, con su sonrisa archivada en el devenir de la miseria. Tantas veces, asiendo con amargo desespero los instantes más callados, las memorias menos mortificantes, y alejarse vida afuera, exenta del tufo de andrajos relavados. Tantas veces, la vieja yéndose, yéndose como él, sentada inutilmente sobre la mecedora, sobre la vida.
-Tres días sin probar alimentos, capitán.- Dijo el sargento Pancracio.-Me parece que si lo que quiere es reventar, está en todo
su derecho.
-En estos momentos, sargento, es lo peor que ese imbécil puede hacer. Hay que obligarle a comer.
Todo el día frente a la pared atiborrada de graffiti; como la vieja, toda la noche para la oración y la angustia. todo el día para
los pensamientos; como la vieja, toda la noche para edificarle un reducto a la esperanza. La vieja es una inveterada especialista para
sostener esperanzas. Él lo sabe y lo piensa. Él lo piensa y lo sufre. Lo digiere pesadamente. Es maestra en resucitar esperanzas
de la nada. Es un hábito que crea y acondiciona la miseria; pero de pronto intuye, que si la vieja no sueña, espera..., que es plenamente
contrapuesta a él, que no espera ni se inventa esperanzas. La vieja necesita maquinar ilusiones y sostenerlas para sobrevivir; para
tirarse al vasto horario abisal de indigencias cada mañana. Requiere de esperas y de engaños que la ayuden a existir. La vieja nunca ha sido, nunca fue. ¡Es! Unicamente es, y eso le basta. Por eso no le cansa la miseria, no es su condición de décadas, sino su renovada
condición cotidiana. La vive día a día como nueva, no ha intuído siquiera, que la vida se le agota sin haber variado un ápice de su
rutinario trajín, ni ha intentado comprenderlo. La anulación de esta conciencia es la única garantía que posée para tirarse de la cama en cada amanecer y vivir. Dejarse estar sobre estériles minutos de vida, sin repudiarla. Para él, lo repudiable no es la evidente
ignorancia del pasado en cuanto a si fue o no; sino la paulatina aceptación de un andrajoso presente, que lo acosa y acorrala en el
híbrido sabor de realidad remedada. Él es, pero apenas se adivina siendo; es, porque existe, y empuña rabiosamente impotentes
vaharadas de miseros hoy que le arroja la existencia. Cada nuevo hoy es tan predecible. Es, porque existe de cualquier manera sobre los mismos actos y circunstancias de ayer. Adquiere la certeza de ser, de que oscuramente se supedita a un conjunto de variaciones que modifican su pensamiento. Lo inamovible, parcialmente inamovible es su realidad. Cada día es alguien nuevo, distinto, sobre la misma e inmutable existencia; sobre la misma posibilidad. La posibilidad de vida que la vieja procura diversificar; pero es estrictamente única e intransformable; la transformable es ella, la vieja, y su realidad invariable es zurcir mosquiteros, encender el fogón, o sentarse en la vieja mecedora a mitigar dolores reumáticos.
El centinela le encendió el cigarrillo, alargando el prendedor entre los barrotes. Él la imaginó con los parpados endurecidos, con
los ojos enarenados, y la plegaria en la boca. La imaginó en diez mil noches y otras tantas mañanas rezando para meterse a la, y
tirarse de la cama. "Las oraciones no matan la pobreza", pensó, llenando la angosta celda con el humo de la primera bocanada. "Eres
tu realidad, vieja. Nadie puede alcanzar a ser más de eso. He sido la mía, y me da igual sentirla, personificarla fuera o dentro de esta sucia celda".
-¡Huelga de hambre, capitán!-La exclamación le produjo un erupto al fiscal Antonio Resquemor.
-He ordenado que se le alimente a la fuerza, si es necesario.
Antonio Resquemor paseaba de un rincón a otro del despacho. El capitán pensó que nunca había salido de allí, que el fiscal
pertenecía a aquella asfixiante estancia, amojamado con su sempiterna acidez entre la estantería.
-No se le debe maltratar, capitán. Torturarlo sería tan buen motivo, como la huelga de hambre que ese loco ha declarado, para que el doctor y la oposición nos hagan blanco de sus ataques.
