martes, 19 de febrero de 2008

La Plañidera/Otto Oscar Milanese

La Plañidera/Otto Oscar Milanese






"
La plañidera, la plañidera,
llora a quien no conoció".

Canción de Leonardo Fabio.



La Plañidera
Otto Oscar Milanese



Ellos lo habían preparado todo de antemano. Ningún detalle se les había escapado, y todo lo habían decidido a espaldas de él. Madre, esposa e hijos habían convenido que cuando don Guido muriera, merecía unas exequias como nunca antes se habían visto unas en el pueblo.

Aquella noche llovía, y él, solitario en la esquina, guareciéndose de la lluvia bajo el alero del almacen, y medio metido entre las penumbras, me abordó cuando pasaba: ¿"Compartimos el paraguas"?

A espaldas de él habían discutido que quien le sobreviviera se encargaría de todo lo acordado entre ellos. Y acordaron no velarlo en funeraria. Un hombre tan hogareño y familiar como don Guido, no merecía que se le velara en funeraria, sino en la misma sala de la casa que su brazo levantó y sostuvo. Acordaron comprarle desde entonces un regio sarcofago, el más caro que exhibian en sus amplios salones los negocios de pompas funebres, y así lo hicieron, contribuyendo cada quien, para pagar el mismo, con una parte de sus ahorros.

Y no me dio tiempo a respónderle, se colgó de mi brazo y comenzó a caminar a mi lado. Inicialmente sentí temor, pués la luz era tan pobre que no lo reconocí. La situación me parecía inverosimil, un desconocido, repéntinamente se enlazaba a uno de mis brazos para caminar bajo la lluvia en una calle semi oscura y solitaria.

Y había que llorarlo como a nadie antes se había llorado. En esto todos estaban de acuerdo, y de tan sólo pensarlo las lágrimas afluyeron a sus rostros. A don Guido, el hijo pródigo, el esposo ejemplar, y el padre celoso y abnegado, había que llorarlo, cuando le llegara su hora suprema, como jamás se había llorado a ningún difunto en el pueblo.

Con ese temor mío caminamos media docena de pasos, y él sin hablar, hasta que nos metimos debajo de la claridad del próximo poste de luz. Entonces lo reconocí, y respiré aliviada: ¡"Pero si es usted"!

Don Guido, comentaban ellos bajito, en ausencia de él, quien ha levantado y ha dado su apellido a esta casa, el primero en aportar a las causas benéficas. Paradigma y honor de todo lo que se debe resumir en un buen ciudadano, merece los mejores funerales jamás realizados antes ni después en la historia de este pueblo.

El paraguas no bastaba para cubrirnos a los dos, y cuando llegamos a la puerta de mi casa, quizás porque estuviera él todo empapado, tal vez porque la lluvia continuaba, lo invité a pasar para que tomara café.

La madre de don Guido objetó que a pesar del gran amor que sentía por su hijo, a quien no esperaba ver muerto nunca, si así Dios lo deseaba, en caso de verlo no podría llorarlo, pués sus glándulas lagrimales desde hacía mas de veinte años se habían secado, y no podía llorar aunque quisiera hacerlo, no podía llorar sintiera la emoción que sintiera.

Esa fue mi primera noche con él. Y me contó toda su inconformidad. Me sorprendió que un hombre al que consideraba querido por todos en el pueblo, se sintiera tan desdichado. A lo peor, en esos momentos, yo que tanto he llorado por paga, sentí una verdadera pena por alguien, por él, mirándolo ahí sentado en el sofá de mi sala, mojado, sintiendo frío. Esa fue mi primera noche con él.

La idea fue de la esposa. Luego de mirar atentamente a su madre, y observar a sus dos hijos, exclamó: ¡"A Guido hay que llorarlo, como no se ha llorado a nadie, y si es preciso pagar para esto, pagamos"!

Luego, y cada vez que pudo, venía a media noche. Ya conocía sus dos golpecitos secos sobre la puerta de mi casa. Cuando le abría la puerta, siempre me lo encontraba nervioso, mirando en todas direcciones, como aquel que siente temor de que le observen.

El esperado día llegó inesperadamente. Sucedió en la fecha de las fiestas patronales del pueblo. Don Guido, como era habitual para aquella ocasión era el elegido para pronunciar uno de los discursos en presencia de las autoridades provinciales, antes del banquete que servía de apertura a las festividades. Luego de la comida, repéntinamente dijo sentirse indispuesto, se excuso ante los amigos y autoridades del pueblo, pero antes de que pudiera intentar regresar a su casa, se desplomó en medio del salón.

Hoy estoy en donde nunca imaginaste verme, en un rincón de la sala de tu casa, y llorándote como nadie de tu familia te llora. Me doy golpes en el pecho, grito, porque me han pagado bien para que sea grande la muestra de dolor, de pesar, me desgarro mis vestidos y escupo mis pechos, sin valor siquiera de pararme frente a tu ataud, porque si lo hago, nadie de esta familia, nadie de este pueblo que ha venido a despedirte por última vez, cuando yo te vea yaciendo ahí, podrá imaginar que este llanto, que estos lamentos no son el fruto de lo que se me paga.

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