De frente a los graffitis, boca arriba. Los graffitis sobre él recordándole otros hombres, otras manos ocupadas en atiborrar la
pared de nombres y dibujos, para matar la solitaria prisión ociosa de los días. "Ellos quisieron evadirse", piensa en sus desesperaciones de pechos contra las rejas, de ojos sin sol y sin calles en las pupilas. "Contaban a día a día la proximidad de pasos enérgicos, de llaves tintineando; de puerta con chirridos de cielo en la voz del uniformado gritando ¡"Fuera, hoy verán las calles"! Pero él no desea evadirse ni cuenta los días. De cualquier manera la cotidianidad lo atraparía ahí afuera. No piensa siquiera en la razón de estar tendido boca arriba en un camastro de celda inmunda. Estar preso, es como estar vivo, con razón o no se está. Así como la vieja, viva sobre una absurda razón de miseria aceptada. A lo mejor ya no está vivo; a lo peor sólo vive en el momento en que el centinela de turno retira los fríos alimentos. Siente la irrefrenable gana de pegarse a los barrotes, y lanzarle sus palabras envueltas en la amarga tufarada de estomago vacío. El centinela reiría. El angosto corredor semi-oscuro temblaría con sus carcajadas,¡"Está chiflado", diría el centinela, "el de la segunda celda está loco de hambre"!
-Su madre está desesperada.
Escuchó las palabras como si proviniesen del sucio muro que empecinadamente observaba.
-¿Sabe ella que me niego a comer, Padre?
-¡Sí! Deberías deponer tu actitud, ella sufriría menos.
Los graffitis le llenaban la mirada.
-Comer nunca nos ha preocupado, Padre. Siempre estuvimos entre los que ignoran si podrán almorzar al día siguiente.
El Padre Sereno le buscó los ojos. tropezó contra una lúcida decisión irrevocable.
-Existen otros medios de protestar.
-No protesto, Padre. La vida no me ha dado siquiera el derecho a rebelarme.
Era la libertad de sí mismo. No tendría sentido ni valor continuar siendo el mismo. Quedaría perteneciendo para los demás en
un tiempo concluído para él. El hombre se imposibilitado de realizarse sin ella. La culminación. Antes de ella todo es misera
fracción; vida que se busca, incompleta, inacabada. Imaginó por última vez que el fiscal Andrés Resquemor sufriría un súbito ataque
de acidez, "Creerán que lo hicimos nosotros". Pensó en el capitán Luis Malpaso, desconsideradamente lanzándole el humo a la cara, ¡"A la mierda con todos, poco importa lo que crean"! Recordó al doctor Agramonte, sin dudas se formaría muchas conjeturas sobre su deceso, escribiría un par de artículos para los periódicos de la capital, mientras el Padre Sereno se santiguaba, y la vieja adecentaba malamente el rancho para esperarle a él, con una resignación de toda la vida para aguardar el cuerpo inerme de ahorcado. Con lentitud ceremonial se desabrocha el cinturón, lo envuelve en la pistolera y lo deposita sobre ela cómoda.
-Hoy quiero aliviarme tanto como entonces.-Es una voz bronca, veloz, imperiosa.
-¡Suficiente es con verte, hombre! Aquella vez,-las palabras de la mujer emigran una por una a un brumoso infierno nostálgico,-
lograste hacerme sentir que no era lo que soy. Jamás imaginé que vendrías a por mi de esa manera: "Vine a pagarle por una de sus
muchachas, Mariana. Si no lo aceptas por las buenas, haré que me cobres por las malas". Eso fue lo que dijiste. De verdad que te
veías muy hombre; que me...
La silencia la boca que duramente se adhiere a su boca; la lengua que procura entreabrirle los labios; la mano que levanta el
elástico de los panties; el cuerpo que la echa y cae sobre ella en la cama.
-Sigues tan bruto como en aquella noche.-Se queja ella, evadiendo el beso. Siente el denso aliento del hombre abrir caminos
por su cuello, se detiene; avanza desesperado sobre el cuerpo estremecido de pasados instantes, de compradas ganas de otras
ocasiones.
-Presiento que aquellos días han retornado.-Dijo, con los labios levemente por encima de un rojo pezón endurecido.-Que regresa el infierno.-Hunde la cabeza sobre el cuerpo de la mujer, bajo la fija mirada de la hembra que ve perderse su pezón en la boca del hombre.
Inesperadamente vuelve el golpe de conciencia que le grita que está solo. Solo y empequeñecido, como su sombra siluetada por el sol cenital. Solo y extraviado en la calor de callejas apestosas, en el invariable mediodía de siempre. La vida se le acumula en un segundo, y paladea mil frustraciones a la vez. Saborea una rota ilusión de existencia hasta hoy aceptada, sobrellevada. Hasta hoy conocida y afable, orientada; pero súbitamente se interroga: ¿Por qué ha tardado tantos años en descubrirse? ¡"Debo estar loco"! Piensa. Años de ruin vida bostezada entre cotidianos murmullos de pueblo chico. Años de cara a los mismos hospitalarios rostros, a los comentarios. Habituado a leer los matutinos entre una orden impartida y otra; a los domingos de misa, y a los vulgares cuerpos
ajados de las prostitutas, y la vida fugándose y fugándose entre la calor y el fastidio de ebrios alborotadores; entre querellas de
amantes esposas golpeadas. Se siente desubicado en el lugar en donde siempre ha vivido; extraño, raro dentro de su rutina, como si por primera vez viviera todo aquello a lo que le ha conferido valor de costumbres.
Cerrando el consultorio sintió el peso de la presencia a sus espaldas. Olfateó el aroma de la fumarada, y luego llegó la voz
inflexiva, baja, hiriente.
-¡Buenas tardes, dóctor!
Completó con la llave el medio giro final en la cerradura, y se volvió:-¡Buenas tardes, capitán!
En los ojos del capitán Luis Malpaso se condensaba todo el calor del día.- Dóctor, no debería usted propagar la falsa idea de que el cuerpo policial está politizado.
Sostuvo la amarilla mirada del capitán Luis Malpaso.
-¿Acaso no lo está, capitán?
-No perseguimos ni encarcelamos ideas, dóctor. El muchacho ha atentado contra la seguridad del Estado, y aguarda un juicio
imparcial. Usted es un opositor de este gobierno, y nunca se le ha molestado.
Recordó la espesa molestia acre en la boca de duodecimo cigarrillo consumido. Recordó que entre callejuelas y crepúsculo
había deambulado, hasta decidir regresar temprano a casa. Rememoró cuando empujó la deteriorada puerta, y con él entró a la casa el chirrido de goznes. ¿"Eres tú, Daniel?" La pregunta de todas las noches surgió desde algún rincón de las penumbras. Quizás la vieja recordaría, y se lo ha contado y recontado al médico, al Padre, al fiscal... Sin embargo lo plausible es que la vieja, con una mitad muerta de sueño, y la otra de fatiga, fuera incapaz de precisar la hora en que él había llegado. Cuando le respondió, recuerda no haber identificado su propia voz. Era la voz del hábito, de las mil pretéritas noches en las que le contestara de igual modo: ¡"Sí,
mamá"! La sensación le pateó el estomago. En otras ocasiones la confundió con vértigo; hasta que pudo definir que la provocaba
predecir lo que la vieja le diría. Poseía la convicción de que podía preguntarle si le molestaba mucho el reuma, antes de oirla quejarse; que podía confirmarle que pensaba poner el mosquitero, anticipándose al consejo de ella. "Sobre la mesa tienes el chocolate y el pan, hijo". La voz sonó asmática, arrojada contra las paredes; arrastrándose por las sombras. No recuerda si le respondió, o
unicamente pensó la respuesta, convertida en desmazalada costumbre en su boca. ¡"Sí, mamá"! Dijo o pensó decir, bajando el pábilo de la lámpara y expeliendo aire para ahogar la luz.
-Ser gobierno, Pancracio, es personificar la incomprensión. El precio de la democracia, es el desengaño, y la crítica sin tregua a
quienes se les creyó y endiosó durante su ascenso al poder.
Transpira copiosamente. A intervalos se abanica el rostro con un mugriento ejemplar de periódico. A sus espaldas, tras la ventana, un débil sol rojizo retiraba sus zagueros jirones de luz de las calles, del polvo, de la tarde.
-Gobernar es un suicidio al que nadie quiere resistirse, capitán.
-Así es, sargento. Paradojalmente la pluralidad democrática se resuelve en una totalitaria opinión adversa al régimen existente. La
palabra mágica es demagogia, Pancracio. Con esta palabra puedes desvalorizar todo lo que cumpla un gobierno. Posée más merito la
emocionada promesa de construir o de proveer empleos, lanzada por un candidato en campaña desde una tribuna, que las obras realizadas por un gobierno. Si construyen una autopista, escucharás las protestas: que el gasto era innecesario, que aisla a tal pueblo, y no faltaran los que digan que se construyó por demagogia, y ya tienes a la autopista enlazada a temas electorales.
-Como lo del muchacho, capitán.
-¡Sí, como lo del muchacho, Sargento! Sólo porque estamos en período electoral desean cambiarle la cara al asunto. Presentarnos
como esbirros capaces de todo, con tal de presentar una imagen positiva del régimen.
A las 10: 00 A.M., el centinela retiró el endurecido pan, y el desabrido huevo frito. Lo escuchó murmurar y alejarse por el
corredor. La sonrisa le creció boca abajo, aplastada contra el camastro en el que desmazaladamente abandonaba su cuerpo. El brazo
derecho colgaba, rozando el emporcado piso de la celda. El entumecimiento comenzó como un cosquilleo molestando a los dedos;
con pesada lentitud angustiosa se desplazó hasta la muñeca, y palmo a palmo lo sintió avanzar hacia el codo. Bastaba movilizar
repetidamente el brazo, para ahuyentar la molestia; pero nada importaba. Eso no podría entenderlo jamás el centinela que había
retirado la comida. No importaban los retortijones oleados por el hambre, ni la avanzada molestia de calambre por el brazo. "Y pensar que afuera"... Pensó. ¿Para qué pensar en la vida rutinaria de ahí afuera? Imprevistamente se le encaran veinte años de vida que no le encamina hacia ningún sitio. Se siente tan vacío, tan vívidamente vacío, como veinte años con su hambre y sus rotosas mudas, y sus buenas noches de dos décadas para los oídos de la vieja, y su desvencijado camastro con veinte años entre las sudadas mantas
aguardando a por su diario cansancio. Veinte años para no ser nadie o nada, y lo peor: nada disímil se le antojan los próximos veinte
años. "Es la cárcel". Piensa. "Ha sido mi prisión desde que nací". Mira las rejas que le han puesto los hombres y le parecen
insignificantes, sin sentido, incapaces de ser celdas para dos décadas que han sido prisión de si mismas. Veinte años de recorrer
callejuelas mojándose los pies descalzos; de lustar zapatos en plazas públicas, y de acomodarse al hambre, engañando al estomago con
sueños. Meses de luchas reiniciadas, concluyéndolas en asfixiantes resignaciones destinadas a nuevos e incontables intentos. ¡Y la vida huyendo! Huyendo, huyendo sobre corceles de semanas, de rendimientos; sobre marejadas de meses inhospitos y descarados que
pintan cara de vida derrumbada, inservible; arrinconada contra un lánguido desaliento. Años de madrugar y retornar a donde la vieja
con las manos vacías; años de oirle Padre Nuestros, y de odiarle su piadosa resignación de pobre que no sabe, ni puede más que volverse más pobre. Ovillado en el olor del piso de tierra apisonada, en la humareda de fogón que encienden los trocitos de leña, que soplan los renegridos cartones blando y sudados en las manos de la vieja.
¡"Siempre preso"! Suspira. ¡"Preso de la nada, de la miseria"!
Después del angeluz, la primera ráfaga de viento de lluvia lo sorprendió a mitad del trayecto que recorría.
-¡Dios, al fin el aguacero está próximo!-Exclamó, arrastrando su paso arrastrado.
Se mecía como una autómata en la desvencijada mecedora, cuando se apersonó a la puerta.
-Pase usted, Padre Sereno-,dijo Paquita mostrándole una silla-,se necesita que ocurra una calamidad para verle por aquí.
-¡Ah, Paquita, el reuma apenas me deja pisar las calles! Pero ya ve usted, he venido, a pesar de la amenaza de lluvia.
-Ese aguacero no caerá, Padre Sereno. ¡Este pueblo está maldito, no lloverá!
-No son palabras piadosas, Paquita.-La voz se registró afablemente amonestadora.
-Padre, creo que usted es la única persona en este pueblo que entiende, que la palabra piedad es algo más que un par de renglones
en el diccionario.
-Es injusto el halago, Paquita. Estás dolida por lo del muchacho.
Las palabras del Cura le detuvieron en el balanceo en la mecedora. Se quedó observandolo con los labios entreabiertos.
-¿Dolida? ¡Sí, sí! Es probable. Dolida por lo de mi pobre Daniel... Y aún más. Padre, inconforme, amargada por todo. Por mi
vida, por esta miseria, y por la vida de él.
-¡Paquita..!
-¡Sí, Padre!-Le interrumpió, al tiempo que reiniciaba impetuosamente el balanceo, con rabia.-¡Sí, Padre Sereno! Es tan
difícil admitir que no conformarse con su miseria es casi un pecado para la iglesia.
-Tergiversas las palabras sagradas.
-Es posible, Padre, pero el hambre, y no poseer más que un miserable rancho, no es una buenaventura. De todos modos, si peco
pensando de esta manera, no será este mi pecado mayor, Padre, sino, el haber vivido mintiéndole a mi muchacho, simulando una conformidad que nunca he sentido.
Recordó que de un manotazo espantó las moscas posadas en el borde del tazón. Tomó el endurecido pan y lo introdujo en una bolsa de papel. Recordó que le sobraban diez minutos para salir al patio, al próximo amanecer de siluetas difusas, arrojar el chocolate frío entre las piedras, y sepultar la bolsa con el pan entre los desperdicios del bote de la basura. En su estomago despertaban los estruendos de una catarata. No le prestó atención, debía fregar el tazón y colgarlo por el aza de uno de los clavos en la tablita de la cocina. Ella despertaría con el primer rayo de luz que se arrastrara por el piso de tierra. Surgiría a la vida, a la muerte. Se levantaría como un fantasma oradado por inmensidades de horas parecidas; de miserias reeditadas en su andar vacilante, en su voz cansada. Vería el tazón lavado y en su lugar, la mesa limpia de migajas. Otro día. La puerta abierta hacia el patio, hacia remotos cantos difónicos de grillos. ¿"Otra vez has madrugado, Daniel"? Lo zahiere la inquisición de la voz silabeante. Todo el sabor de la noche corre entre los dientes de él, pastoso, ácido, insoportable. "Me sobresaltaron las pesadillas, mamá. Ya no pude
dormir más". La pesadilla es estar despierto. ¡Él lo sabe! Desesperadamente despierto entre brumas y cobertores elaborados a
retazos por la trémula mano de la vieja. Toda la noche gravitando en el centro de una huracanada lucidez que lo transporta al insomnio. toda la noche como una bofetada de abrumadora realidad, "Si pudiera no ser yo", estuvo pensándolo en el decurso de un minuto, de una hora, tendido boca arriba sobre un oleaje de sombras. No ser él o regatearle al sueño la dicha de soñarse siendo otro. Él, con su infancia atracada en una esquina, con los ojos hastiados de sueño. Dormirse, casi no siendo la confirmación de si mismo; sin los estertóreos ronquidos constipados, con los que la vieja rellena las áridas soledades de casa sitiada por la oscuridad. Sin rememorar la desidia que lo arrojó vestido sobre el camastro. No ser quien es, acosado por los mosquitos y revolviéndose a filo del desvelo. "Es urgente rezurcir el mosquitero", dijo ella, moviéndose en la cocina, "por las noches siento la desesperación con que te
rascas". "Lo que apremia recoser es nuestra vida, vieja", piensa él, "este andrajo de vida". Entorna los ojos, marcha, viaja, acude al sueño. A la iterativa costumbre de fugarse. La vieja estará en el patio en cuclillas, disponiéndo trocitos de leña entre las renegridas piedras del fogón. Entorna los ojos y la capta lancinantemente de golpe; como si en un sólo segundo pudiera atrapar todas las mañanas vividas por ella. Entrecierra los parpados y mira los lentos movimientos con que ella rasga el fosforo que aproxima al pachuché. Toda una vida detenida en la minúscula llamarada azulada que brota de sus endebles manos. Nunca ha existido de manera disímil, ni en otro instante. Siempre miserablemente subsistiendo agachada, con el pañuelo anudado a la
nuca, con el pachuche mordido por los amarillentos dientes, y de frente a las piedras del fogón. Se pregunta si alguna vez la vieja
habrá deseado no ser ella. Se le torna imposible imaginarla resistiéndose a su afán de vida. La vieja lava descoloridas mudas
rotosas, y existe. Imposible visualizarla rebelándose contra un continuo presente de sesenta ajados años. La vieja escupe silencios
de amontonadas horas miserables, enciende el fogón, y es ella. De tanto ser uno, se acaba por habituarse, o por aceptar la creencia de que se nació para ser eso. A la vieja le ocurre: años de Padre Nuestro, y es ella, aguardando desmazaladamente lo que ha dado por
muerto desde hará media vida. Urge engañarse para soportarse siendo ella habituada a los andrajos; a la fatiga cotidiana que la arroja quejumbrosa sobre el camastro. ¿Qué soñara la vieja, cuando se calla por las noches, cuando ya no le escucha quejarse? Él no conoce ráfagas de sueños venteando los rincones letales de esa mirada. La vieja no sueña ni sonríe. Es ya tan demasiado ella que no se lo permite. Anteriormente, cuando la abservaba sentarse en la mecedora, a la hora del crepúsculo, llegó a pensar que ella soñaba. La imagino evadiéndose del ruinoso dédalo de horas agobiantes en las que ella había sumergido su existencia. "Tanteará algún sueño agradable, y se irá", pensaba él. "Se marchará con los ojos manchados de minutos crepusculares. Abandonará estas derruídas paredes sucias, se irá... Se irá con el denso aliento de sueños que apuñala noches de hambre y de mosquitos". Pensaba que procuraba evadirse la vieja, tantas veces, con su sonrisa archivada en el devenir de la miseria. Tantas veces, asiendo con amargo desespero los instantes más callados, las memorias menos mortificantes, y alejarse vida afuera, exenta del tufo de andrajos relavados. Tantas veces, la vieja yéndose, yéndose como él, sentada inutilmente sobre la mecedora, sobre la vida.
-Tres días sin probar alimentos, capitán.- Dijo el sargento Pancracio.-Me parece que si lo que quiere es reventar, está en todo
su derecho.
-En estos momentos, sargento, es lo peor que ese imbécil puede hacer. Hay que obligarle a comer.
Todo el día frente a la pared atiborrada de graffiti; como la vieja, toda la noche para la oración y la angustia. todo el día para
los pensamientos; como la vieja, toda la noche para edificarle un reducto a la esperanza. La vieja es una inveterada especialista para
sostener esperanzas. Él lo sabe y lo piensa. Él lo piensa y lo sufre. Lo digiere pesadamente. Es maestra en resucitar esperanzas
de la nada. Es un hábito que crea y acondiciona la miseria; pero de pronto intuye, que si la vieja no sueña, espera..., que es plenamente
contrapuesta a él, que no espera ni se inventa esperanzas. La vieja necesita maquinar ilusiones y sostenerlas para sobrevivir; para
tirarse al vasto horario abisal de indigencias cada mañana. Requiere de esperas y de engaños que la ayuden a existir. La vieja nunca ha sido, nunca fue. ¡Es! Unicamente es, y eso le basta. Por eso no le cansa la miseria, no es su condición de décadas, sino su renovada
condición cotidiana. La vive día a día como nueva, no ha intuído siquiera, que la vida se le agota sin haber variado un ápice de su
rutinario trajín, ni ha intentado comprenderlo. La anulación de esta conciencia es la única garantía que posée para tirarse de la cama en cada amanecer y vivir. Dejarse estar sobre estériles minutos de vida, sin repudiarla. Para él, lo repudiable no es la evidente
ignorancia del pasado en cuanto a si fue o no; sino la paulatina aceptación de un andrajoso presente, que lo acosa y acorrala en el
híbrido sabor de realidad remedada. Él es, pero apenas se adivina siendo; es, porque existe, y empuña rabiosamente impotentes
vaharadas de miseros hoy que le arroja la existencia. Cada nuevo hoy es tan predecible. Es, porque existe de cualquier manera sobre los mismos actos y circunstancias de ayer. Adquiere la certeza de ser, de que oscuramente se supedita a un conjunto de variaciones que modifican su pensamiento. Lo inamovible, parcialmente inamovible es su realidad. Cada día es alguien nuevo, distinto, sobre la misma e inmutable existencia; sobre la misma posibilidad. La posibilidad de vida que la vieja procura diversificar; pero es estrictamente única e intransformable; la transformable es ella, la vieja, y su realidad invariable es zurcir mosquiteros, encender el fogón, o sentarse en la vieja mecedora a mitigar dolores reumáticos.
El centinela le encendió el cigarrillo, alargando el prendedor entre los barrotes. Él la imaginó con los parpados endurecidos, con
los ojos enarenados, y la plegaria en la boca. La imaginó en diez mil noches y otras tantas mañanas rezando para meterse a la, y
tirarse de la cama. "Las oraciones no matan la pobreza", pensó, llenando la angosta celda con el humo de la primera bocanada. "Eres
tu realidad, vieja. Nadie puede alcanzar a ser más de eso. He sido la mía, y me da igual sentirla, personificarla fuera o dentro de esta sucia celda".
-¡Huelga de hambre, capitán!-La exclamación le produjo un erupto
al fiscal Antonio Resquemor.
-He ordenado que se le alimente a la fuerza, si es necesario.
Antonio Resquemor paseaba de un rincón a otro del despacho. El capitán pensó que nunca había salido de allí, que el fiscal
pertenecía a aquella asfixiante estancia, amojamado con su sempiterna acidez entre la estantería.
-No se le debe maltratar, capitán. Torturarlo sería tan buen motivo, como la huelga de hambre que ese loco ha declarado, para que el doctor y la oposición nos hagan blanco de sus ataques.
De frente a los graffitis, boca arriba. Los graffitis sobre él recordándole otros hombres, otras manos ocupadas en atiborrar la
pared de nombres y dibujos, para matar la solitaria prisión ociosa de los días. "Ellos quisieron evadirse", piensa en sus desesperaciones de pechos contra las rejas, de ojos sin sol y sin calles en las pupilas. "Contaban a día a día la proximidad de pasos enérgicos, de llaves tintineando; de puerta con chirridos de cielo en la voz del uniformado gritando ¡"Fuera, hoy verán las calles"! Pero él no desea evadirse ni cuenta los días. De cualquier manera la cotidianidad lo atraparía ahí afuera. No piensa siquiera en la razón de estar tendido boca arriba en un camastro de celda inmunda. Estar preso, es como estar vivo, con razón o no se está. Así como la vieja, viva sobre una absurda razón de miseria aceptada. A lo mejor ya no está vivo; a lo peor sólo vive en el momento en que el centinela de turno retira los fríos alimentos. Siente la irrefrenable gana de pegarse a los barrotes, y lanzarle sus palabras envueltas en la amarga tufarada de estomago vacío. El centinela reiría. El angosto corredor semi-oscuro temblaría con sus carcajadas,¡"Está chiflado", diría el centinela, "el de la segunda celda está loco de hambre"!
-Su madre está desesperada.
Escuchó las palabras como si proviniesen del sucio muro que empecinadamente observaba.
-¿Sabe ella que me niego a comer, Padre?
-¡Sí! Deberías deponer tu actitud, ella sufriría menos.
Los graffitis le llenaban la mirada.
-Comer nunca nos ha preocupado, Padre. Siempre estuvimos entre los que ignoran si podrán almorzar al día siguiente.
El Padre Sereno le buscó los ojos. tropezó contra una lúcida decisión irrevocable.
-Existen otros medios de protestar.
-No protesto, Padre. La vida no me ha dado siquiera el derecho a rebelarme.
Era la libertad de sí mismo. No tendría sentido ni valor continuar siendo el mismo. Quedaría perteneciendo para los demás en
un tiempo concluído para él. El hombre se imposibilitado de realizarse sin ella. La culminación. Antes de ella todo es misera
fracción; vida que se busca, incompleta, inacabada. Imaginó por última vez que el fiscal Andrés Resquemor sufriría un súbito ataque
de acidez, "Creerán que lo hicimos nosotros". Pensó en el capitán Luis Malpaso, desconsideradamente lanzándole el humo a la cara, ¡"A la mierda con todos, poco importa lo que crean"! Recordó al doctor Agramonte, sin dudas se formaría muchas conjeturas sobre su deceso, escribiría un par de artículos para los periódicos de la capital, mientras el Padre Sereno se santiguaba, y la vieja adecentaba malamente el rancho para esperarle a él, con una resignación de toda la vida para aguardar el cuerpo inerme de ahorcado.



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